La guarda cuidadosa

Sale Un soldado a lo p�caro, con una muy mala banda y un antojo, y detr�s d�l Un mal Sacrist�n

SOLDADO.—�Qu� me quieres, sombra vana?

SACRIST�N.—No soy sombra vana, sino cuerpo macizo.

SOLDADO.—Pues, con todo eso, por la fuerza de mi desgracia, te conjuro que me digas qui�n eres, y qu� es lo que buscas por esta calle.

SACRIST�N.—A eso te respondo, por la fuerza de mi dicha, que soy Lorenzo Pasillas, sota-sacrist�n desta parroquia, y busco en esta calle lo que hallo, y t� buscas y no hallas.

SOLDADO.—�Buscas por ventura a Cristinica, la fregona desta casa?

SACRIST�N.—Tu dixisti.

SOLDADO.—Pues ven ac�, sota-sacrist�n de Satan�s.

SACRIST�N.—Pues voy all�, caballo de Ginebra.

SOLDADO.—Bueno: sota y caballo; no falta sino el rey para tomar las manos. Ven ac�, digo otra vez, �y t� no sabes, Pasillas, que pasado te vea yo con un chuzo, que Cristinica es prenda m�a ?

SACRIST�N.—�Y t� no sabes, pulpo vestido, que esa prenda la tengo yo rematada, que est� por sus cabales y por m�a?

SOLDADO.—�Vive Dios, que te d� mil cuchilladas, y que te haga la cabeza pedazos!

SACRIST�N.—Con las que le cuelgan desas calzas, y con los dese vestido, se podr� entretener, sin que se meta con los de mi cabeza.

SOLDADO.—�Has hablado alguna vez a Cristina?

SACRIST�N.—Cuando quiero.

SOLDADO.—�Qu� d�divas le has hecho?

SACRIST�N.—Muchas.

SOLDADO.—�Cu�ntas y cu�les?

SACRIST�N.—Dile una destas cajas de carne de membrillo, muy grande, llena de cercenaduras de hostias, blancas como la misma nieve, y de a�adidura cuatro cabos de velas de cera, asimismo blancas como un armi�o.

SOLDADO.—�Qu� m�s le has dado?

SACRIST�N.—En un billete envueltos, cien mil deseos de servirla.

SOLDADO.—Y ella, �c�mo te ha correspondido?

SACRIST�N.—Con darme esperanzas propincuas de que ha de ser mi esposa.

SOLDADO.—Luego �no eres de ep�stola?

SACRIST�N.—Ni aun de completas. Motil�n soy, y puedo casarme cada y cuando me viniera en voluntad; y presto lo veredes.

SOLDADO.—Ven ac�, motil�n arrastrado; resp�ndeme a esto que preguntarte quiero. Si esta mochacha ha correspondido tan altamente, lo cual yo no creo, a la miseria de tus d�divas, �c�mo corresponder� a la grandeza de las m�as? Que el otro d�a le env�e un billete amoroso, escrito por lo menos en un rev�s de un memorial que di a su Majestad, signific�ndole mis servicios y mis necesidades presentes; que no cae en mengua el soldado que dice que es pobre; el cual memorial sali� decretado y remitido al limosnero mayor; y, sin atender a que sin duda alguna me pod�a valer cuatro o seis reales, con liberalidad incre�ble, y con desenfado notable, escrib� en el rev�s d�l, como he dicho, mi billete; y s� que de mis manos pecadoras lleg� a las suyas casi santas.

SACRIST�N.—�Hasle enviado otra cosa?

SOLDADO.—Suspiros, l�grimas, sollozos, parasismos, desmayo, con toda la caterva de las demonstraciones necesarias que para descubrir su pasi�n los buenos enamorados usan, y deben usar en todo tiempo y saz�n.

SACRIST�N.—�Hasle dado alguna m�sica concertada?

SOLDADO.—La de mis lamentos y congojas, la de mis ansias y pesadumbres.

SACRIST�N.—Pues a m� me ha acontecido d�rsela con mis campanas a cada paso; y tanto, que tengo enfadada a toda la vecindad con el continuo ruido que con ellas hago, s�lo por darle contento y porque sepa que estoy en la torre, ofreci�ndome a su servicio; y aunque haya de tocar a muerto, repico a v�speras solenes.

SOLDADO.—En eso me llevas ventaja, porque no tengo qu� tocar, ni cosa que lo valga.

