El prisionero de sí mismo |
I El castigo no me parecería completo si no contase
a los demás, antes de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil
que pueda parecer a los hombres sanos, creo que será leída
con provecho por aquellos que no sientan repugnancia a estudiar el
alma humana. Cuando cometí el primer delito, tenía poco menos de
veinticuatro años y, sin embargo, mi habilidad en ocultar actos
y sentimientos me sorprendía a mí mismo. Mi mayor placer,
incluso de niño, era el hacer algo sin que los demás
se diesen cuenta. Se trataba, al principio, de cosas inocentes que
hubiera podido hacer muy bien delante de todos sin miedo a recriminaciones,
pero mi alegría no consistía en realizar aquellas acciones,
sino en conseguir esconder lo que había hecho. Al correr de
los años, creciendo la fuerza y el ingenio, las pequeñas
cosas ya no me fueron suficientes. El riesgo era demasiado inocente
para excitar mi imaginación, y me veía obligado siempre
a usar expedientes que me parecían, a fuerza de costumbre,
demasiado sencillos. Me decidí entonces a cometer un delito de tal manera que el
asesino quedase para siempre desconocido. Rico y poco ambicioso, no
tenía ningún motivo particular para robar o matar y
me vi obligado a elegir, como primera víctima, a un buen hombre
que apenas conocía y que habitaba a pocos pasos de mi casa.
Durante muchos días estudié el mejor modo para realizar
sin peligro la repugnante obra. Preví todos los casos, todos
los contratiempos, todos los incidentes; preparé, con exacto
cuidado, mi coartada y los instrumentos de la ejecución. El
día fijado por mí, el hombre fue encontrado muerto en
su habitación. El delito conmovió a toda la ciudad, porque nadie comprendía
el motivo del homicidio, el método usado por el asesino para
no ser descubierto. Nada había sido tocado en la casa del asesinado
y no había indicio alguno para seguir la pista del culpable. Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo
no más de cuatro o cinco veces al año realizando
similares y bien calculadas supresiones. En poco más de dos
años murieron misteriosamente a mis manos: dos muchachas, un
cura, un mozo de cuerda borracho; tres jóvenes bien vestidos,
de los cuales no supe nunca el nombre ni la condición; una
patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor mío
y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas, fingía
ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos viajes
por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido
cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad,
venían con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos
y dos o tres jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en
diversas ciudades y con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos
vulgares, como el cuchillo y el revólver, y prefería
procedimientos más refinados e indirectos para procurar la
muerte: ahogar en el agua, envenenamiento a pequeñas dosis,
inoculación de enfermedades incurables o fulminantes, incendios,
caídas en apariencia casuales, escapes de gas, y otros semejantes.
Había adquirido, en el manejo de estos medios, una seguridad
que muchos asesinos profesionales me habrían envidiado. Prescindiendo
siempre de cómplices y guardándome mucho de coger nada
que perteneciese a las víctimas, aunque se tratase de ricos,
no corrí jamás peligro de ser descubierto. No teniendo
rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero, podía
acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me
dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente,
aunque la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese
el terror de mis conciudadanos y la obstinación de la Policía,
no me ocurrió nunca que se sospechase de mí, ni que
fuese interrogado. Mi vida, un poco extraña, de aficionado
rico y vagabundo, me ocultaba enteramente. Había llegado a
ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar, ni aun lejanamente,
una señal de mi actividad delictiva, no quise leer nunca ni
las memorias de Canler, ni de otros célebres polizontes, ni
las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni
tampoco el famoso libro de De Quincey, cuyo título El
asesinato considerado como una de las bellas artes me atraía
mucho. Esta vida duró casi tres años y estaba a punto de cumplir
