|
I
Hace muchos años, cuando la ciudad de Florencia acababa
de ser declarada república, vivía allí un hombre
llamado Raniero di Ranieri. Era hijo de un armero, y aunque había
aprendido el oficio de su padre, no tenía gran interés
en practicarlo.
Este Raniero era un hombre muy fuerte. Decíase de él que
llevaba una pesada armadura de hierro con la misma facilidad que otro
lleva una sutil camisa de seda. Era joven todavía y había
hecho ya muchos alardes de su fuerza. Una vez se encontraba en una casa
en cuyo terrado había grano extendido. Pero habíanlo amontonado
con exceso y mientras Raniero estaba debajo, rompióse una de
las vigas y el techo amenazó derrumbarse. Todos, excepto Raniero,
huyeron precipitadamente. Éste alzó los brazos y logró
detener el derrumbamiento, hasta que llegó gente con vigas para
apuntalar la casa.
Decíase también de Raniero que era el hombre más
valiente que jamás había existido en Florencia, y que
nunca se cansaba de luchar. Apenas se iniciaba algún altercado
en la calle, salía apresuradamente de su taller deseando tomar
parte en la pelea. Con tal de poder desenvainar el arma lo mismo contendía
con simples aldeanos que con caballeros armados de punta en blanco.
En lo más recio de la lucha intervenía en ella sin reparar
en el número de adversarios.
En aquella época Florencia no era muy poderosa. Su población
se componía, en su mayor parte, de hilanderos y tejedores, y
éstos no deseaban nada mejor que ocuparse en paz de su oficio.
Claro está que había hombres aptos y diestros; pero no
eran espadachines y consideraban como un gran honor el que en su ciudad
reinase más orden que en parte alguna. Muchas veces se lamentaba
Raniero de no haber nacido en un país en que hubiera un rey que
reuniera en torno suyo hombres valientes, y decía que en tal
caso habría ganado grandes honores y dignidades.
Raniero era vanidoso y charlatán, cruel con los animales, rudo
con su mujer, y por esto resultaba imposible vivir con él. Habría
sido bello a no ser por las profundas cicatrices que le desfiguraban
el rostro. Era resuelto, magnánimo, aunque, a veces, harto violento.
Raniero estaba casado con Francesca, hija del sabio y poderoso Jacobo
degli Uberti. A él no le hacía maldita la gracia ceder
a su hija en matrimonio a aquel gallo de pelea, e hizo todo lo posible
por evitarlo; pero Francesca dijo que jamás se casaría
con otro que con Raniero. Cuando Jacobo dio, por fin, su consentimiento,
dijo a Raniero:
Me ha enseñado la experiencia que los hombres de tu calaña
saben más fácilmente conseguir que conservar el amor de
una mujer; por eso quiero obtener de ti una promesa. Si mi hija llega
a encontrar un día penosa la vida junto a ti, quedas obligado
a no retenerla en el caso de que ella desee volver junto a mi.
Francesca opinó que era inútil semejante promesa, pues
amaba a Raniero de tal manera que estaba convencida de que no podría
separarse de él nunca más. Pero Raniero prometió
en el acto:
Puedes estar seguro de que jamás intentaré retener
a una mujer que quiera alejarse de mí.
Francesca y Raniero se unieron y vivieron en armonía.
Cuando llevaban unas semanas casados tuvo Raniero la idea de ejercitarse
en el tiro al blanco. Durante días practicó disparando
contra una tabla pendiente del muro. Después le entraron ganas
de tirar a un blanco más difícil. Miró en torno
suyo y sólo descubrió una codorniz en una jaula, colgada
en el patio. El pájaro pertenecía a Francesca que le tenía
mucho cariño. Sin embargo, Raniero mandó abrir la jaula
por un mozo y disparó contra el animalito al emprender el vuelo.
Encontró este tiro acertadísimo y desde entonces no dejó
de vanagloriarse de él ante cuantos se dignaban escucharle.
Cuando Francesca se enteró de que había matado al pájaro,
se puso pálida y le miró horrorizada. Asombrábale
que hubiera osado realizar algo que había de causarle pena; pero
pronto le perdonó, y siguió amándole como antes.
Durante algún tiempo todo volvió a marchar bien.
El suegro de Raniero era tejedor de tela de lino. Poseía un espacioso
taller en el que se trabajaba diligentemente. Raniero creyó descubrir
que allí se mezclaba el lino y el cáñamo, y no
se lo calló sino que propaló la noticia por toda la ciudad.
Por último, la calumnia llegó a oídos de Jacobo,
quien pronto supo ponerle fin. Hizo analizar sus estambres y sus tejidos
por otros tejedores y éstos encontraron que estaban hechos con
el más excelente lino. En un solo fardo, que debía venderse
fuera de Florencia, encontróse una ligera mezcla. Jacobo aseguró
que aquel fraude había sido cometido por sus operarios sin saberlo
él. Pronto comprendió, sin embargo, que le sería
difícil convencer a las gentes de su afirmación. Siempre
había gozado de gran fama por su rectitud y ahora le resultaba
muy amargo ver mancillada su honra.
Raniero se vanagloriaba de haber descubierto el fraude, y lo pregonaba
aun en presencia de su esposa.
Ésta, igual que cuando mató al pájaro, se sintió
apesadumbrada, y no ocultó su asombro. Cuando meditaba sobre
lo ocurrido, ocurríasele, finalmente, que su amor era semejante
a un precioso tapiz bordado en oro, grande y resplandeciente. Tenía
ya un extremo roto, por lo que no era tan magnífico como de recién
casada; mas, no obstante, era tan leve el deterioro que nunca llegaría
a perderlo, por mucho que viviese.
Y se sintió tan feliz como al casarse. Francesca tenía
un hermano llamado Tadeo. Éste acababa de regresar de un viaje
de negocios a Venecia, y de allí se trajo varios vestidos de
seda y terciopelo. Ya en Florencia solía lucirlos con orgullo;
pero, por no existir allí todavía la costumbre de ostentar
vestidos tan suntuosos, no faltó quien comentara en tono sarcástico
la vanidad del joven. Un buen día Tadeo y Raniero encontráronse
en una taberna. Tadeo se ataviaba con una capa de seda verde, forrada
con piel de marta, y una casaca violeta. Raniero concibió la
idea de hacerle beber más vino de lo conveniente, y su cuñado
acabó siendo su víctima inconsciente. Tadeo se durmió
embriagado, y Raniero le quitó la capa y fuese con ella para
ponérsela a un espantapájaros de su huerta.
Francesca enfurecióse mucho al saberlo, y nuevamente pensó
en el gran tapiz de oro de su amor, que ahora veía más
pequeño porque Raniero lo iba destrozando.
Los esposos continuaron viviendo en paz durante algún tiempo;
pero Francesca ya no era tan feliz como antes, y siempre temía
que Raniero llevase a efecto algún acto que dañara más
seriamente su amor.
No tardó en llegar el nuevo agravio, pues Raniero no podía
permanecer tranquilo. Sentía la necesidad de que las gentes hablasen
continuamente de él, de que alabaran su valor y su bizarría.
Sobre la catedral que Florencia poseía en aquel tiempo, que era
mucho menos espaciosa que la actual, pendía de la punta de la
torre más alta un escudo enorme que había sido colocado
allí por un antepasado de Francesca. Parecía ser el escudo
más pesado que jamás hubiera podido llevar florentino
alguno, y toda la estirpe de los Uberti estaba orgullosa de que hubiera
sido uno de los suyos el que consiguiera trepar a la torre y colocar
allí tan descomunal escudo. A esta torre subió Raniero
un día y bajó con el escudo a cuestas.
