El punto saliente de los angloamericanos es esencialmente democrático

Primeros emigrantes de la Nueva Inglaterra —Iguales entre sí —Leyes aristocráticas introducidas en el sur — Época de la revolución —Cambio de las Leyes de sucesión —Efectos producidos por esos cambios —Igualdad llevada a sus últimos límites en los nuevos estados del oeste —Igualdad entre las inteligencias.

SE PODRÍAN hacer varias objeciones importantes al estado social

de los angloamericanos; pero hay una que domina todas las demás.

El estado social de los norteamericanos es eminentemente democrático. Ha tenido este carácter desde el nacimiento de las colonias; lo tiene aún más en nuestros días.

He sostenido en el capítulo precedente que predominaba una gran igualdad entre los emigrantes que fueron a establecerse a las orillas de la Nueva Inglaterra. El germen mismo de la aristocracia no fue trasladado nunca a esa parte de la Unión. Nunca se pudieron asentar allí más que influencias intelectuales. El pueblo se acostumbró a reverenciar ciertos nombres, como emblemas de luz y de virtud. La voz de algunos ciudadanos obtuvo sobre él un poder que se habría llamado, tal vez con razón, aristocrático, si pudiese transmitirse invariablemente de padres a hijos.

Esto pasaba en el este del Hudson, El sudoeste de este río, y bajando hasta la Florida, era de otra manera.

En la mayor parte de los estados situados al sudoeste del Hudson fueron a establecerse grandes propietarios ingleses. Los principios aristocráticos, y con ellos las leyes inglesas sobre sucesiones, habían sido transportados allí. Di a conocer ya las razones que impedían que se estableciese en Norteamérica una aristocracia poderosa. Esas razones, sin dejar de subsistir al sudoeste del Hudson, tenían, sin embargo, menos fuerza que al este de ese río. Al sur, un solo hombre podía, con ayuda de esclavos, cultivar una gran extensión de terreno. Se veían, pues, en esa parte del continente a ricos propietarios del suelo; pero su influencia no era precisamente aristocrática, como se entiende en Europa, puesto que no poseían ningunos privilegios y el cultivo por medio de esclavos no les daba señorío y, por consiguiente, tampoco protección. Sin embargo; los grandes propietarios, al sur del Hudson, formaban una clase superior, con ideas y gustos propios, concentrando en general la acción política en su seno. Era una aristocracia poco diferente de la masa del pueblo, que hacía propios fácilmente sus pasiones e intereses, sin despertar ni amor ni odio. En suma, era débil y poco vivaz. Esta clase fue la que, en el sur, se puso a la cabeza de la insurrección, y la revolución de Norteamérica le debe sus más grandes hombres.

En esa época la sociedad entera quedó desquiciada. El pueblo, en cuyo nombre se había combatido, transformado en una potencia, concibió el deseo de actuar por sí mismo; los instintos democráticos se despertaron; al romper el yugo de la metrópoli, se adquirió gusto por toda suerte de independencia; las influencias individuales dejaron poco a poco de hacerse sentir y las costumbres, como las leyes, comenzaron a caminar de acuerdo hacia el mismo fin.

Pero la ley sobre sucesiones fue la que hizo dar a la igualdad su último paso.