SACRIST�N.—�Y de qu� manera ha correspondido Cristina a la infinidad de tantos servicios como le has hecho?

SOLDADO.—Con no verme, con no hablarme, con maldecirme cuando me encuentra por la calle, con derramar sobre m� las lavazas cuando jabona, y el agua de fregar cuando friega; y esto es cada d�a, porque todos los d�as estoy en esta calle y a su puerta; porque soy su guarda cuidadosa; soy, en fin, el perro del hortelano, etc�tera. Yo no la gozo, ni ha de gozarla ninguno mientras yo viviere: por eso, v�yase de aqu� el se�or sota-sacrist�n; que, por haber tenido y tener respeto a las �rdenes que tiene, no le tengo ya rompidos los cascos.

SACRIST�N.—A romp�rmelos como est�n rotos esos vestidos, bien rotos estuvieran.

SOLDADO.—El h�bito no hace al monje; y tanta honra tiene un soldado roto por causa de la guerra, como la tiene un colegial con el manto hecho a�icos, porque en �l se muestra la antig�edad de sus estudios; �y v�yase, que har� lo que dicho tengo!

SACRIST�N.—�Es porque me ve sin armas? Pues esp�rese aqu�, se�or guarda cuidadosa, y ver� qui�n es Callejas.

SOLDADO.—�Qu� puede ser un Pasillas?

SACRIST�N.—Ahora lo veredes, dijo Agrajes.

�ntrase el Sacrist�n.

SOLDADO.—�Oh, mujeres, mujeres, todas, o las m�s, mudables y antojadizas! �Dejas, Cristina, a esta flor, a este jard�n de la soldadesca, y acom�daste con el muladar de un sota-sacrist�n, pudiendo acomodarte con un sacrist�n entero, y aun con un can�nigo? Pero yo procurar� que te entre en mal provecho, si puedo, aguanto tu gusto, con ojear desta calle y de tu puerta los que imaginare que por alguna v�a pueden ser tus amantes; y as� vendr� a alcanzar nombre de la guarda cuidadosa.

Entra un mozo con su caja y ropa verde, como estos que piden limosna para alguna imagen.

MOZO.—Den por Dios, para la l�mpara del aceite de se�ora Santa Luc�a, que les guarde la vista de los ojos. �Ha de casa! �Dan limosna?

SOLDADO.—Hola, amigo Santa Luc�a, venid ac�: �qu� es lo que quer�is en esa casa?

MOZO.—�Ya vuesa merced no lo ve? Limosna para la l�mpara del aceite de se�ora Santa Luc�a.

SOLDADO.—�Ped�s para la l�mpara, o para el aceite de la l�mpara? Que, como dec�s: limosna para la l�mpara del aceite, parece que la l�mpara es del aceite, y no el aceite de la l�mpara.

MOZO.—Ya todos entienden que pido para aceite de la l�mpara, y no para la l�mpara del aceite.

SOLDADO.—�Y suelen os dar limosna en esta casa?

MOZO.—Cada d�a dos maraved�s.

SOLDADO.—�Y qui�n sale a d�roslo?

MOZO.—Quien se halla m�s a mano; aunque las m�s veces sale una fregoncita que se llama Cristina, bonita como un oro.

SOLDADO.—As� que �es la fregoncita bonita como oro?

MOZO.—�Y como unas perlas!

SOLDADO.—�De modo que no os parece mal a vos la muchacha?

MOZO.—Pues, aunque yo fuera hecho de le�o, no pudiera parecerme mal.

SOLDADO.—�C�mo os llam�is? Que no querr�a volveros a llamar Santa Luc�a.

MOZO.—Yo, se�or, Andr�s me llamo.

SOLDADO.—Pues, se�or Andr�s, est� en lo que quiero decirle: tome este cuarto de a ocho, y haga cuenta que va pagado por cuatro d�as de la limosna que le dan en esta casa, y suele recibir por mano de Cristina; y v�yase con Dios, y s�ale aviso que por cuatro d�as no vuelva a llegar a esta puerta ni por lumbre, que le romper� las costillas a coces.

MOZO.—Ni aun volver� en este mes, si es que me acuerdo; no tome vuesa merced pesadumbre, que ya me voy. (Vase.)

SOLDADO.—�No, sino dorm�os, guarda cuidadosa!

Entra otro mozo, vendiendo y pregonando tranzaderas, holanda, (de) cambray, randas de Flandes, y hilo portugu�s.