Cuando Francesca se enteró de ello habló con Raniero de
su pesar por vez primera y le rogó no humillase de tal manera
a una familia a la que pertenecía por su matrimonio. Raniero,
que había esperado de ella una alabanza por el heroico hecho,
se enfadó mucho, diciendo que hacía tiempo que venía
observando cuán indiferentes le eran sus triunfos, y que ella
no pensaba más que en su propia familia.
Pienso en algo muy distinto replicó Francesca,
y es en mi amor hacia ti. No sé qué será de él
si continúas de este modo.
Desde entonces se cambiaron más de una vez frases duras los dos,
pues Raniero se empeñaba en hacer precisamente todo cuanto pudiera
molestarla.
En el, taller de Raniero trabajaba un joven de baja estatura, cojo,
que amaba a Francesca desde mucho antes de casarse, y que continuaba
amándola con inalterable fidelidad. Raniero, que lo sabía,
se propuso ponerle en ridículo, y siempre le hacía blanco
de sus asechanzas, especialmente durante las comidas. Un día
en que el pobre mozo no se avino a soportar tales burlas, abalanzóse
sobre él; pero Raniero le venció fácilmente, mofándose
después del infeliz cojo, quien, no pudiendo vivir así,
acabó por ahorcarse.
Raniero y Francesca sólo llevaban un año de casados. Ella
seguía representándose su amor en el gran tapiz bordado
en oro; "pero veía que su tamaño habíase reducido
una mitad. Esto la llenó de horror.
Si continúo un año más al lado de este hombre
pensó acabaré perdiendo por completo mi amor
y entonces seré tan miserable como fui rica hasta aquí.
Y decidió marchar a casa de su padre para que no llegase el día
en que odiara a Raniero tanto como le amara en otro tiempo.
Jacobo degli Uberti hallábase sentado en el telar, rodeado de
sus operarios, cuando la vio llegar. Le dio la bienvenida de todo corazón,
diciéndole que había sucedido lo que siempre temió.
Seguidamente ordenó a todos sus dependientes que cerraran la
casa y se armaran lo mejor posible, y se fue en busca de Raniero, a
quien habló así:
Mi hija ha vuelto a mi casa, deseosa de habitar bajo mi techo,
y espero que cumplirás la promesa que me hiciste.
Raniero pareció no tomar la cosa muy en serio, y se limitó
a contestar:
Aun cuando no te hubiera hecho promesa alguna, jamás me
atrevería a impedir la marcha de una mujer que no desea seguir
perteneciéndome.
Sabiendo bien lo mucho que Francesca le quería, el joven se dijo
para sí:
De seguro que estará de nuevo a mi lado antes de la caída
de la tarde.
Pero ella no se dejó ver aquel día ni al siguiente. Al
tercer día partió Raniero en persecución de algunos
bandidos que desde hacía tiempo venían importunando a
los mercaderes florentinos.
Tuvo la suerte de vencerlos y de llevarlos prisioneros a Florencia.
Durante varios días permaneció tranquilo, seguro de que
aquel hecho heroico se habría propagado por toda la ciudad. Pero
su esperanza de que Francesca volvería a su lado, al enterarse,
no se realizó.
Raniero sintió los mayores deseos de obligarla a volver, prevalido
del derecho que le concedían las leyes; pero se creía
en el caso de no hacerlo en cumplimiento de su promesa. No siéndole
posible seguir habitando en la misma ciudad en que vivía la mujer
que le había abandonado, partió de Florencia.
Primero se hizo mercenario, pero pronto se transformó en caudillo
de una banda de espadachines. Siempre iba en busca de pelea y llegó
a servir a muchos señores.
Como había profetizado, ganó, siendo guerrero, mucha gloria
y honores. Fue armado caballero por el emperador y contado entre los,
hombres más eminentes.
Pero antes de abandonar Florencia hizo la promesa, ante la imagen de
la Madonna, en la Catedral, de ceder a la Santísima Virgen lo
más valioso de cada botín de guerra. Y siempre se veían
ante aquella imagen preciosas dádivas ofrecidas por él.
Raniero sabía, pues, que todas sus heroicas hazañas eran
conocidas en su ciudad natal. Y estaba altamente asombrado de que Francesca
degli Uberti no se dirigiera a él, a pesar de los relatos de
sus hechos gloriosos.
En aquella época fue propuesta por el canciller una cruzada para
el rescate de los Santos Lugares, y Raniero partió hacia Oriente
entre los cruzados. En parte esperaba ganar castillo y feudo, sobre
los cuales pudiera mandar, y en parte esperaba realizar actos tan heroicos
que su mujer tuviera que amarle y volver nuevamente a él.
II
En la primera noche después de la toma de Jerusalén,
reinaba gran alegría en el campamento de los cruzados, que
se encontraban en las afueras de la ciudad. Casi en cada tienda se
celebraba la victoria con abundantes libaciones, y por doquier había
risas y barullo. También Raniero di Ranieri hallábase
bebiendo en compañía de otros camaradas de guerra, y
en su tienda reinaba mucho mayor desenfreno que en todas las demás.
Apenas los criados llenaban los vasos, vaciábanse como por
encanto.
Raniero tenía más motivos que los otros para alegrarse
de aquel modo, pues ese día realizó las hazañas
que más contribuyeron a cubrirle de gloria. Al lanzarse al
asalto de la ciudad fue el primero, después de Godofredo de
Bouillon, en escalar los muros, y su valerosa conducta había
merecido ser elogiada ante todo el ejército. Pasado el saqueo
y terminados los horrores de la matanza, los cruzados, con sus cilicios
y empuñando cirios no encendidos, encamináronse hacia
la sagrada iglesia del Santo Sepulcro, y entonces díjole Godofredo
que debía ser el primero en encender su cirio en la sagrada
vela que ardía ante el sepulcro de Cristo.
Raniero se sintió muy orgulloso al verse honrado como el más
grande héroe de todo el ejército, lo que implicaba el
reconocimiento de sus esforzadas hazañas.
Ya mediada la noche, cuando Raniero y sus camaradas estaban de mejor
humor, acercáronseles un bufón y varios cómicos
que se dedicaban a divertir a la gente del campamento con sus ocurrencias,
rogándole a Raniero que le escuchara uno de sus interesantes
relatos.
Raniero sabía que aquel bufón gozaba de gran fama por
su ingenio, y accedió a su ruego. Y el bufón comenzó:
Sucedió una vez que nuestro Redentor y san Pedro se hallaban
pasando el día en la torre más alta del castillo que
hay en el Paraíso: No hacían más que mirar a
la tierra, porque eran tantas las cosas que había que ver,
que apenas si les quedaba tiempo de cruzar palabra. El Salvador permanecía
tranquilo; pero san Pedro palmoteaba jubiloso de cuando en cuando
o sacudía la cabeza en señal de fastidio; tan pronto
se mostraba alegre como se entregaba a la pena más inconsolable.
Cuando el día comenzó a caer y el crepúsculo
se extendió sobre el Paraíso, el Redentor volvióse
hacia san Pedro y le dijo que debía hallarse muy contento.
¿De qué? preguntó San Pedro en tono
brusco.
Creí que estarías satisfecho de lo que acabas
de ver replicó el Salvador en voz queda.
Cierto que año tras año y día por día
he lamentado que Jerusalén estuviera en manos de los infieles;
pero, después de lo que hoy ha sucedido casi hubiera sido mejor
que todo continuase como antes.
Raniero no tardó en darse cuenta, como los demás, de
que el bufón se refería a lo acaecido aquel día,
por lo que todos se dispusieron a escuchar más atentamente
el relato.
