3. LA DISPUTA

Durante nueve días los divinos flechazos
vuelan por el ejército; mas el décimo día
place a la diosa Hera, la de los blancos brazos
—quien el mal del aqueo ansiosa compartía—,
que, por su influjo, Aquiles el de alígeras plantas
llame a todos al ágora. Y él dice y se levanta:

—Temo, varón de Atrida, que, pronto rechazados,
desandemos la ruta, si antes a los aqueos
peste y guerra sumándose no nos dejan postrados.
Un adivino al punto nos diga, o sacerdote,
o de sueños intérprete —mensajes son de Zeus—,
el porqué del azote de Apolo, y si hay olvido
de hecatombes o votos, y si al humo ofrecido
de corderos y cabras indemnes en su honor
nos libra de la peste y aplaca su furor. 

Dice y se sienta, dando sazón para que hable
el Testórida Calcas, augur incomparable
que escruta en lo presente, pasado y porvenir,
y puso a Ilión el rumbo de las aqueas naves
por la sapiencia infusa de Febo Apolo. En suaves
y medidas palabras les empezó a decir:

—Aquiles caro a Zeus, me invitas a explicarme
sobre el furor de Apolo, el que de lejos hiere.
Lo haré siempre que jures y ofrezcas resguardarme
de palabra y de obra por cuanto yo dijere.
Pues temo no ser grato, si cumplo tus deseos,
a un grande entre los grandes y capitán de aqueos.
Un rey es mucho émulo para quien lo discuta:
hoy cela y nutre su ira, mañana la ejecuta.
Si estás pronto a valerme, dímelo sin rodeos.

Y tú, Aquiles de plantas alígeras, replicas:
—Declara sin empacho tu augurio y cuanto sabes.
Pues por el sacro Apolo a cuya voz predicas
cada vez que a los dánaos oráculos explicas,
mientras vean mis ojos la luz, en estas naves
no habrá quien contra ti alce la mano grave,
si al mismo Agamemnón culpas, hoy tan ufano
con ser de los aqueos el dueño soberano.

Cobrando entonces ánimos dijo el vidente impar:
—No hay hecatombe omisa ni voto por pagar.
El dios venga la injuria contra su sacerdote:
le niega el rey la hija y el pago le rechaza,
y el Cazador Distante al pueblo despedaza,
y no habrá quien al dánao liberte de su azote
en tanto la manceba de mirada encendida
sin rescate ni premio no sea redimida
y devuelta a su padre, y a Crisa la ciudad
no llevemos la ofrenda que aplaque a la deidad. 

Siéntase, y se levanta Agamemnón Atrida,
el guerrero y el príncipe de fama merecida.
Amarga y negra cólera en el seno incubando,
los ojos clava en Calcas, que estaban llameando
de torvas intenciones, y da al furor salida:

—¡Adivino de males que nunca me anunciabas
ventura, y sólo en tristes presagios te complaces,
funesto en cuanto dices, funesto en cuanto haces!
Pues por tus vaticinios ahora mismo acabas
de advertir a los dánaos que Apolo nos abate
porque guardo a Criseida y no admito el rescate,
no extrañes que prefiera a mi mansión llevarla:
Mi esposa Clitemnestra no podría igualarla
en talle, porte, ingenio, doméstica destreza,
y si al fin la devuelvo, con ser tan renuente,
será que en más estimo la salud de mi gente.
Pero buscad entonces alivio a tal crudeza:
si renuncio a mi parte, no sería prudente
que entre todos los dánaos sólo yo me contente
con el despojo a trueque de tamaña largueza.

Y el alígero Aquiles, de las deidades par:
—¡Oh Atrida de la fama, codicioso entre todos!
Los aqueos magnánimos ¿qué más te pueden dar?
No hay tesoros comunes, y el botín es de modo
que, una vez repartido, ¿quién lo devolvería?
Abandónale ahora al dios la joven presa
que el triple y hasta el cuádruplo te daremos un día,
si Zeus nos otorga rendir la fortaleza
de Troya y las murallas con que nos desafía.

Y el rey Agamemnón le dice: —Bravo Aquiles,
aunque tan arrojado, de las deidades par,
no esperes engañarme con palabras sutiles.
¿Quieres, para mejor tu prenda conservar,
que yo ceda la mía? ¡Empeño singular!
Si otra que a mi juicio se le iguale me entregan
los aqueos magnánimos, tal vez... Si me la niegan,
la tuya, la de Ayax o la de Odiseo,
pese al furor del amo, cumplirá mi deseo.
Quede para más tarde; pues lo que urge ahora
es echar la embreada nave a la mar sonora.
Júntese de remeros una escuadra escogida,
y transporten a bordo la hecatombe ofrecida,
y a la linda Criseida; y vaya Idomeneo
o Áyax por capitán, o el divino Odiseo,
o tú mismo, portento de los hombres, Pelida,
para que de tu mano prestado el sacrificio,
se aplaque el dios Arquero y nos sea propicio.