Me sorprende que los publicistas antiguos y modernos no hayan atribuido a las leyes sobre las sucesiones una gran influencia en la marcha de los negocios humanos. Esas leyes pertenecen, es verdad, al orden civil; pero deberían estar colocadas a la cabeza de todas las instituciones políticas, porque influyen increíblemente sobre el estado social de los pueblos, cuyas leyes políticas no son más que su expresión. Tienen además una manera segura y uniforme de obrar sobre la sociedad, apoderándose en cierto modo de las generaciones antes de su nacimiento. Por ellas, el hombre está armado de un poder casi divino sobre el porvenir de sus semejantes. El legislador reglamenta una vez la sucesión de los ciudadanos, y puede descansar durante siglos; dado el movimiento a su obra, puede retirar la mano; la máquina actúa por sus propias fuerzas, y se dirige por sí misma hacia la meta indicada de antemano. Constituida de cierta manera, reúne, concentra, agrupa en tomo de alguna cabeza la propiedad y muy pronto, después, el poder, haciendo surgir de algún modo la aristocracia de la tierra. Conducida por otros principios, y lanzada en otra dirección, su acción es más rápida aún: divide, reparte y disminuye los bienes y el poder. Ocurre a veces que sorprende la rapidez de su marcha, desconfiando de detener su movimiento, se intenta al menos poner ante ella dificultades y obstáculos y se quiere contrabalancear su acción por medio de esfuerzos contrarios. ¡Cuidados inútiles! Porque tritura o hace volar en pedazos todo lo que halla a su paso; se yergue y vuelve a caer por tierra, hasta que no se presenta ante la vista más que un polvo movedizo e impalpable, sobre el cual se asienta la democracia.

Cuando la ley de sucesiones permite y con más fuerte razón ordena el reparto por igual de los bienes del padre entre todos los hijos, sus efectos son de dos clases. Importa distinguirlos con cuidado, aunque tiendan al mismo fin.

En virtud de la ley de sucesiones, la muerte de cada propietario provoca una revolución en la propiedad. No solamente los bienes cambian de dueño, sino que cambian, por decirlo así, de naturaleza. Se fraccionan sin cesar en partes cada vez más pequeñas.

Ése es el efecto directo en cierto modo material de la ley. En los países donde la legislación establece la igualdad en el reparto, los bienes, y particularmente las fortunas territoriales, tienen una tendencia permanente a reducirse. Sin embargo, los efectos de esta legislación no se dejarían sentir sino a la larga, si la ley estuviera abandonada a sus propias fuerzas; puesto que, aunque la familia no se componga más que de dos hijos (y el promedio de las familias en un país más poblado que Francia es, según se dice, de tres cuando menos), esos hijos al repartirse la fortuna de su padre y de su madre no serán más pobres que cada uno de éstos individualmente.

Pero la ley del reparto igual no solamente ejerce influencia sobre el porvenir de los bienes; actúa sobre el ánimo de los propietarios y suscita pasiones en su ayuda. Sus efectos indirectos son los que destruyen rápidamente las grandes fortunas y sobre todo las grandes propiedades territoriales.

En los pueblos donde la ley de sucesiones está fundada sobre el derecho de primogenitura, pasan más o menos de generación en generación sin dividirse. Resulta de ello que el espíritu de familia se materializa de cierto modo en la tierra misma. La familia representa a la tierra, la tierra representa a la familia; perpetúa su nombre, su origen, su. gloria, su poder y sus virtudes. Es un testigo imperecedero del pasado, y una prenda preciosa de la existencia futura.

Cuando la ley de sucesiones establece el reparto igual, destruye la unión íntima que existía entre el espíritu de familia y la conservación de la tierra, la tierra cesa de representar a la familia, puesto que, no pudiendo dejar de ser repartida al cabo de una o de dos generaciones, es evidente que debe reducirse sin cesar acabando por desaparecer enteramente. Los hijos de un gran propietario territorial, si son en pequeño número, o si la suerte les favorece, pueden tener la esperanza de no ser menos ricos que su padre, pero no la de poseer sus mismos bienes. Su riqueza se compondrá necesariamente de otros elementos.

Ahora bien, desde el momento en que se priva a los propietarios territoriales de un gran interés de sentimiento, de recuerdos, de orgullo y ambición para conservar la tierra, se puede estar seguro de que tarde o temprano la venderán, porque tienen un gran interés pecuniario en venderla, ya que los capitales mobiliarios producen más intereses que los demás, y se prestan mejor a satisfacer las pasiones del momento.

Una vez divididas, las grandes propiedades territoriales no vuelven a rehacerse, porque el pequeño agricultor obtiene más utilidad de su parcela, guardada la proporción, que el gran propietario y lo puede vender más caro que él. Así los mismos cálculos económicos que han llevado al hombre rico a vender sus propiedades, le impedirán, con más fuerte razón, comprar otras pequeñas para recomponer las grandes.