Cuando san Pedro hubo dicho esto prosiguió el bufón
fijando su mirada en los caballeros encaramóse sobre
una almena y dijo señalando a una ciudad que aparecía
sobre una peña enorme y solitaria que se elevaba en lo profundo
de un valle:
¿Reconoces aquel montón de cadáveres? ¿Ves
la sangre que corre por las calles y los miserables prisioneros temblorosos
de frío y las ruinas humeantes?
Nuestro Salvador optó por callar, y san Pedro continuó
con lamentaciones, diciendo que si con frecuencia habíase manifestado
como enemigo de Jerusalén, no dejaba de afligirse ahora al
ver el terrible aspecto que la ciudad presentaba.
Pero no me negarás contestó, finalmente,
nuestro Salvador que los caballeros cristianos han combatido
y arriesgado su vida con la mayor bizarría.
Grandes aplausos interrumpieron en este punto al bufón, que
prosiguió su relato, diciendo:
No me interrumpáis; ya no recuerdo dónde me he
quedado. ¡Ah, sí! Iba a decir que san Pedro se enjugó
dos lágrimas que le impedían ver. Nunca hubiera imaginado
que se mostraran tan salvajes dijo.Todo el día lo han
pasado dedicados al saqueo y a la matanza. No comprendo cómo
te dejaste crucificar para tener, finalmente, esa clase de prosélitos.
Los caballeros, en vez de ofenderse, prorrumpieron en estruendosas
carcajadas, y uno de ellos exclamó:
¿De modo que san Pedro está furioso con nosotros?
Cállate repuso otro, y deja que el bufón
diga lo que el Redentor contestó a san Pedro en nuestra defensa
Nuestro Salvador continuó el bufón
permaneció callado en un principio, porque sabía que
era inútil contradecir a san Pedro cuando se mostraba enfurecido
de verdad. Y sin alterarse lo más mínimo san Pedro rogó
al Redentor que no saliera en defensa de los culpables, pretextando
que habían vuelto a la razón al atravesar la ciudad
descalzos y con el cilicio puesto, camino de la iglesia, porque esta
devoción la consideraba tan efímera que no valía
la pena de tenerla en cuenta. Y el santo volvió a asomarse
por la almena señalando hacia la ciudad de Jerusalén,
ante cuyas puertas acampaba el ejército cristiano.
¿No ves acabó preguntando en qué
forma celebran tus caballeros la victoria obtenida?
Efectivamente, el Salvador vio entonces que en todo el campamento
celebrábanse grandes orgías y que caballeros y soldados
se divertían con el espectáculo que ofrecíanles
las bailarinas sirias, mientras entrechocaban los vasos rebosantes,
se jugaban a los dados el botín y...
... y escuchaban las necedades que refería un bufón
interrumpió diciendo Raniero ¿No crees terminó
que esto es también un pecado?
El bufón río la interrupción e hizo un ademán
significativo a Raniero, como si le dijera:
Espera, que voy a cantarte pronto las cuarenta.
No, no me interrumpáis rogó nuevamente
¡Olvida con tanta facilidad un pobre loco lo que va a decir!...
Así, pues, san Pedro preguntó a nuestro Salvador en
tono categórico si creía que aquellas gentes le hacían
gran honor.
Naturalmente, nuestro Redentor tuvo que contestarle que, a su parecer,
no era tal el caso, a lo que repuso san Pedro:
Eran bandidos y asesinos antes de abandonar su patria y aun
hoy siguen siendo lo mismo. Toda esta aventura guerrera podías
haberla suprimido, ya que nada bueno puede salir de ella.
¡Ojo, bufón! exclamó Raniero previniéndole.
Pero el bufón tenía especial interés en continuar
hasta que alguien se abalanzara sobre él para echarle fuera,
y prosiguió impertérrito:
Nuestro Señor se limitó a bajar la cabeza como
quien reconoce la justicia del castigo que se le impone; pero en aquel
momento inclinóse apresuradamente y miró atentamente
hacia la tierra.
Entonces le preguntó san Pedro:
¿Qué es lo que miras?
El bufón describía esto haciendo toda clase de muecas
y aspavientos. Los caballeros deseaban saber lo que nuestro Salvador
había descubierto.
Nuestro Salvador replicó que no era nada prosiguió
el bufón; pero cada vez miraba más atentamente
hacia abajo. San Pedro siguió la dirección de su mirada
sin distinguir otra cosa que una gran tienda ante la que se hallaban
ensartadas en largas lanzas un par de cabezas de sarracenos, y donde
se exhibía una multitud de lujosos tapices, vajilla de oro
y armas preciosas que constituían parte del botín. En
aquella tienda sucedía lo propio que en todas las demás
del campamento. En ellas se hallaban sentados muchos caballeros, vaciando
sus vasos. La única diferencia estribaba en que allí
se bebía más y había más alboroto que
en las otras tiendas. San Pedro no podía comprender por qué
nuestro Salvador miraba tan satisfecho que sus ojos resplandecían
de alegría. San Pedro creyó no haber visto nunca tantas
caras feas reunidas en un banquete. Y el anfitrión que ocupaba
el sitio de honor era precisamente el más siniestro de entre
todos. Era un hombre de unos treinta y cinco años sumamente
alto y corpulento, de faz encarnada y acribillada de cicatrices y
rasguños; tenía los puños duros y la voz ruda
y potente.
Aquí se detuvo un momento el bufón, como si vacilara
en proseguir el relato. Pero a Raniero y a los demás caballeros
les daba tanta alegría oír hablar así de sí
mismos, que rieron su insolencia.
Eres un cínico dijo Raniero; pero vamos a
ver en qué para todo esto.
Y el bufón prosiguió:
Por último, nuestro Redentor dijo unas palabras a san
Pedro para explicarle la causa de su alegría. Preguntó
al santo si era verdad qué uno de los caballeros tenía
ante sí una vela encendida.
Ante estas palabras Raniero se estremeció. Rebosante de cólera
echó mano a un pesado jarro lleno de vino para lanzarlo a la
cara del bufón; pero se dominó para cerciorarse de si
el tunante se atrevería a denigrar su nombre.
San Pedro vio, pues continuó el bufón,
que aquella tienda estaba profusamente iluminada por antorchas; pero
que, junto a uno de los caballeros, había una vela encendida.
Era una vela alta y gruesa, destinada a arder veinticuatro horas sin
interrupción. Como el caballero no tenía ningún
candelero donde ponerla, la había colocado entre varias piedras.
Ante estas palabras toda la reunión prorrumpió en sonoras
carcajadas. Todos señalaron una vela que se hallaba en la mesa,
junto a Raniero, en la mismísima forma que el bufón
había descrito. Pero a Raniero se le subió la sangre
a la cabeza. Se trataba de la vela que había encendido horas
antes en el Santo Sepulcro, y no se atrevía a apagarla.
Cuando san Pedro vio esta vela prosiguió el narrador
se dio cuenta de la causa que motivaba la alegría de nuestro
Redentor, y no pudo reprimir una sonrisa compasiva.
¡Ah, sí! dijo. Ése es el caballero
que escaló primero los muros de la ciudad, en pos del conde
de Bouillon y que por la noche fue el primero en encender su vela
en el Santo Sepulcro.
Efectivamente contestó nuestro Salvador,
y ya ves que su luz arde todavía.
El bufón apresuró su relato, mirando a Raniero de cuando
en cuando a hurtadillas. San Pedro no pudo evitar una sonrisa un poco
burlona.
¿No comprendes, quizá, por qué deja su
luz encendida durante tanto tiempo? preguntó. Tal
vez creas que piensa en tus sacrificios y en tu muerte, cuando la
mira. Te equivocas: no piensa más que en la gloria que se le
dispensó cuando se le reconoció como el más valiente,
junto a Godofredo de Bouillon, en presencia de todo el ejército.