Y Aquiles el de pies ligeros, con sombría
y torva faz estaba mirándolo y decía:
—¡Oh codicia, oh descaro! ¡No sé cómo te escuchan
las tropas que conduces y a tus órdenes luchan.
Porque, en suma, los teucros no me debían nada,
ni de ellos reclamo vaca o yegua robada
o cosechas de Ftía, fértil nutriz de gentes:
Nos alejan umbríos montes y el mar sonoro.
Más por ti, el engreído, quisimos complacientes
brindar a Menelao desquite en su decoro,
plegándonos —¡oh cara de perro!— a tus deseos.
Ándate, pues, con tiento y nunca me amenaces
con quitarme la honra que me dan los aqueos
ni el pago merecido. Mira bien lo que haces.
Nunca alcancé botín como el que tú te aplicas
cuando arrasamos pueblos troyanos con las picas.
Bien sabes que mis brazos son el duro sustento
de la guerra, y el premio mejor tú lo acarreas,
y yo torno a mis naves mal pagado y contento
tras de haberme cansado en ásperas peleas.
De esta vez vuelvo a Ftía, que con mucho prefiero
zarpar rumbo a la patria en mi corvo velero,
a servir tu soberbia, y no hay gloria ninguna
en que a mi costa medres y acrezcas tu fortuna. 

Y el rey Agamemnón contesta a su porfía: 
—Huye si es tal tu ánimo, haz de mí caso omiso;
conmigo quedan otros para honra y compañía,
comenzando por Zeus, señor de todo aviso.
Te odio más que a los príncipes todos que él norma y guía,
pendenciero a quien sólo la vil disputa sacia.
Tu intrepidez no es mérito, sino divina gracia
. Junta tu gente y barcos, manda en tus mirmidones,
y noramala vete, que juzgo que ya tardas.
Me río de tu encono y tus acusaciones.
En una nave mía y a cargo de mis guardas
enviaré, pues lo pide Febo Apolo, a Criseida.
Mas te prevengo: iré yo mismo a tu barraca
por tu esclava de lindo rostro, por tu Briseida.
Que aprendas lo que medra quien mi poder ataca
y nadie más se arroje a hombrearse conmigo!

Al oírlo el Pelida, de gran congoja presa
dentro del velludo pecho dos términos sopesa:
si echar mano del bronce que al muslo trae consigo
y acabar la asamblea dando muerte al Atrida,
o bien domar su ímpetu, la cólera frenando.
Entre tales designios su mente repartida,
y cuando ya su bronce iba desenvainando...
¡Atenea que baja del cielo! (Hera la envía,
diosa de brazos cándidos que a entrambos protegía.)
Sólo a él manifiesta, se le acerca en el acto
y lo ase y embrida por la melena blonda.
Aquiles, conociéndola, se vuelve estupefacto.
Centellea en sus ojos una mirada honda
y le dice con voz alada y conmovida: 

—¿A qué vuelves, oh hija del Sumo Porta-Égida?
¿A ver cómo me ultraja Agamemnón Atrida?
Pues oye que te aviso de su cercana pérdida:
su misma desmesura le costará la vida.

Y Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
—Bajé del cielo para calmarte, si obedeces,
de Hera la de Brazos Cándidos atendiendo a las preces,
que a entrambos os ampara. Cese la escaramuza;
no desnudes el bronce, mas véngate con creces
tan sólo de palabra, y escucha mi mensaje,
porque así ha de cumplirse: A cambio de este ultraje,
un día han de brindársete magníficos presentes
tres veces más cuantiosos. Resígnate y contente.

Y el de los pies alígeros le responde diciendo:
—Ruego de dos deidades es acuerdo acatado,
aunque en el pecho sienta la indignación latiendo.
Quien escucha a los dioses, de ellos será escuchado. 

Dijo y no la desaira, y con pesada mano
empuja el puño argénteo y envaina el espadón.
Y Atenea recobra la Olímpica Mansión
junto a los demás dioses y a Zeus soberano. 