Lo que se llama el espíritu de familia está a menudo fundado sobre una ilusión del egoísmo individual. Busca perpetuarse e inmortalizarse de cierto modo en sus bisnietos. Allí donde termina el espíritu de familia, el egoísmo individual reaparece en la realidad de sus tendencias. Como la familia no se representa ya a través de tal espíritu, sino como algo vago, indeterminado e incierto, cada uno se concentra en la comodidad de su presente; piensa en la generación que va a seguir, y nada más.

No se busca perpetuar a la familia, o por lo menos se busca perpetuarla por medios distintos a la propiedad territorial.

Así, la ley de sucesiones no solamente hace difícil a las familias conservar intactas las mismas propiedades, sino que les quita el deseo de intentarlo, y las arrastra, en cierto modo, a cooperar con ella para su propia ruina.

La ley del reparto igual procede por dos vías: al operar sobre la cosa, obra sobre el hombre o al obrar sobre el hombre, llega a la cosa.

De ambas maneras, logra herir profundamente a la propiedad territorial y hace desaparecer con rapidez familias y fortunas.

Sin duda no nos toca a nosotros, franceses del siglo XIX, testigos cotidianos de cambios políticos y sociales que la ley de sucesiones hace nacer, poner en duda su poder. Cada día la vemos pasar y volver a pasar sin cesar por nuestro suelo, derribando a su paso los muros de nuestras moradas y destruyendo el cerco de nuestros campos. Pero si la ley de sucesiones ha hecho ya bastante entre nosotros, le falta hacer mucho más todavía. Nuestros recuerdos, nuestras opiniones y nuestras costumbres le oponen poderosos obstáculos.

En los Estados Unidos, su obra de destrucción está casi terminada. Allí es donde se pueden estudiar sus principales resultados.

La legislación inglesa sobre la transmisión de los bienes fue abolida en casi todos los Estados en la época de la revolución.

La ley sobre las sustituciones fue modificada en forma de no estorbar, más que de modo insensible, la libre circulación de los bienes.

La primera generación pasó; las tierras comenzaron a dividirse. El movimiento volvióse cada vez más rápido a medida que el tiempo transcurría. Hoy día, cuando apenas han pasado sesenta años, el aspecto de la sociedad es ya irreconocible; las familias de los grandes propietarios territoriales se han sumergido casi todas en el seno de la masa común. En el estado de Nueva York, donde se contaba gran número de ellas, dos sobrenadan apenas sobre el abismo pronto a absorberlas. Los hijos de esos opulentos ciudadanos son actualmente comerciantes, abogados o médicos. La mayor parte ha caído en la oscuridad más profunda. La última huella de las clases sociales y de las distinciones hereditarias está destruida. La ley de sucesiones ha pasado por todas partes su rasero.

No es que en los Estados Unidos, como en otras partes, no haya ricos. No conozco ningún país en el que el amor al dinero tenga más amplio lugar en el corazón del hombre, y donde se profese un desprecio más profundo hacia la teoría de la igualdad permanente de los bienes. Pero la fortuna circula allí con una incomparable rapidez, y la experiencia enseña que es raro ver a dos generaciones recibir igualmente sus favores.

Este cuadro, por coloreado que se le suponga, no da todavía sino una idea incompleta de lo que pasa en los nuevos estados del oeste y del sudoeste.