Todos los oyentes soltaron nuevas carcajadas. Y dominando su cólera
Raniero rió también. Sabía perfectamente que
todos le encontrarían sumamente ridículo si se alterase
por semejante broma.
Pero nuestro Salvador interrumpió a su querido san Pedro
para contradecirle:
¿No te das cuenta repitió de lo preocupado
que está con su vela de cera? Protege la llama con la mano,
apenas alguien levanta la cortina de la entrada, porque teme que una
corriente de aire se la apague. Y está en lucha continua con
los insectos que revolotean en torno a la llama, prontos a apagarla.
Las risas aumentaron más todavía, pues era exacto todo
cuanto el bufón explicaba.
Raniero juzgó cada vez más difícil dominar su
ira, incapaz de soportar que nadie se burlase de la sagrada llama.
San Pedro, desconfiado continuó el bufón,
preguntó a nuestro Redentor si conocía a aquel caballero,
y dijo:
No es precisamente uno de los que van a misa a menudo y desgastan
el reclinatorio.
Pero nuestro Redentor no se dejó convencer y exclamó
en tono solemne:
San Pedro, san Pedro! Piensa en lo que te digo. ¡Ese caballero
será, desde ahora, mucho más devoto que Godofredo! ¿De
dónde iban a brotar la modestia y la devoción si no
de mi tumba? Aún has de ver a Raniero de Ranieri auxiliando
viudas atribuladas y desdichados prisioneros. Todavía has de
ver cómo cuidará a los enfermos y afligidos junto a
su lecho, defendiéndolos como ahora defiende la sagrada llama.
Una enorme carcajada interrumpió al bufón. Todos los
que conocían la vida y el modo de pensar de Raniero encontraban
todo aquello muy gracioso. Pero a él se le habían quitado
las ganas de reír. Levantóse de un salto, dispuesto
a echar al bufón a puñetazos; pero tropezó contra
la mesa, que no era más que una puerta colocada sobre dos caballetes,
y cayó la vela. Entonces se demostró cuánto le
interesaba a Raniero conservar la vela encendida. Dominó su
cólera y se puso tranquilamente a arreglar la luz para reanimar
su llama. Pero cuando lo hubo conseguido el bufón se había
largado ya de la tienda y Raniero se dijo que no valía la pena
perseguirlo a través de la oscuridad de la noche.
Ya le encontraré en otra ocasión se dijo,
y volvió a sentarse tranquilamente.
Los comensales habían cesado entre tanto de reír; pero
uno de ellos volvióse a Raniero para continuar la broma.
Una cosa es cierta, Raniero, y es que esta vez no podrás
enviar a la Madonna de Florencia lo más valioso de tu botín.
Raniero le preguntó por qué motivo opinaba que no podría
seguir cumpliendo con su antigua costumbre, y el caballero le contestó:
Por la sencilla razón de que el precioso botín
que has conquistado esta vez es esa llama que ante todo el ejército
has sido el primero en encender en el Santo Sepulcro. Y esa llama
no podrás mandarla a Florencia.
Nuevamente resonaron las risas; pero Raniero se hallaba en tal disposición
de ánimo, que habría sido capaz de realizar los actos
más temerarios, con tal de librarse de las burlas. Con breve
decisión llamó a un viejo escudero, y le dijo:
¡Ármate y prepárate para un largo viaje,
Giovanni! Mañana saldrás para Florencia con esta llama
sagrada.
Pero el escudero se opuso a esta orden con una enérgica negativa.
No puedo aceptar este encargo contestó. ¿Cómo
ir hasta Florencia a caballo con una vela encendida? Se apagaría
antes de que abandonase este campamento.
Raniero fue preguntando a sus hombres uno tras otro. Todos le dieron
igual contestación. Apenas si tomaban en serio la orden.
Los caballeros extranjeros, que eran los huéspedes de Raniero,
rieron con gran alborozo cuando se comprobó que ninguno de
sus hombres quería obedecer la orden.
Raniero enfurecióse cada vez más. Por último,
perdió la paciencia, y exclamó:
Esta llama será llevada a Florencia a pesar de todo,
y puesto que nadie quiere acometer la empresa, la llevaré yo
mismo.
Piénsalo bien antes de hacer un voto semejante exclamó
uno de los caballeros. Te juegas un principado.
¡Os juro que llevaré esta llama a Florencia! exclamó
Raniero. Realizaré algo que nadie más osó
emprender.
El viejo escudero se excusaba diciendo:
Señor, para ti la cosa es diferente. Tú puedes
llevar una gran comitiva; pero yo hubiera tenido que ir solo.
Como Raniero se hallaba como loco, incapaz de reflexionar sus palabras,
contestó:
También yo iré solo.
Con estas palabras consiguió su objeto. Todos los presentes
cesaron de reír. Se quedaron absortos, contemplándole.
¿Por qué no seguís riendo? preguntó
Raniero. Este propósito no es más que un juego
de niños para un hombre valiente.
III
Al amanecer del día siguiente montaba Raniero en su alazán.
Iba armado de punta en blanco, pero cubierto con el tosco manto del
peregrino para que la coraza no se calentara demasiado a los ardorosos
rayos del sol. Iba armado de espada y maza y montaba un buen corcel.
En la mano llevaba la vela encendida y en la silla guardaba un gran
mazo de largas bujías de cera para que la llama no se consumiera
por falta de combustible.
Raniero cabalgó lentamente y sin tropiezos a través
de las tiendas del campamento, diseminadas por la explanada. Era tan
temprano que la niebla que se desprendía de los valles en torno
a Jerusalén no se había disipado todavía, y Raniero
iba como envuelto en la noche. El campamento dormía aún
y Raniero escapó fácilmente del alcance de los centinelas.
Nadie le dio el alto; la densa niebla le hacía invisible y
la espesa capa de polvo que cubría el suelo no dejaba percibir
el ruido de las pisadas del caballo.
Raniero se vio pronto fuera de los límites del campamento y
se encaminó hacia Jaffa. El camino era allí mejor; pero,
en atención a la llama, caminaba más despacio. En la
espesa niebla la llama tenía un resplandor rojizo y tembloroso.
Continuamente revoloteaban grandes falenas en torno a ella, amenazando
apagarla con sus convulsivos aletazos. Raniero tuvo que realizar grandes
esfuerzos para protegerla; pero hallábase en la mejor disposición
de ánimo y seguía figurándose que su empresa
era puro juego de niños.
Entre tanto, el caballo, cansado de aquel lento caminar, se puso al
trote. Inmediatamente la llama empezó a flamear a causa del
viento. De nada servía que Raniero intentase protegerla con
la mano y con la capa. Llegó a un punto en que notó
que se hallaba próxima a extinguirse; pero como no pensaba
darse por vencido, detuvo el caballo y meditó durante un buen
rato una resolución. Finalmente, se decidió a cabalgar
de espaldas, para proteger la llama con su cuerpo contra el viento.
Así consiguió mantenerla encendida; pero pronto se convenció
de que aquel viaje se hacía más penoso de lo que se
había figurado al principio.
Apenas dejó tras de sí las colinas que rodean Jerusalén,
la niebla desapareció. No había en aquella desolada
soledad gentes ni caseríos, ni árboles ni plantas; sólo
se veía peladas montañas.
Por el interminable camino Raniero fue asaltado por los bandidos que
formaban la chusma indisciplinada que seguía furtivamente al
ejército y que vivía del robo y del pillaje. Se habían
ocultado detrás de una colina, y Raniero, que cabalgaba de
espaldas, sólo les descubrió al verse rodeado por los
facinerosos que agitaban sus espadas contra el peregrino.