los veintisiete cuando cambió de repente mi doble existencia. Un día me di cuenta de que no conseguía ver de los
hombres más que los ojos. En las casas, en los cafés,
por la calle, en todas partes me sentía forzado a mirar fijamente
los ojos de aquellos que estaban o pasaban cerca de mí. Todos
los seres humanos se convirtieron para mí en una multitud de
órbitas blancas y pupilas curiosas. Ojos abiertos y redondos
de buenas y sencillas gentes; ojos claros y serenos de jovencitas
no enamoradas todavía; ojos negros, profundos y viciosos, que
parecían esperar la noche; ojos celestes y velados de niños;
ojos pardos, pero apasionados, de hombres que ya no eran jóvenes;
ojos mortecinos e hinchados de noctámbulos; ojos falsos y ojerosos
de mujeres; ojos entornados, casi expirantes, entre los párpados
enrojecidos por el llanto, o legañosos por la enfermedad; todos
los ojos del mundo vi en torno mío, fijos en mí, en
esos días. Me parecía que los cuerpos habían
desaparecido, y que en el mundo existían únicamente
ojos, ojos separados de todo, que se movían aquí y allá
para mirarme. Tenía la impresión de que todos aquellos
ojos me espiaban para descubrir lo que hacía. Compliqué el misterio y redoblé las precauciones, pero
apenas me hallaba fuera de casa, sentía sobre mí las
miradas de amenaza o de burla, como si todos hubiesen "visto"
mi vida secreta, y me parecía que me hallaba todavía
libre, únicamente para que todas aquellas infinitas pupilas
pudiesen disfrutar de mi terror. Esta sensación, como pude
persuadirme más tarde, no tenía una fundada realidad,
porque ninguno de ellos dio muestras de haber descubierto lo que había
hecho, y a nadie se le ocurrió vigilarme o acusarme. Pero, desde aquel momento, martirizado por aquel íncubo, experimenté
una gran irritación contra mí mismo. Hasta entonces
había cometido mis homicidios con fría calma y sin sombra
de remordimiento, y únicamente cuando el mundo estuvo poblado
para mí tan sólo de ojos, comprendí claramente
que era un monstruo peligroso que merecía el castigo. Además,
después de los primeros delitos tan bien tramados, el placer
de ocultarlos se había amortiguado mucho. Preparar un homicidio
impunible era para mí una cosa tan fácil que todo riesgo
había ya desaparecido, y experimentaba entonces muy poco gusto
leyendo en los periódicos las investigaciones inútiles
de la justicia. El delito ya no me divertía. ¿Qué
otra cosa podía hacer? Todo lo demás no vale la pena
de que sea ocultado. Una sola cosa "nueva" podía hacer: castigarme. Pero
¿cómo? No tuve ni un solo momento la intención
de denunciarme. Mis coartadas eran tan ingeniosas, todos los instrumentos
y documentos habían sido tan cuidadosamente destruidos, que
no podía esperar que consiguiese persuadir a la Policía
ni a los jueces. Me hubieran creído loco y me habrían
encerrado en un manicomio, donde no hubiera tenido la suficiente tranquilidad
para una verdadera expiación. Pensé que la pena debía ser oculta como la culpa y
que debía esconder la prisión como había escondido
los delitos. Yo mismo fui mi acusador, mi juez, mi defensor. Revisé
uno a uno mis asesinatos, todas las circunstancias en que los había
cometido; los cálculos, las premeditaciones y las circunstancias
agravantes; mi dura crueldad, mi hipocresía monstruosa. Consideré
los sufrimientos de las víctimas, las lágrimas y los
daños de los que habían quedado, la piedad y el pavor
de los ciudadanos, las inútiles fatigas de la Policía,
los gastos del Estado, y todo lo demás que había arrostrado
sin temblar. Me defendí cuanto pude con todos los sofismas
aprendidos en Stendhal, en Stirner, en Nietzsche, en Oscar Wilde y
en otros inmoralistas más oscuros; pero de nada valieron los
subterfugios de mi inteligencia contra la convicción de mi
alma. Los ojos de los hombres habían despertado mi conciencia:
había destruido muchas vidas humanas y debía ser castigado
sin piedad. Cuando habló en mí el juez, reconocí inmediatamente
que la muerte no era una pena suficiente. El suicidio es un castigo
demasiado rápido y por eso poco doloroso. Es más bien
la liberación que el castigo. No quedaba más que la
completa separación de los hombres, para siempre o por largo
tiempo. Confieso que no tuve el valor de condenarme a cárcel perpetua.