Sin deponer su enojo entre tanto el Pelida
con destempladas voces denostaba al Atrida:
—¡Perro de alma de ciervo, odre henchida de vino!
Nunca osaste batirte al lado de tu gente
ni salir a emboscadas con tus pares aqueos:
que no sólo lo temes más que a la muerte, sino
que aquí en el campamento despojas mansamente
a quien ose acusarte y atajar tus deseos.
Rey comepueblos, mandas sin duda entre cobardes,
o éstos fueran, Atrida, tus últimos alardes.
Mas óyeme, que digo solemnemente y juro
por este cetro estéril, hoy deshojado y bronco
—pues cercenado a bronce de su rústico tronco,
retoños y corteza dejó en el monte oscuro,
y en vez de verdecer, hoy entre los aqueos
ordena la justicia según la ley de Zeus—
que un día los ejércitos lamentarán mi ausencia
(y espero que mi voto se grabe en tu conciencia):
cuando por más que hagas, te duelas y te asombres,
al empuje de Héctor, el matador de hombres,
veas caer a todos, y te rinda el pesar
por haber desoído al aqueo sin par. 

Así dijo el Pelida, y se sienta después
y arroja el cetro de oro tachonado a sus pies.
Y atajando al Atrida en su furor creciente,
Néstor el de habla suave, orador elocuente
de los pilios —sus labios miel parecen fluir—,
que en la divina Pilos logró sobrevivir
a dos generaciones de disertos mortales,
su camada de un día, y hoy reina en la tercera,
con palabras cordiales habló de esta manera:

—¡Oh duelo sin igual para la gente aquea!
¡Regocíjense Príamo y sus cachorros! Sea
fiesta en el corazón de todos los troyanos
la vergüenza de oír a los mejores dánaos
en armas y en consejo dados a la querella!
Mancebos, consentid que os persuada un anciano.

Yo en mis tiempos dóblaba gente que más descuella:
el rey Driante, Pirítoo, Exadio, o bien Ceneo,
o Polifemo casi celeste, o aun Teseo
el Egida, inmortal casi, todos patentes
asombros de vigor. ¡No en balde se arriesgaron
a batirse con fieros rivales: los ingentes
Centauros de los montes que al cabo exterminaron!
Desde la lueñe Pilos yo acudí a su llamado,
y también a mi modo yo compartí el combate.
�Ay, entre los vivientes no conozco al osado
que pudiera medírseles ni resistir su embate!
Mas ellos me escuchaban con voluntad atenta:
escuchadme vosotros, que os tiene mejor cuenta.
Ni tú, pese a tu imperio, toques la esclava hermosa
que le dieron los dánaos con liberalidad;
ni tú, Pelida, intentes pujar de paridad
con un rey cuyo cetro, cuya gloria reposan
en Zeus, que a ninguno dio tanta majestad.
Si tu tan esforzado, hijo al fin de una diosa,
en el mando de hombres él te lleva ventaja.
Y tú, Atrida —lo imploro—, tu desentono abaja,
mirando que es Aquiles para la gente aquea
muralla incontrastable de la dura pelea. 

Y el rey Agamemnón replica de este modo:
—Sí, anciano, dices bien y hablas muy en sazón;
pero éste pretende sobreponerse a todos,
ser el amo y rey único, mandar a discreción
(aunque no vamos todos a prestarle obediencia).
Bien que los Inmortales lo hicieran belicoso,
¿mas de injuriar sin freno le habrán dado licencia?

Presto el divino Aquiles lo ataja: —Vergonzo
fuera que al primer grito me humille a tus mandatos.
 Otros rige a tu guisa, de hoy más yo no te acato.
Y más voy a decirte y grábalo en tu mente:
Mis brazos no han de alzarse contra ti ni tu gente
para guardar la prenda que me das y me quitas;
pero en mi negra y rauda nave nada me toques,
que mal podrás hacerlo sin que conmigo choques,
o todos han de ver, si mi furor incitas,
cómo tu oscura sangre por mi lanza chorrea. 

Tras el acre altercado frente al mar, la asamblea
levantan. Ya recobra sus tiendas el Pelida
y sus sólidos barcos. Su tropa lo flanquea,
y el hijo de Menetio. Entre tanto el Atrida
con sus veinte remeros dota una rauda nave,
y embarcadas las víctimas —la hecatombe ofrecida
al dios—, sube Criseida la del semblante suave.

Llevando como jefe al sutil Odiseo,
surcan los bogadores las ecuóreas rutas,
y el Atrida procura que el ejército aqueo
se lustre y purifique. Las escorias polutas
van al mar. Toro y cabra, junto a su estéril suelo,
en limpias hecatombes. honran a Apolo Sumo.
Y el vapor de la grasa en los giros del humo
enróscase y asciende y va escalando el cielo.
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