Eran doce hombres de miserable aspecto y cabalgaban en caducas caballerías.
Al punto, Raniero se dio cuenta de que no le sería difícil
atravesar entre ellos y alejarse al galope de su corcel; pero aquello
sólo sería posible si arrojaba la vela. Pero, ¿cómo
hacerlo así después de haber pronunciado la noche anterior
tan orgullosas palabras?
No vio, pues, otra salida que entrar en negociaciones con los bandidos.
Les dijo que les sería difícil vencerle si se defendiera,
ya que era fuerte, iba bien armado y montaba un buen caballo; pero
que, como había hecho un voto, no quería oponerles resistencia,
de modo que les entregaría sin lucha lo que desearan tomar
y sólo pedía que le prometieran no apagarle la vela.
Los bandidos, que habían esperado una ruda resistencia, quedáronse
contentísimos ante la proposición de Raniero y empezaron
a desvalijarle. Le quitaron la armadura, el corcel, las armas y el
dinero. Sólo le dejaron la tosca capa y los dos haces de velas.
Pero su promesa de no apagar la luz, la mantuvieron honrosamente.
Uno de ellos, que cabalgaba ya, montado a la grupa sobre el magnífico
caballo de Raniero, se sintió compadecido, y le dijo:
Mira, no queremos ser demasiado crueles con un cristiano. Para
que puedas continuar la marcha te daré mi caballo.
Era éste un penco lamentable y enfermizo, y a juzgar por sus
movimientos, torpes y rígidos, más bien parecía
de madera.
Cuando los malvados se alejaron y Raniero se preparaba a montar tan
miserable penco, se dijo para sí:
Esta llama debe haberme embrujado, verdaderamente; sólo
por ella voy por estos caminos como un loco pordiosero.
Él mismo creyó que lo más prudente sería
volverse, ya que su empresa era, realmente, irrealizable. Pero un
vehemente deseo de llevarla a cabo se apoderó de él.
Continuó, pues, su camino; en torno suyo veía siempre
las mismas peladas colinas amarillentas.
Al cabo de un rato pasó junto a un joven pastor que guardaba
cuatro cabras. Cuando Raniero vio triscar a los animales aquellos
por el pelado campo, se preguntó si no estarían pastando
tierra.
Aquel pastor había poseído un gran rebaño, que
los cruzados habíanle robado, por lo que, cuando veía
pasar a un cristiano solo, procuraba causarle todo el daño
posible. Abalanzóse sobre él y drigió su cayado
contra la vela.
Raniero se hallaba tan ocupado con la llama, que no pudo defenderse
contra el pastor. Lo que hizo fue acercar la vela más hacia
sí para protegerla. El pastor volvió a descargar nuevos
golpes; pero de pronto se detuvo altamente asombrado, pues la capa
de Raniero se había incendiado sin que éste intentara
hacer nada para apagar el fuego.
Entonces el pastor pareció avergonzarse de su acción.
Durante un rato siguió tras Raniero y por un lugar en que el
camino se estrechaba demasiado, entre dos barrancos, tomóle
el caballo por las riendas.
Raniero pensó sonriendo que el pastor le tomaba, indudablemente,
por un santo varón que hacía penitencia. Al anochecer,
Raniero encontró en su camino a mucha gente. Por la noche se
había extendido a lo largo de la costa el rumor de la caída
de Jerusalén y muchas gentes se disponían a dirigirse
allí. Eran peregrinos que hacía ya muchos años
que venían acechando la oportunidad de entrar en Jerusalén,
y gentes recién desembarcadas, y, sobre todo, mercaderes que
acudían cargados de provisiones.
Cuando los grupos percibieron a Raniero, que iba montado a caballo,
de espaldas, empuñando una vela encendida, empezaron a gritar:
¡Al loco, al loco!
La mayor parte de los que acudían eran italianos, y Raniero
oyó que le gritaban en su propia lengua:
¡Pazzo, pazzo! 1
Raniero, que durante todo el día había logrado reprimirse,
empezó a impacientarse al oír aquellos gritos incesantes.
E inclinándose sobre la silla empezó a repartir puñetazos.
Cuando las gentes se apercibieron de lo duros que eran los puños
de aquel hombre, se pusieron en precipitada huida, de modo que pronto
quedóse solo en la carretera.
Volvió a reprimirse y se dio cuenta de que aquellas gentes
tenían toda la razón al tomarle por loco, y se puso
a buscar la vela sin saber qué había sido de ella. Por
fin la encontró caída en un hoyo al borde del camino.
La llama se había apagado; pero allí cerca vio brillar
algo de luz y observó que se trataba de un poco de hierba seca
que ardía. Al punto advirtió que la suerte le era propicia,
pues la vela, antes de apagarse había prendido en aquellos
matorrales.
Esto hubiera tenido un final lastimoso, después de tantas
fatigas pensó encendiendo de nuevo la vela en su propio
fuego y volviendo a monta a su caballo. Hallábase muy humillado
y ahora estaba convencido de que su peregrinación no tendría
feliz éxito.
Al anochecer llagó Raniero a Ramle y buscó allí
un albergue en donde solían pasar la noche las caravanas. Era
un gran patio cubierto. En torno a él había varios cobertizos
que servían de refugio a los caballos de los viajeros. Allí
no había habitaciones y las gentes tenían que dormir
junto a sus caballerías.
Estaba ya todo lleno; pero el posadero dispuso un sitio para Raniero
y su caballo. Trajo también comida para el caballero y pienso
para el caballo.
Viéndose Raniero tan bien tratado, se dijo:"Estoy por
creer que los bandidos me han hecho un favor con quitarme la armadura
y el caballo. Es indudable que voy más seguro si me toman por
loco".
Cuando Raniero hubo arreglado su caballo en el establo, sentóse
sobre un montón de paja, con la vela encendida entre las manos.
Había resuelto pasar la noche sin dormir.
Pero apenas se hubo sentado, se adormeció. Estaba tan terriblemente
cansado que se tendió cuan largo era y durmió hasta
el amanecer.
Al despertar, vio que había desaparecido la vela, que no pudo
encontrar en parte alguna. Entonces, se dijo: "Alguien debe habérmela
quitado".
Y quiso convencerse a sí mismo de que se alegraba de lo sucedido,
porque en rigor se había propuesto un imposible.
Pero este pensamiento le causó cierto desfallecimiento y una
gran angustia.
Jamás había tenido tantos deseos de realizar una empresa
como en aquella ocasión.
Sacó su caballo, lo peinó y le puso la silla.
Cuando hubo terminado se le acercó el posadero con una vela
encendida, y le dijo en dialecto franco:
Anoche tuve que quitarte esta luz de la mano, porque te habías
dormido profundamente; pero aquí te la devuelvo.
Raniero no le hizo observar lo que sentía, y dijo con sosiego:
Has hecho bien en apagar la luz.
No la he apagado dijo el hombre. Vi que la habías
traído encendida y yo supuse que era de gran interés
para ti que siguiera ardiendo. Si te fijas en lo que se ha acortado,
reconocerás que la vela ha estado ardiendo toda la noche.
El rostro de Raniero irradió de alegría. Se lo agradeció
al posadero de todo corazón y montó a caballo con el
mejor humor.
IV
Raniero partió de Jerusalén con la intención
de embarcarse en Jaffa para Italia. Pero cambió de propósito
cuando los bandidos le hubieron robado todo el dinero, y entonces
dispuso su camino por tierra.
Era un largo viaje. Desde Jaffa hacia el norte recorrió todo
lo largo de la costa siria. Después continuó el camino
hacia el oeste, a lo largo de la península de Asia Menor. Y
nuevamente volvió hacia el norte, hacia Constantinopla. Desde
allí le quedaba todavía un buen trecho hasta Florencia.