Después de algunas dudas me condené a treinta años
de completa separación. Tenía entonces veintisiete años:
habría podido volver al mundo, si la vida me hubiese durado,
a los cincuenta y siete años, cercano ya a la muerte. Apenas dictada la sentencia, pensé cumplirla inmediatamente.
Vendí lo que poseía en la ciudad y busqué en
el campo una casa que se prestase para mi propósito. Después
de semanas de investigaciones, tuve la suerte de poder comprar un
caserón de feo aspecto, en el fondo de un valle solitario,
que había sido antiguamente un castillo lindero. Lo único
sólido que había quedado era una tosca torre de piedra
que servía de granero y, en lo alto, de palomar. Habilité
lo mejor que pude la estancia más alta de la torre, hice construir
una puerta maciza con cerraduras perfeccionadas, cerré la única
ventana con gruesos barrotes de hierro, hice llevar una camita de
hierro, un taburete, una mesa, una jarra, una palangana, un espejo
y cuatro libros. Cuando todo estuvo dispuesto, busqué carcelero.
Encontré un joven campesino huérfano, no muy inteligente,
pero de confianza, al que asigné un salario que podía
cobrar solamente con mi firma, a condición de que viniese todos
los días a la torre para traerme agua y comida, y mantuviese
oculta a todos mi existencia. Por lo demás, la casa se hallaba
muy alejada de las carreteras y de los pueblos, y mi carcelero fingió
haberla alquilado para guardar el heno y la cebada. En la tarde de un límpido día de abril, después
de haber paseado por el campo respirando el aire puro y el perfume
de las flores, me encerré en la cárcel voluntaria y
entregué las llaves al campesino. Desde el primer día comprendí que había conseguido
lo que mi alma buscaba desde su nacimiento. Mi voluntad más
constante había sido la de esconder mi vida, pero hasta entonces
no había conseguido esconder más que "algunas"
de sus partes las más odiosas ciertamente, pero
pocas. Mucha parte de mi vida, aquella práctica, externa, animal,
social, se había desenvuelto ante los ojos de los otros, y
la mayor parte de mis actos habían sido un espectáculo
diario para los extraños. Cada uno de nosotros vive y "es
mirado" por alguien, y casi en todos los momentos es "actor"
para alguien: es entrevisto, visto, observado, espiado. Ahora, en
cambio ¡finalmente!, mi vida entera quedaba escondida
y secreta. Para todos los hombres, a excepción de uno, estaba
ausente, desaparecido, desconocido, como muerto. Seguía viviendo,
pero como encerrado en un ataúd, en un sepulcro, bajo la tierra,
fuera de la tierra. Podía pensar, pero nadie sabía nada
de mis pensamientos; podía hablar, pero nadie escuchaba mis
palabras; podía obrar, pero a nadie ver y contar acciones.
Desde aquel día, por treinta años, por trescientos sesenta
meses, por casi once mil días, estaría separado de los
hombres; sin ver una cara nueva, sin oír una voz conocida,
sin recibir un saludo lejano, sin ocuparme en un asunto, sin saber
lo que ocurre en el mundo. Cuando reapareciese entre los hombres,
ninguno me reconocería; todos los que conocí estarían
dispersos, desaparecidos, sepultados, y yo ya no comprendería
las palabras de los nuevos hombres, después de tantos años
de alejamiento y de mudanzas. Para el presente y el futuro mi vida quedaría absolutamente
ignorada para los hombres. Tenía pocos parientes y aun estos
lejanos; ninguno se daría cuenta de mi desaparición.