A fines del siglo pasado, aventureros audaces comenzaron a penetrar en los valles del Misisipí. Fue como un nuevo descubrimiento de la América del Norte. Pronto, el grueso de la emigración se dirigió allí. Vióse entonces cómo sociedades desconocidas salían de repente del desierto. Estados, cuyo nombre ni siquiera existía pocos años antes, se alinearon en el seno de la Unión Americana. En el oeste es donde puede observarse la democracia llegada a su límite extremo. En esos estados, improvisados de cierto modo por la fortuna, los habitantes llegaron ayer al suelo que ocupan. Se conocen apenas unos a otros, y todos ignoran la historia de su vecino más próximo. En esta parte del continente americano la población escapa, pues, no solamente a la influencia de los grandes nombres y de las grandes riquezas, sino a esa natural aristocracia que emana de la ilustración y de la virtud. Nadie tiene allí ese respetable poder que los hombres conceden al recuerdo de una vida entera ocupada en hacer el bien ante sus ojos. Los nuevos estados del oeste tienen ya habitantes; pero la sociedad no existe allí todavía.

No solamente las fortunas son iguales en Norteamérica. La igualdad se extiende hasta cierto punto sobre las mismas inteligencias.

No creo que haya país en el mundo donde, en proporción con la población, se encuentren tan pocos ignorantes y menos sabios que en Norteamérica.

La instrucción primaria está allí al alcance de todos. La instrucción superior no se halla casi al alcance de nadie.

Esto se comprende sin dificultad y es, por decirlo así, el resultado lógico de lo que hemos señalado más arriba.

Casi todos los norteamericanos tienen tranquilidad económica. Pueden fácilmente procurarse los primeros elementos de los conocimientos humanos.

En los Estados Unidos, hay pocos ricos; casi todos los norteamericanos tienen, pues, necesidad de ejercer una profesión. Ahora bien, toda profesión exige un aprendizaje. Los norteamericanos no pueden entregarse al cultivo general de la inteligencia sino en los primeros años de la vida: a los quince entran en una carrera. Así, su educación concluye muy a menudo en la época en que la nuestra comienza. Si se prosigue hasta más lejos, no se dirige ya sino hacia una materia especial y lucrativa; se estudia una ciencia como se toma un oficio, y no captan más que las aplicaciones cuya utilidad presente es reconocida.

En Norteamérica, la mayor parte de los ricos comenzaron siendo pobres. Casi todos los ociosos han sido, en su juventud, gente ocupada, de donde resulta que, cuando se podría tener el gusto del estudio, no se tiene tiempo para dedicarse a él, y cuando se ha conquistado el tiempo para consagrarse a él, ya no se cuenta con el gusto de hacerlo.

En los Estados Unidos no existe clase en la cual la inclinación al placer intelectual se transmita con la comodidad económica y los ocios hereditarios, y que considere como un honor los trabajos de la inteligencia.

Así la voluntad de entregarse a esos trabajos es tan difícil de encontrarla como el poder.

Está establecido en Norteamérica, a través de los conocimientos humanos, cierto nivel medio. Todos los espíritus se le han acercado: unos elevándose, otros rebajándose.

Se encuentra, pues, una cantidad inmensa de individuos que tienen el mismo número de nociones, poco más o menos, en materia de religión, de historia, de ciencias, de economía política, de legislación y de gobierno.

La desigualdad intelectual viene directamente de Dios, y el hombre no podría impedir que se restablezca siempre.

Pero sucede por lo menos, y esto se deduce de lo que acabamos de decir, que las inteligencias, aun permaneciendo desiguales, tal como le plugo al Creador, encuentran a su disposición medios iguales.

Así, pues, en nuestros días, en Norteamérica, el elemento aristocrático, siempre débil desde su nacimiento, está si no destruido, por lo menos debilitado de tal suerte, que es difícil asignarle una influencia cualquiera en la marcha de los negocios.

El tiempo, los acontecimientos y las leyes, por el contrario, han hecho al elemento democrático, no tan sólo preponderante, sino, por decirlo así, único. Ninguna influencia de familia ni de cuerpo se deja sentir allí. A menudo no se puede descubrir una influencia individual que sea durable.


Norteamérica presenta, pues, en su estado social, el más extraño fenómeno. Los hombres se muestran allí más iguales por su fortuna y por su inteligencia, o, en otros términos, más igualmente fuertes que lo que lo son en ningún país del mundo, o que lo hayan sido en ningún siglo de que la historia guarde recuerdo.