Durante todo este tiempo Raniero vivió de limosnas.
Casi siempre eran peregrinos que acudían en legiones hacia
Jerusalén, los que repartían con él su escaso
pan cotidiano. Aunque Raniero iba solo casi siempre, no se aburría.
Bastante tenía con cuidar de su luz. Bastaba un golpe de viento
o una gota de lluvia, para que todo terminase.
Mientras Raniero iba por los solitarios caminos procurando mantener
la llama de su vela, acordóse de que en cierta ocasión
había visto a un hombre cuidando de algo tan delicado como
una llama. Al principio, el recuerdo aparecía tan borroso que
creyó haberlo soñado solamente. Pero a medida que fue
avanzando por la vasta llanura, se le incrustó esta idea en
la cabeza cada vez más, de modo que quedó completamente
convencido de haber visto en su vida algo semejante.
Tengo la impresión de haber oído hablar de ello
pensó.
Cierta tarde entró Raniero en una ciudad. Terminada la hora
del trabajo, las mujeres estaban a las puertas de sus casas esperando
la vuelta de sus maridos. Una de ellas era muy esbelta y tenía
los ojos severos. Al verla pensó en Francesca degli Uberti.
Y de repente aclarósele lo que no lograba recordar.
Pensó que el amor de Francesca era semejante a una llama que
ella hubiera deseado mantener siempre encendida, viviendo en continuo
temor, miedosa de que Raniero pudiera apagarla en su corazón.
Él mismo se asombró de este pensamiento, pero hubo de
convencerse cada vez más de que tal era la verdad. Y comprendió
por vez primera por qué le había abandonado Francesca,
y que su fama guerrera no bastaría para volver a conquistarla.
El viaje de Raniero avanzaba muy lentamente, debido en gran parte
a que tuvo que interrumpirlo varias veces a causa del mal tiempo.
Se instalaba entonces en cualquier parador público y vigilaba
la llama. Aquellos fueron días muy pesados.
Cabalgando Raniero un día a través del Líbano,
se dio cuenta de que se aproximaba una tormenta. Hallábase
a gran altura, entre horribles barrancos y abismos, muy alejado de
toda morada humana. Por fin llegó a una roca aislada, una tumba
sarracena. Era una pequeña edificación cuadrangular
de piedra, con un techo abovedado. Raniero creyó que lo mejor
era buscar refugio allí.
Acababa de entrar cuando se desencadenó una fuerte ventisca
qué duró dos días enteros. Al mismo tiempo, el
aire se tornó tan intensamente frío que Raniero estuvo
a punto de quedar helado.
No ignoraba que en el monte había ramaje más que suficiente
para encender una hoguera y calentarse; pero consideraba la llama
de la vela tan sagrada que no quería encender con ella otra
cosa que los cirios del altar de la Santísima Virgen.
Y la tempestad adquiría cada vez más violencia, y eran
cada vez más espantosos los truenos y relámpagos.
Al caer un rayo en un árbol cerca de la tumba, lo encendió,
con lo qué Raniero tuvo fuego para calentarse, sin profanar
la sagrada llama.
Cuando Raniero peregrinaba por un paraje desierto de Cilicia, sus
velas estuvieron a punto de agotarse. Su provisión de Jerusalén
hacía tiempo que se había consumido. Pero no se había
apurado por ello, pues de vez en cuando pasaba por colonias cristianas,
donde, mendigando, pudo adquirir nuevas velas.
Pero ahora se le habían terminado y temía que su peregrinación
tuviera un fin harto prematuro.
Cuando la vela se hubo consumido tanto que la llama casi le quemaba
la mano, saltó del caballo, reunió cuanta hierba seca
pudo y la encendió con el cabito que le quedaba. Pero en la
desierta montaña había poco combustible y el fuego iba
a extinguirse.
Mientras Raniero se desesperaba viendo que la llama iba a apagarse
forzosamente, oyó por el camino cantos piadosos y vio que una
procesión de peregrinos subía por la montaña
con velas encendidas. Iban hacia una caverna en la que habitaba un
santo, y Raniero se unió a ellos, entre los que se hallaba
una anciana que andaba penosamente, y a la que ayudó Raniero
a subir la montaña.
La pobre anciana le dio las gracias, y Raniero le pidió por
señas su vela; ella se la entregó inmediatamente, y
los demás siguieron este ejemplo, regalándole las velas
que llevaban.
A todo correr bajó por el sendero, y después de haber
apagado todas las luces encendió una vela en el rescoldo del
fuego que había encendido con la llama sagrada.
En una ocasión, hacia el mediodía, hacía tanto
calor que Raniero se tumbó rendido sobre un espeso matorral.
No tardó en dormirse profundamente; la vela se hallaba colocada
junto a él, entre unas piedras. A poco de quedarse dormido
empezó a llover y la lluvia siguió arreciando hasta
que Raniero despertó. El suelo se hallaba mojado en torno suyo,
y apenas osó mirar a la vela, temeroso de hallarla apagada.
Pero la llama brillaba silenciosa y tranquila en medio de la lluvia
y Raniero se dio cuenta de la causa de aquel fenómeno: dos
pajarillos revoloteaban por encima de la llama. Acariciándose
mutuamente con los piquitos, protegían la sagrada luz con sus
alas extendidas.
Raniero tomó en seguida su sombrero para defender la vela de
la lluvia; después tendió la mano a los pajarillos deseoso
de acariciarlos. Y los animalitos no volaron, sino que se dejaron
coger por él. Raniero quedó asombrado de que aquellas
aves no le tuvieran miedo alguno, y se dijo: "Piensan tal vez
en que no tengo otro pensamiento que proteger la cosa más delicada,
y por eso no me temen".
Raniero llegó a las cercanías de Niquea. Allí
encontró a algunos caballeros llegados de Occidente, que conducían
un nuevo ejército de auxilio hacia Tierra Santa. Entre ellos
se encontraba Roberto Taillefer, que era un trovador que recorría
el mundo como caballero andante.
Cuando Raniero, con su deshilachada capa de peregrino, pasó
junto a ellos con la vela encendida, los soldados, lo mismo que cuantos
le habían visto a lo largo de los caminos, empezaron a gritar:
¡Al loco, al loco! Pero Roberto Taillefer les hizo
callar, y preguntó al caballero:
¿Vienes de muy lejos?
Y Raniero le contestó:
Vengo de Jerusalén.
¿Sin que se haya apagado tu vela?
En mi vela arde todavía la llama que encendí en
Jerusalén contestó Raniero.
Entonces, Roberto Taillefer le dijo:
También yo llevo una llama, y quisiera conservarla ardiendo
eternamente. Tal vez tú, que desde Jerusalén has traído
hasta aquí tu vela encendida, puedas indicarme qué debo
hacer para que no se extinga.
Problema harto difícil es, aunque parezca sencillo. No
os aconsejaría que emprendiérais empresa semejante,
pues esta pequeña llama exigiría que lo abandonárais
todo, que pensárais sólo en ella.
Ninguna otra alegría, por noble que sea, debe llenar
vuestro corazón repuso el caballero.
Si os aconsejo que desistáis de realizar esta peregrinación
que yo hago, es, principalmente, por mi deseo de evitaros esta sensación
de constante incertidumbre que me acompaña. Sean cuales fueren
los peligros que lográreis sortear, no encontraríais
jamás un momento de seguridad para vuestra llama; siempre habríais
de vivir con la zozobra de que el instante próximo habría
de robárosla.
Pero Roberto Taillefer levantó la cabeza y dijo con orgullo:
Lo que tu has hecho por salvar tu llama, sabré hacerlo
yo por la mía.