No tendría luz, no cantaría, no podría asomarme
a la ventana; nadie descubriría mi cárcel solitaria.
Confortado con estos pensamientos, pensé sin espanto en los
largos años que debería pasar encerrado para obedecerme
a mí mismo. Los primeros días pasaron rápidamente. En torno de
mi casa había campos pedregosos y poco reputados y, más
lejos, los espesos zarzales de los cerros y de las hayas. Los únicos
rumores eran pero raras veces las esquilas de las ovejas
y de las cabras, las canciones melancólicas del pastor y el
suspirar del viento entre los árboles. Únicamente cuando
soplaba la tramontana oía, por la mañana y por la tarde,
los tañidos desvanecidos de una campana. En los primeros tiempos estuve ocupado en el estudio de esos rumores.
Conseguí pronto distinguir los sonidos de las esquilas de los
diferentes rebaños que pastaban en las cercanías, las
voces de las pastoras, la dirección y la fuerza del viento
según el rumor de las hojas. Por la ventana no veía más que el cielo, el sol, las
nubes y alguna vez la luna y, apoyando el rostro contra la reja, podía
columbrar, muy a lo lejos, un breve horizonte de campos solitarios. Durante muchos meses seguí confusamente con la mirada los
momentos de la vida agreste, vi el verde tierno cambiarse en verde
oscuro, luego palidecer y aparecer el amarillo, luego reaparecer y
aparecer el rastrojo quemado, ennegrecerse las vides; rojas las hojas,
morenos los surcos; despojarse toda la campiña, cubrirse de
nieve y reaparecer, al fin, el verde tierno de la primavera. Pero
el estudio más dulce era seguir las mutaciones y los viajes
de las nubes, seguir el ritmo del viento entre las ramas y el de la
lluvia en el techo. Conocí todas las fases y los colores de
la luna: observé todas las gradaciones de la luz solar; descubrí
nuevos reflejos de auroras y nuevos desvanecimientos de crepúsculos.
El trocito de cielo y de tierra que podía contemplar era un
mundo que comenzaba a conocer en cada uno de sus átomos e instantes,
como Dios. Los seres vivientes me parecían desaparecidos del
mundo; algún pájaro que atravesaba "mi" cielo,
una oveja lejana, las manchas blancas de los bueyes, la cara apática
de mi campesino, eran las únicas cosas animadas que veía. En verano mi cárcel era menos solitaria. Las moscas, los mosquitos
y las abejas llegaban hasta mi torre y me dieron ocasión para
largas y aventureras cacerías; las pulgas invadieron mi lecho,
y su destrucción me ocupó durante muchas horas; un día
una luciérnaga parda llegó hasta mi ventana, y conseguí
hacerla prisionera y tenerla conmigo durante casi dos meses. Dos arañas
habían tejido sus telas entre las vigas del techo y me divertía
observando sus asechanzas y sus pacientes viajes de tejedoras. Tuve
también la bulliciosa visita de los vencejos, pero ninguno
hizo nido cerca de mí. En invierno la soledad fue absoluta. En la estancia sin calefacción,
y que yo no quería calentar hacia frío y me veía
obligado a permanecer en la cama incluso durante el día. La
mayor parte del tiempo estaba adormecido, pero en las horas de vigilia
¡pocas, pero qué largas! no podía
hacer más que estudiar minuciosamente mi prisión. Cuando
la primavera llegó, conocía palmo a palmo las seis superficies
que me encerraban. Cada vena de las vigas, cada grieta de los montantes,
cada desconchadura de la pared, cada agujero de los ladrillos me eran
tan perfectamente conocidos que los hubiera podido encontrar en la
oscuridad. Conté los ladrillos del suelo, los agujeros de las
paredes, las desconchaduras del techo, las manchas de orín