UNO.—�Compran tranzaderas, randas de Flandes, holanda, cambray, hilo portugu�s?

Cristina, a la ventana.

CRISTINA.—Hola, Manuel: �tra�is vivos para unas camisas?

UNO.—S� traigo; y muy buenos.

CRISTINA.—Pues entr�; que mi se�ora los ha menester.

SOLDADO.—�Oh, estrella de mi perdici�n, antes que norte de mi esperanza. —Tranzaderas, o como os llam�is, �conoc�is aquella doncella que os llam� desde la ventana?

UNO.—S�, conozco; pero, �por qu� me lo pregunta vuesa merced?

SOLDADO.—�No tiene muy buen rostro y muy buena gracia?

UNO.—A m� as� me lo parece.

SOLDADO.—Pues tambi�n me parece a m� que no entre dentro desa casa; si no, �por Dios que he de molelle los huesos, sin dejarle ninguno sano!

UNO.—Pues, �no puedo yo entrar adonde me llaman para comprar mi mercader�a?

SOLDADO.—�Vaya, no me replique, que har� lo que digo, y luego!

UNO.—�Terrible caso! Pasito, se�or soldado, que ya me voy. (Vase Manuel.)

Cristina, a la ventana.

CRISTINA.—�No entras, Manuel?

SOLDADO.—Ya se fue Manuel, se�ora de los vivos, y aun se�ora la de los muertos, porque a muertos y a vivos tienes debajo de tu manto y se�or�o.

CRISTINA.—�Jes�s, y qu� enfadoso animal! �Qu� quieres en esta calle y en esta puerta?

�ntrase Cristina.

SOLDADO.—Encubri�se y p�sose mi sol detr�s de la nubes.

Entra Un zapatero con unas chinelas peque�as nuevas en la mano, y, yendo a entrar en casa de Cristina, deti�nele el Soldado.

SOLDADO.—Se�or bueno, �busca vuesa merced algo en esta casa?

ZAPATERO.—S� busco.

SOLDADO.—�Y a qui�n, si fuese posible saberlo?

ZAPATERO.—�Por qu� no? Busco a una fregona que est� en esta casa, para darle estas chinelas que me mand� hacer.

SOLDADO.—�De manera que vuesa merced es su zapatero?

ZAPATERO.—Muchas veces la he calzado.

SOLDADO.—�Y hale de calzar ahora estas chinelas?

ZAPATERO.—No ser� menester; si fueran zapatillas de hombre, como ella lo suele traer, s� calzara.

SOLDADO.—�Y �stas, est�n pagadas, o no?

ZAPATERO.—No est�n pagadas; que ella me las ha de pagar ahora.

SOLDADO.—�No me har�a vuesa merced una merced, que ser�a para m� muy grande, y es, que me fiase estas chinelas, d�ndole yo prendas que lo valiesen, hasta desde aqu� a dos d�as, que espero tener dinero en abundancia?

ZAPATERO.—S� har�, por cierto: venga la prenda, que, como soy pobre oficial, no puedo fiar a nadie.

SOLDADO.—Yo le dar� a vuesa merced un mondadientes, que le estimo en mucho, y no le dejar� por un escudo. �D�nde tiene vuesa merced la tienda, para que vaya a quitarle?

ZAPATERO.—En la calle Mayor, en un poste de aqu�llos, y ll�mome Juan Juncos.

SOLDADO.—Pues , se�or, Juan Juncos, el mondadientes es �ste, y est�mele vuesa merced en mucho, porque es m�o.

ZAPATERO.—Pues una biznaga que apenas vale dos maraved�es, �quiere vuesa merced que estime en mucho?

SOLDADO.—�Oh, pecador de m�! No la doy yo sino para recuerdo de m� mismo; porque, cuando vaya a echar mano a la faldriquera, y no halle la biznaga, me venga a la memoria que la tiene vuesa merced y vaya luego a quitalla; s� a fe de soldado, que no la doy por otra cosa; pero, si no est� contento con ella, a�adir� esta banda y este antojo; que al buen pagador no le duelen prendas.

ZAPATERO.—Aunque zapatero, no soy tan descort�s que tengo que despojar a vuesa merced de sus joyas y preseas; vuesa merced se quede con ellas, que yo me quedar� con mis chinelas, que es lo que me est� m�s a cuento.

SOLDADO.—�Cu�ntos puntos tienen?

ZAPATERO.—Cinco escasos.