Raniero había llegado a Italia. Un día cabalgaba por
un solitario sendero de la montaña. Una mujer se le acercó
presurosa y le pidió fuego.
Nuestro fuego se ha apagado y mis hijos tienen hambre. Préstame
el fuego de tu vela para que yo pueda encender mi hogar y cocer pan
para los míos.
Y extendió la mano hacia la vela; pero Raniero se la negó,
porque quería que aquella llama no encendiera más que
las velas del altar de la Virgen.
Mas la mujer, le dijo:
Dame fuego, peregrino, pues la vida de mis hijos es la llama
que debo mantener encendida!
Y en virtud de aquellas palabras dejó Raniero que encendiera
la torcida de su lámpara en la sagrada llama.
Unas horas más tarde iba Raniero por una aldea. Estaba situada
en lo alto de la montaña, y hacía un frío intensísimo,
Un joven labrador se le acercó y contempló al pobre
caballero cubierto con sus harapos de peregrino. Rápidamente
quitóse la corta capa y se la arrojó. Pero la capa cayó
precisamente sobre la luz y apagó la llama.
Entonces Raniero pensó en aquella mujer que le había
pedido fuego. Rápidamente desanduvo un buen trecho, y volvió
a encender la vela en el sagrado fuego.
Cuando se disponía a continuar el camino, le dijo:
Tú decías que la llama que está bajo tu
custodia es la vida de tus hijos. ¿Podrías decirme el
nombre de la que yo llevaba?
¿Dónde fue encendida? preguntó la
mujer.
En la tumba de Cristo contestó Raniero.
Entonces, su nombre sólo puede ser clemencia y amor al
prójimo.
Raniero sonrió al oír esta respuesta, porque no comprendía
que precisamente él tuviera que representar tales virtudes
y ser su peregrino.
Raniero cabalgaba por deliciosas cordilleras azuladas, cuando observó
que se encontraba en las cercanías de Florencia. Pronto, pues,
terminaría su misión, y ante esta idea recordó
su tienda de Jerusalén, rebosante de botín de guerra,
y a sus valientes compañeros de cruzada, que tanto se alegrarían
al verle de nuevo entre ellos dispuesto a reanudar el oficio de las
armas para conducirles a la victoria.
Raniero se dio cuenta de que este pensamiento no le causaba la menor
satisfacción. Sus ideas iban tomando un rumbo muy distinto.
Y por primera vez reconoció que ya no era el mismo que partió
a la conquista de Jerusalén. Aquella peregrinación,
con su vela encendida, habíale enseñado a amar todo
cuanto era paz, compasión y cordura, y a aborrecer la violencia
y el latrocinio.
Ya en su patria causábale gran placer encontrar gentes que
trabajaban en la paz de su hogar, lo que le hizo sentir la necesidad
de incorporarse a su viejo taller para producir bellas obras de arte.
No cabe duda; esta llama me ha transformado por completo se
decía, ha hecho de mí otro hombre.
V
Cabalgando de espaldas, con la capucha echada sobre la cara y sosteniendo
la vela encendida en la mano, Raniero entró en Florencia por
la Pascua.
Apenas traspuesta la puerta de la ciudad, le recibió un mendigo
con la consiguiente exclamación:
¡Pazzo, pazzo!
A los gritos del mendigo pronto se unieron los de un pillete y un
vagabundo que yacían todo el día en el suelo contemplando
el desfile de las nubes:
¡Pazzo, pazzo!
Este alboroto bastó para atraer otras gentes y multitud de
chiquillos que salían de todos los rincones y que, al ver a
Raniero haraposo y en tal guisa sobre el ruin caballejo, le gritaban
también:
¡Pazzo, pazzo!
Pero Raniero habíase habituado a que le llamaran así,
y prosiguió tranquilamente a través de las populosas
calles sin prestar oídos a semejantes gritos.
Mas hubo uno que, no contento con gritar, se abalanzó sobre
el peregrino dispuesto a arrebatarle la vela, y Raniero limítóse
a elevar el brazo para que no le apagara la llama y a espolear su
jamelgo para huir de aquella multitud, lo que no podía lograr
por cuanto todos se lanzaron en su persecución más decididos
cada vez a apagarle la candela.
Cuánto más se esforzaba Raniero por salvar la llama,
más se enardecía la multitud. Los más atrevidos
saltaban sobre las espaldas de los otros, hinchaban cuanto podían
los carrillos y soplaban con fuerza. Al fracasar, arrojaban sus gorras;
pero, por ser tantos los que pretendían extinguir la llama,
tal vez nadie lo conseguía.
En la calle reinaba un alboroto tremendo. En las ventanas desternillábanse
de risa muchos espectadores y hasta los fieles que se encaminaban
a la iglesia deteníanse gozosos ante aquel espectáculo.
Raniero habíase puesto de pie sobre la silla para mejor defender
la llama y como habíasele caído la capucha aparecía
al descubierto su faz, pálida y demacrada como la de un mártir.
La diversión pública degeneró en tumulto. Hasta
las personas mayores empezaron a tomar parte activa en el suceso,
sin exceptuar a las mujeres que agitaban sus mantillas para apagar
la vela.
Así llegó Raniero junto al balcón de una casa
donde asomábase una mujer. Ésta inclinóse sobre
la baranda y le arrebató la vela al peregrino; penetrando apresuradamente,
tras esto, en la habitación.
En la calle resonaron grandes carcajadas de júbilo, y Raniero,
por la fuerte impresión recibida, se tambaleó en la
silla y se desplomó al suelo.
Al verle tendido, como exánime, la multitud se dispersó
como por arte de encantamiento. Nadie socorría al caído;
sólo el caballo permanecía junto a él.
Cuando la calle quedó desierta salió de su casa Francesca
degli Uberti con una vela encendida en la mano.
Seguía tan bella como siempre; sus rasgos tenían una
expresión suave y sus ojos eran profundos y severos.
Se acercó a Raniero e inclinóse sobre él. Estaba
inmóvil; pero tan pronto como el reflejo de la llama hirió
su rostro, se movió y levantóse. Parecía completamente
fascinado por aquella llama. Cuando Francesca vio que recobraba el
conocimiento, le dijo:
Aquí tienes tu vela. Te la he arrebatado porque comprendí
que te interesaba mantenerla encendida. No pude ayudarte de otro modo.
Raniero había quedado magullado y molido por la caída;
pero ya nada debía detenerle. Levantóse lentamente,
quiso andar, vaciló y estuvo a punto de volver a desplomarse.
Entonces intentó montar a caballo. Francesca le ayudó
¿Adónde quieres ir? le preguntó cuando
estuvo sentado nuevamente en la silla.
Quiero ir a la Catedral respondió.
Entonces, vamos, porque yo también voy a misa dijo
cogiendo el caballo por las bridas.
Francesca había reconocido a Raniero inmediatamente; pero no
él a su esposa, pues no tuvo tiempo ni intención de
contemplarla.
Durante todo el camino permanecieron silenciosos. Raniero sólo
pensaba en su llama y en el modo de mantenerla segura durante estos
últimos momentos. Francesca no se atrevía a pronunciar
palabra porque en su corazón abrigaba el temor de que Raniero
había vuelto loco a su patria. De un momento a otro esperaba
ver confirmados sus temores.
Al cabo de un rato oyó Raniero un sollozo y vio a Francesca
degli Uberti que caminaba sollozando a su lado. Pero Raniero sólo
la contempló un momento, sin decirle palabra alguna. Quería
pensar en la llama únicamente.
Se hizo conducir a la sacristía. Allí bajó del
caballo y dio las gracias a Francesca por su ayuda, sin fijarse en
ella por no apartar la vista de la llama. Y penetró completamente
solo en la sacristía en busca del sacerdote.