de los hierros; seguí, día por día, los síntomas
de envejecimiento de lo que me rodeaba. La tosquedad de los hierros, las huellas de la humedad en las paredes,
los arañazos de la puerta, las grietas de la cal, el empañado
del espejo me absorbían días enteros. Muchas veces soñaba con los ojos abiertos; volvía a
ver los momentos, los espectáculos de mis años de libertad;
todos los rostros que había visto o entrevisto se me aparecían
en la memoria, uno a uno, todos con una leve sonrisa bonachona; me
parecía volver a oír voces de mucho tiempo olvidadas;
recordaba, de pronto, un chiste insulso oído en el teatro o
una frase oscura cogida al vuelo por la calle. Durante muchos años no me ocurrió casi nunca que me
acordase de mis delitos, y si me venían a la memoria, conseguía
rechazar el recuerdo sin mucho trabajo. Mi sueño estaba vacío:
no soñaba, o no me acordaba de mis sueños. Pasaba largas
horas contemplándome en el espejo. Algunas veces, a fuerza
de contemplar mi imagen, me parecía que ya no era yo: me olvidaba
de quién era y de dónde estaba. Entonces comenzaba a
gritar, a llamarme y, finalmente, me reconocía. Con el espejo
pude seguir, mes por mes, año por año, mi rápida
decadencia. Todos los días hacía un atento examen de
mi color, de mi delgadez, de las manchitas de mi piel, del color de
mis cabellos, y podía asistir, grado a grado, a la disolución
de mi cuerpo. Así pasaron muchos años sin que yo sintiese, ni por
un solo momento, el deseo de la libertad. El verdadero aburrimiento
de la separación comenzó únicamente después
de trece años. Todo aquello que podía observar y estudiar
en torno mío ya me era conocido, familiar hasta la náusea.
Había leído y releído numerosas veces los cuatro
libros que había llevado conmigo Las mil y una noches,
el Gil Blas, un tratado de química y la Historia
de Port-Royal, de Sainte-Beuve hasta el punto de que me
los había aprendido de memoria, desde la primera hasta la última
palabra, y habría podido recitarlos comenzando por cualquier
página. Había explicado y comentado, para mí,
dentro de mí, cada narración, cada frase, cada fórmula.
Había reescrito más de una vez, en mi cabeza, las mismas
aventuras y las mismas teorías; había imaginado continuaciones,
ideado modificaciones, reunido posibles glosas e hipotéticos
comentarios. Mi alimentación por voluntad mía era sencilla:
pan y fruta. No haciendo trabajo alguno y ningún esfuerzo muscular,
no tenía necesidad de comer mucho, pero la extremada sobriedad
me hacía caer, más a menudo de lo que yo deseaba, en
una especie de éxtasis, de cansancio, en el que mi cerebro,
sin freno, perdía la exacta intuición del mundo y me
conducía lejos, a esferas de existencia nuevas para mí. En uno de esos sopores comencé a sentir que no me hallaba
solo. No oía voces ni se me aparecían fantasmas; pero
estaba seguro de que alguien se hallaba cerca de mi cama y se divertía
contemplándome vivir. No se trataba de alucinaciones exteriores.
En todo esto no había nada concreto, material, "verdadero".
Estaba cierto de que alguien se hallaba junto a mí y pensaba
cerca de mi pensamiento. No oía, sin embargo, suspiro alguno
ni columbraba ninguna sombra; pero escuchaba los pensamientos de mis
compañeros y, alguna vez, mi alma contestaba, vacilante, a
las almas desconocidas. En los primeros tiempos, estas apariencias invisibles me ocurrieron
tan sólo cuando me hallaba sumido en el sopor del cansancio;
pero, al cabo de dos años, llegaron a ser constantes; y tuve
siempre, en todo momento, algún compañero en mi habitación.
Los que venían con más frecuencia eran mis víctimas.