SOLDADO.—M�s escaso soy yo, chinelas de mis entra�as, pues no tengo seis reales para pagaros. �Chinelas de mis entra�as! —Escuche vuesa merced, se�or zapatero, que quiero glosar aqu� de repente este verso, que me ha salido medido:

Chinelas de mis entra�as.

ZAPATERO.—�Es poeta vuesa merced?

SOLDADO.—Famoso, y agora lo ver�; est�me atento.

CHINELAS DE MIS ENTRA�AS
Glosa
Es amor tan gran tirano,
Que, olvidado de la fe
Que le guardo siempre en vano,
Hoy, con la funda de un pie,
Da a mi esperanza de mano.
Estas son vuestras haza�as,
Fundas peque�as y hura�as,
Que ya mi alma imagina
Que sois, por ser de Cristina,
Chinelas de mis entra�as.

ZAPATERO.—A m� poco se me entiende de trovas; pero �stas me han sonado tan bien, que me parecen de Lope, como lo son todas las cosas que son o parecen buenas.

SOLDADO.—Pues, se�or, ya que no lleva remedio de firma estas chinelas, que no fuera mucho, y m�s sobre tan dulces prendas, por mi mal halladas, ll�velo, a lo menos, de que vuesa merced me las guarde hasta desde aqu� a dos d�as, que yo vaya por ellas; y por ahora, digo, por esta vez, el se�or zapatero no ha de ver ni hablar a Cristina.

ZAPATERO.—Yo har� lo que me manda el se�or soldado, porque se me trasluce de qu� pies cojea, que son dos: el de la necesidad y el de los celos.

SOLDADO.—�se no es ingenio de zapatero, sino de colegial triling�e.

ZAPATERO.—�Oh, celos, celos, cu�n mejor os llamaran duelos, duelos!

�ntrase el Zapatero.

SOLDADO.—No, sino no se�is guarda, y guarda cuidadosa, y ver�is c�mo se os entran mosquitos en la cueva donde est� el licor de vuestro contento. Pero �qu� voz es �sta? Sin duda es la de mi Cristina, que se desenfada cantando, cuando barre o friega.

Suenan dentro platos, como que friegan, y cantan:

Sacrist�n de mi vida,
tenme por tuya,
y, fiado en mi fe,
canta alleluia.

SOLDADO.—�O�dos que tal oyen! Sin duda el sacrist�n debe de ser el brinco de su alma. �Oh platera la m�s limpia que tiene, tuvo o tendr� el calendario de las fregonas! �Por qu�, as� como limpias esa loza talaveril que traes entre las manos, y la vuelves en bru�da y tersa plata, no limpias esa alma de pensamientos bajos y sota-sacristaniles?

Entra El amo de Cristina.

AMO.—Gal�n, �qu� quiere o qu� busca a esta puerta?

SOLDADO.—Quiero m�s de lo que ser�a bueno, y busco lo que no hallo; pero �qui�n es vuesa merced que lo pregunta?

AMO.—Soy el due�o desta casa

SOLDADO.—�El amo de Cristinica?

AMO.—El mismo.

SOLDADO.—Pues ll�guese vuesa merced a esta parte, y tome este envoltorio de papeles; y advierta que ah� dentro van las informaciones de mis servicios, con veinte y dos fees de veinte y dos generales, debajo de cuyos estandartes he servido, am�n de otras treinta y cuatro de otros tantos maestres de campo, que se han dignado de honrarme con ellas.

AMO.—�Pues no ha habido, a lo que yo alcanzo, tantos generales y maestres de campo de infanter�a espa�ola de cien a�os a esta parte!

SOLDADO.—Vuesa merced es hombre pac�fico, y no est� obligado a entend�rsele mucho de las cosas de la guerra; pase los ojos por esos papeles, y ver� en ellos, unos sobre otros, todos los generales y maestres de campo que he dicho.

AMO.—Yo los doy por pasados y vistos; pero, �de qu� sirve darme cuenta desto?

SOLDADO.—S� que hallar� vuesa merced por ellos ser posible ser verdad una que agora dir�, y es, que estoy consultando en uno de tres castillos y plazas, que est�n vac�as en el reino de N�poles; conviene, a saber: Gaeta, Barleta y Rijobes.

AMO.—Hasta agora, ninguna cosa me importa a m� estas relaciones que vuesa merced me da.

SOLDADO.—Pues yo s� que la han de importar, siendo Dios servido.