Francesca entró en la iglesia. Era el Viernes Santo que precede
a la semana de Pascua y en señal de luto todas las velas se
hallaban apagadas en sus altares. Francesca sentía que la llama
de la esperanza que había ardido en ella, también hallábase
extinguida.
En la Iglesia reinaba animación. Muchos sacerdotes se hallaban
ente los altares. En el coro había sentados, numerosos canónigos
presididos por el obispo.
Momentos después observó Francesca cierta excitación
entre los sacerdotes. Casi todos los que no tomaban parte en la misa
levantáronse y se encaminaron a la sacristía. Por último,
les siguió el obispo.
Cuando la misa hubo terminado, acercóse al coro uno de los
sacerdotes y habló a los fieles. Les informó de que
Raniero di Ranieri había traído a Florencia fuego sagrado
de Jerusalén. Narró las aventuras y padecimientos que
había soportado el caballero por el camino, y le ensalzó
con entusíasmo.
Los fieles quedaronse asombrados ante aquellas palabras. Francesca
no había vivido jamás una hora más feliz.
¡Oh, Dios! Ésta es una felicidad mayor de la que
yo puedo soportar susurró como un suspiro.
Al escuchar aquella peroración, sus ojos vertían lágrimas.
El sacerdote habló largo tiempo, entusiasmado. Por último,
exclamó con voz potente:
Quizá os parezca cosa insignificante el haber traído
una llama hasta Florencia. Mas yo os digo. Rogad a Dios para que conceda
a Florencia muchos portadores del fuego eterno, porque entonces nuestra
ciudad alcanzará más gloria y poderío que todas
las ciudades.
Cuando el sacerdote hubo terminado su peroración abriéronse
de par en par las grandes puertas de la catedral, y una procesión
espléndida e improvisada hizo irrupción en el templo.
Canónigos, monjes y sacerdotes atravesaron la nave central
hacia el altar mayor. El último era el obispo, y a su lado
se hallaba Raniero envuelto en la misma capa que había llevado
durante toda su peregrinación.
Cuando éste hubo traspuesto el umbral de la iglesia, alzóse
un anciano y se acercó a él. Era Oddo, el padre de aquel
pobre muchacho que por culpa de Raniero se había ahorcado.
Cuando el anciano hallóse ante el obispo y Raniero, se inclinó
y dijo en voz tan alta que pudieran oírle todos los fieles
reunidos en la iglesia:
Es un acontecimiento para Florencia el que Raniero haya traído
fuego sagrado de Jerusalén. Una cosa semejante no ha acontecido
nunca, y como tal vez haya alguien que crea que esto no es posible,
ruego a todos los reunidos que pidan a Raniero pruebas y testimonios
que acrediten la verdad de que este fuego ha sido encendido, efectivamente,
en Jerusalén.
Al escuchar estas palabras, Raniero exclamó:
¡Que Dios me ayude! No tengo testigos. La peregrinación
la emprendí solo. Para ello sería preciso que vinieran
los desiertos y los yermos a ofreceros su testimonio.
Raniero es un hombre leal dijo el obispo y creemos en
su palabra.
Raniero podía haber supuesto que el hecho daría
lugar a dudas; no debía haber cabalgado solo. Sus escuderos
podrían, pues, dar testimonio - replicó Oddo.
Entonces, Francesca degli Uberti se destacó de la multitud,
y dijo:
¿Para qué testigos? Todas las mujeres de Florencia
se hallan dispuestas a jurar que Raniero dice la verdad.
Raniero sonrióse y su cara resplandeció un momento.
Pero nuevamente volvió a dirigir sus pensamientos y su mirada
a la llama.
Prodújose entonces un gran tumulto en la iglesia. Algunos sostenían
que Raniero no debía encender las velas del altar antes de
que estuviera comprobada la verdad de sus palabras, y a éstos
uniéronse muchos de sus antiguos enemigos.
Entonces levantóse Jacobo degli Uberti y habló en favor
de Raniero.
Todos saben que no es grande la amistad que le profeso a mi
yerno; pero ahora debemos defenderle tanto mis hijos como yo. Creemos
que, en efecto, ha realizado esta proeza, y comprendemos que el que
ha sido capaz de ello es un hombre sensato, prudente y noble. Por
este motivo le recibiremos con alegría entre nosotros.
Pero Oddo y otros muchos no se dejaron convencer.
Raniero comprendió que en caso de pelea, sus enemigos atentarían,
ante todo, contra su luz. Y mientras clavaba la mirada en sus adversarios,
alzó la vela por encima de su cabeza cuanto le fue posible.
Estaba pálido como la muerte y parecía desesperado.
Sólo esperaba la derrota final, aunque procuraba prolongar
el momento todo lo posible. ¿De qué le serviría
poder encender la llama? Las palabras de Oddo habían sido un
golpe mortal para él, al sembrar la duda. Era como si Oddo
hubiera apagado su llama para siempre.
Un pajarillo entró revoloteando por el gran portal del templo.
Voló precisamente en dirección a la vela de Raniero,
quien no habiendo podido apartarla a tiempo hubo de ver cómo
el avecilla chocaba con ella y la extinguía.
Raniero bajó el brazo, y las lágrimas brotaron de sus
ojos. Pero en seguida sintió cierto alivio. Esto era preferible
a que las gentes apagaran la llama.
El pajarillo prosiguió su alocado vuelo por el interior de
la iglesia, tal como suelen hacerlo los pájaros que penetran
en un espacio cerrado.
De pronto una exclamación vibró por toda la iglesia:
¡El pajarillo, arde! ¡La llama sagrada ha encendido
sus alas!
El pajarillo piaba temeroso. Revoloteó unos momentos de acá
para allá como una llama errante bajo la alta bóveda
del coro y, por último, cayó muerto ante el altar de
la Madonna.
En aquel momento se hallaba Raniero junto a él. Se había
abierto paso entre la multitud; nada había podido detenerle.
Y en las llamas que tostaban las alas del pajarillo encendió
las velas del altar de la Madonna.
Entonces el obispo alzó su cetro, y exclamó:
¡Dios lo ha querido! ¡Dios nos ha dado su testimonio!
Y todo el pueblo, reunido en la iglesia, tanto sus amigos como sus
adversarios, olvidaron sus dudas y su asombro y estupefactos ante
aquel milagro divino, exclamaban:
¡Dios lo ha querido! ¡Dios nos ha dado su testimonio!
De Raniero queda todavía por relatar que gozó de mucha
felicidad y consideración durante toda su vida. Fue prudente,
sensato y compasivo. Pero el pueblo de Florencia continuó llamándole
Pazzo degli Ranieri en recuerdo de haberle tomado por loco. Y
esto fue para él un título de honor. Raniero convinióse
en el tronco de una estirpe que tomó el nombre de Pazzi
y que todavía existe.
Hay que recordar también que desde entonces en Florencia se
inició la costumbre de celebrar una fiesta anual el Viernes
Santo en conmemoración de la vuelta de Raniero a Florencia
con el fuego sagrado, y en dicha fiesta se hace volar siempre por
la Catedral un pájaro artificial encendido. También
este año se habrá celebrado la fiesta, de no haberse
iniciado alguna variación.
Si es verdad como muchos suponen que los portadores de
fuego sagrado que han vivido en Florencia y hecho de esta ciudad una
de las más magníficas de la Tierra, han tomado a Raniero
por modelo, encontrando en su ejemplo valor para sacrificarse y sufrir
abnegadamente, es cosa que queremos pasarla en silencio.
Pero la eficacia de aquella luz emanada de Jerusalén en los
tiempos tenebrosos es incalculable.
1 ¡Loco, loco!
[N. del T.]
|