Una tras otra sentía cómo se acercaban a mí para
mirarme sin odio. Alguna de ellas me contó, sin hablar, su
historia, me describió su vida, especialmente las sensaciones
que precedieron a la muerte. Me confesaron que al quitarles la vida
no les había hecho aquel daño que creían los
que habían quedado. Algunos de los asesinados se hallaban ya aburridos y desesperados
en el momento en que los había asesinado; los demás
reconocieron que el resto de su vida "ahora que sabían"
hubiese sido más triste que la tranquila del cementerio. Esos coloquios me hacían bien; comenzaba a recordar mi existencia
pasada sin remordimiento. Durante un año intenté reconstruir
las teorías sobre la infelicidad de la vida, y conseguí
llegar a creerme un generoso filántropo que había arriesgado
su libertad para salvar algunas almas del sufrimiento y se había
castigado injustamente cediendo a un estúpido remordimiento.
Pero la duda me asaltaba sin descanso. La teoría sobre el dolor
de la vida y el mal del mundo tenía necesidad, para aparecer
del todo cierta, de estar apoyada en un sistema que abarcase toda
la realidad. Pasé un año en reflexiones metafísicas
de toda especie, intentando reconstituir con el pensamiento aquello
que ya conocía e inventar cosas nuevas. Pero este estéril
ejercicio me agotó la mente por mucho tiempo. Comencé a sufrir angustias, espasmos, desmayos; mi cerebro
permaneció oscurecido días enteros. Durante meses viví
como un loco gritando día y noche palabras sin sentido, arañándome
el rostro, retorciéndome las manos. De pronto me despertaba lleno de melancolía, con las uñas
ensangrentadas, los miembros doloridos, y en mi cerebro comenzaban
a girar de nuevo las fantasías más absurdas. En aquellos momentos experimentaba un deseo inquieto de huir; me
debatía entre las cuatro paredes como una bestia furiosa; aullaba
en la ventana, con objeto de que alguien viniese a liberarme; mordía
los barrotes de hierro y, cuando venía el campesino a traerme
el pan, caía de rodillas llorando y le rogaba que me llevase
con él. Pero no se conmovió nunca; antes de encerrarme
le había expuesto claramente las condiciones y sabía
que, si me hubiese liberado, habría perdido el salario y tal
vez la vida. Así transcurrieron más de veinte años en mi
prisión lejana y solitaria, sin que ningún acontecimiento
viniese a cambiar mi vida. Una vez o dos, el campesino permaneció
dos días seguidos sin venir porque se hallaba enfermo las
voces de las pastoras cambiaron cada tres o cuatro años;
una vez oí voces de hombres bajo mi torre; una noche mi habitación
se vio alumbrada por el fuego que se había declarado en un
bosque vecino; éstos, para mí, fueron los hechos importantes
de todo aquel tiempo. Había llegado casi a los cincuenta años y ya no sabía
cómo llenar mi vida. Conocía, átomo por átomo,
todo lo que me rodeaba había pensado, imaginado, soñado
y llorado durante años enteros. Me hallaba aburrido de
los compañeros invisibles que, con demasiada frecuencia, me
tomaban como un juguete y me trataban como a un muchacho. Los tres años que siguieron a los primeros veinte fueron los
más singulares de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo tendido
en la cama, sumido en un sopor perpetuo que no era ni vigilia, ni
sueño, ni ensueño. Durante el día no discernía
nada; me parecía únicamente que una luz intensa, blanca,
cegadora cubría como una niebla luminosa todo lo que existía.