AMO.—�En qu� manera?

SOLDADO.—En que, por fuerza, si no cae el cielo, tengo que salir prove�do en una destas plazas, y quiero casarme agora con Cristinica; y, siendo yo su marido, puede vuesa merced hacer de mi persona y de mi mucha hacienda como cosa propia; que no tengo de mostrarme desagradecido a la crianza que vuesa merced ha hecho a mi querida y amada consorte.

AMO.—Vuesa merced lo ha de los cascos m�s que de otra parte.

SOLDADO.—Pues, �sabe cu�nto le va, se�or dulce? Que me la ha de entregar luego, luego, o no ha de atravesar los umbrales de su casa.

AMO.—�Hay tal disparate! �Y qui�n ha de ser bastante para quitarme que no entre en mi casa?

Vuelve el Sota-sacrist�n Pasillas, armado con un tapador de tinaja y una espada muy mohosa; viene con �l otro sacrist�n, con un morri�n y una vara o palo, atado a �l un rabo de zorra.

SACRISTAN.—�Ea, amigo Grajales, que �ste es el turbador de mi sosiego!

GRAJALES.—No me pesa sino que traigo las armas endebles y algo tiernas; que ya le hubiera despachado al otro mundo a toda diligencia.

AMO.—T�ngase, gentiles hombres; �qu� desm�n y qu� asesinamiento es �ste?

SOLDADO.—Ladrones, �a traici�n y en cuadrilla? Sacristanes falsos, voto a tal que os tengo que horadar, aunque teng�is m�s �rdenes que un Ceremonial. Cobarde, �a m� con rabo de zorra? �Es notarme de borracho, o piensas que est�s quitando el polvo a alguna imagen de bulto?

GRAJALES.—No pienso sino que estoy ojeando los mosquitos de una tinaja de vino.

A la ventana cristina y su ama.

CRISTINA.—�Se�ora, se�ora, que matan a mi se�or! M�s de dos mil espadas est�n sobre �l, que relumbran, que me quitan la vista.

ELLA.—Dices verdad, hija m�a; Dios sea con �l; santa �rsola, con las once mil v�rgenes, sea en su guarda. Ven, Cristina, y bajemos a socorrerle como mejor pudi�remos.

AMO.—Por vida de vuesas mercedes, caballeros, que se tengan, y miren que no es bien usar de supercher�a con nadie.

SOLDADO.—Tente, rabo, y tente, tapadorcillo; no acab�is de despertar mi c�lera, que, si la acabo de despertar, os matar�, y os comer�, y os arrojar� por la puerta falsa dos leguas m�s all� del infierno.

AMO.—T�nganse, digo; si no, por Dios que me descomponga de modo que pese a alguno.

SOLDADO.—Por m�, tenido soy; que te tengo respeto, por la imagen que tienes en tu casa.

SACRIST�N.—Pues, aunque esa imagen haga milagros, no os ha de valer esta vez.

SOLDADO.—�Han visto la desverg�enza deste bellaco, que me viene a hacer cocos con un rabo de zorra, no habi�ndome espantado ni atemorizado tiros mayores que el de Dio, que est� en Lisboa?

Entran Cristina y su se�ora.

ELLA.—�Ay, marido m�o! �Est�is, por desgracia, herido, bien de mi alma?

CRISTINA.—�Ay, desdichada de mí! Por el siglo de mi padre, que son los de la pendencia mi sacrist�n y mi soldado.

SOLDADO.—Aun bien que voy a la parte con el sacrist�n; que tambi�n dijo "mi soldado".

AMO.—No estoy herido, se�ora, pero sabed que toda esta pendencia es por Cristinica.

ELLA.—�C�mo por Cristinica?

AMO.—A lo que yo entiendo, estos galanes andan celosos por ella.

ELLA.—Y �es esto verdad, muchacha?

CRISTINA.—S�, se�ora.

ELLA.—�Mirad con qu� poca verg�enza lo dice! Y �hate deshonrado alguno dellos?

CRISTINA.—S�, se�ora.

ELLA.—�Cu�l?

CRISTINA.—El sacrist�n me deshonr� el otro d�a, cuando fui al Rastro.

ELLA.—�Cu�ntas veces os he dicho yo, se�or, que no saliese esta muchacha fuera de casa, que ya era grande, y no conven�a apartarla de nuestra vista? �Qu� dir� ahora su padre: que nos la entreg� limpia de polvo y de paja? Y �donde te llev�, traidora, para deshonrarte?