Cuando llegaba el campesino, tenía que coger a tientas el pan
que me ofrecía y, apenas había comido, apoyaba la pesada
cabeza sobre la almohada, y mi boca estaba amarga y seca como al día
siguiente de una sucia borrachera. Por la noche desaparecía la luz, pero era peor; experimentaba
la sensación de hallarme absolutamente solo, no solamente solo
en mi habitación, sino solo en el Universo, en medio de la
nada. Me parecía que las paredes, los campos, las ciudades
habían desaparecido para siempre; que toda la tierra se disolvía,
que el Sol y las estrellas se apagaban, que callaba todo rumor, y
que yo únicamente, tranquilo y eterno, permanecía solo,
literalmente único en medio del vacío infinito. Luego,
poco a poco, el mundo se iba rehaciendo, reconstituyendo, en torno
mío primero la habitación, luego el campo; luego
el Sol, luego la tierra; pero apenas despuntaba el día
sentíame de nuevo sumido en una luz ardiente, más allá
de la cual imaginaba el mundo atroz, duro, peligroso. Esta terrible existencia cesó, no por mi culpa, al comienzo
del vigésimo cuarto año de mi prisión. El campesino
no compareció durante dos días seguidos; pero, como
no era la primera vez, no hice caso. Tenía siempre, por lo
demás, fruta en conserva suficiente para no morirme de hambre.
Por la mañana del tercer día, oí abrir la puerta
del exterior y subir la escalera, pero me di inmediatamente cuenta
de que no era el paso acostumbrado. Cuando la puerta de mi habitación
se abrió, después de muchas tentativas, me vi ante una
pobre mujer de unos cuarenta años que me miraba con espanto
y no sabía qué decirme. ¡Era el segundo rostro
humano que veía después de veintitrés años!
La enorme novedad del acontecimiento me devolvió un poco de
lucidez y pregunté a la mujer quién era y qué
quería. Después de grandes esfuerzos conseguí
comprender que era la mujer del campesino carcelero, y que éste
se había vuelto loco casi repentinamente, y que había
recomendado repetidas veces, antes de ser recluido, que fueran a liberarme,
porque él era la causa de todo y había un hombre que
sufría por su culpa. Había dado minuciosas noticias
sobre el lugar donde me hallaba y sobre mi extraña vida, pero
nadie quiso creerle. Finalmente, la mujer, un poco por curiosidad
y un poco por descargar su conciencia, había ido a ver y me
había encontrado. La libertad se ofrecía a mí, después de tantos
años, sin que yo la hubiese buscado. Por otra parte, ¿qué
hacer? Ahora el secreto ya estaba descubierto y no me hubiesen dejado
tranquilo. Tal vez la justicia hubiese querido ocuparse de mí,
y era preferible huir antes de que llegasen los curiosos. Rogué
a la mujer que hiciese venir un coche hasta la torre; al día
siguiente me hice llevar a la ciudad más cercana y desde allí
me dirigí a mi patria. Y ahora, desde hace más de un año, estoy aquí
en la ciudad que me vio nacer y de la que me marché todavía
joven para enterrarme hasta la vejez. Todo lo que veo me cansa; no
reconozco muchas cosas; otras son completamente nuevas para mí.
Me parece que amo a los hombres como un niño ama a la madre
que ha vuelto a encontrar y, sin embargo, nadie me quiere a su lado.
Mi aspecto singular, mi ignorancia de la vida presente, la torpeza
inexplicable de mis movimientos, la lentitud de mis ideas, la imposibilidad
de encontrar a esta edad nuevos amigos me hace vivir solo en medio
de millones de hombres, como en mi torre. He intentado, alguna vez,
parar en la calle a algún joven para contarle mi historia,
pero todos sienten repugnancia hacia mí y me juzgan un enfermo
fastidioso salido de repente de lo desconocido. Mi casa ha sido destruida
para hacer sitio a una calle más ancha; mi nombre ha desaparecido
de los registros de la ciudad y de la memoria de los hombres. Ya no
soy nada para los demás y casi nada para mí. Desde que
he vuelto entre los demás, no puedo respirar bien, mi pecho
está oprimido por un aire pesado; todo lo que me rodea parece
lleno de polvo. No consigo apasionarme, y recuerdo únicamente,
casi con deseos, los balidos desgarrados y tristes de las ovejas lejanas. No sé cuánto tiempo permaneceré aquí, no sé dónde iré. La muerte está próxima, pero no deseo morir. Tengo miedo de volver a encontrar a "mis" muertos, y tener que volver a empezar con ellos, una vez más, mi vida. |