CRISTINA.—A ninguna parte, sino all� en mitad de la calle.

ELLA.—�C�mo en mitad de la calle?

CRISTINA.—All�, en mitad de la calle de Toledo, a vista de Dios y de todo el mundo, me llam� de sucia y deshonesta, de poca verg�enza y menos miramiento, y otros muchos baldones deste jaez; y todo por estar celoso de aquel soldado.

AMO.—Luego, �no ha pasado otra cosa entre ti ni �l, sino esa deshonra que en la calle te hizo?

CRISTINA.—No por cierto, porque luego se le pasa la c�lera.

ELLA.—El alma se me ha vuelto al cuerpo, que le ten�a ya casi desamparado.

CRISTINA.—Y m�s, que todo cuanto me dijo fue confiado en esta c�dula que me ha dado de ser mi esposo, que la tengo guardada como oro en pa�o.

AMO.—Muestra, veamos.

ELLA.—Leedla alto, marido.

AMO.—As� dice: "Digo yo, Lorenzo Pasillas, sota-sacrist�n desta parroquia, que quiero bien, y muy bien, a la se�ora Cristina de Parrazes; y en fee desta verdad, le di �sta, firmada en mi nombre, fecha en Madrid, en el cimenterio de San Andr�s, a seis de mayo desde presente a�o de mil y seiscientos y once. Testigos: mi coraz�n, mi entendimiento, mi voluntad y mi memoria. —Lorenzo Pasillas". �Gentil manera de c�dula de matrimonio!

SACRIST�N.—Debajo de decir que la quiero bien, se incluye todo aquello que ella quisiere que yo haga por ella, porque, quien da la voluntad, lo da todo.

AMO.—Luego, si ella quisiese, �bien os casar�ades con ella?

SACRIST�N.—De bon�sima gana, aunque perdiese la expectativa de tres mil maraved�s de renta, que ha de fundar agora sobre mi cabeza una ag�ela m�a, seg�n me ha escrito de mi tierra.

SOLDADO.—Si voluntades se toman en cuenta, treinta y nueve d�as hace hoy que, al entrar de la Puente Segoviana, di yo a Cristina la m�a, con todos los anejos a mis tres potencias; y, si ella quisiere ser mi esposa, algo ir� a decir de ser castellano de un famoso castillo, a un sacrist�n no entero, sino medio, y aun de la mitad le debe de faltar algo.

AMO.—�Tienes deseos de casarte, Cristinica?

CRISTINA.—S� tengo.

AMO.—Pues escoge, destos dos que se te ofrecen, el que m�s te agradare.

CRISTINA.—Tengo verg�enza.

ELLA.—No la tengas, porque el comer y el casar ha de ser a gusto propio, y no a voluntad ajena.

CRISTINA.—Vuesas mercedes, que me han criado, me dar�n marido como me convenga; aunque todav�a quisiera escoger.

SOLDADO.—Ni�a, �chame el ojo; mira garbo; soldado soy, castellano pienso ser; br�o tengo de coraz�n; soy el gal�n m�s hombre del mundo, y, por el hilo deste vestidillo, podr�s sacar el ovillo de mi gentileza.

SACRIST�N.—Cristina, yo soy m�sico, aunque de campanas; para adornar una tumba y colgar una iglesia para fiestas solenes, ning�n sacrist�n me puede llevar ventaja; y estos oficios bien los puedo ejercitar casado, y ganar de comer como un pr�ncipe.

AMO.—Ahora bien, muchacha: escoge de los dos el que te agrada; que yo gusto dello, y con esto pondr�s paz entre dos tan fuertes competidores.

SOLDADO.—Yo me allano.

SACRIST�N.—Y yo me rindo.

CRISTINA.—Pues escojo al sacrist�n.

Han entrado los m�sicos.

AMO.—Pues llamen esos oficiales de mi vecino el barbero, para que con sus guitarras y voces nos entremos a celebrar el desposorio, cantando y bailando y el se�or soldado ser� mi convidado.

SOLDADO.—Acepto.
Que, donde hay fuerza de hecho,
Se pierde cualquier derecho.

M�SICOS.—Pues hemos llegado a tiempo, �ste ser� el estribillo de nuestra letra.

Cantan el estribillo.

SOLDADO.—Siempre escogen las mujeres
Aquello que vale menos,
Porque excede su mal gusto
A cualquier merecimiento.
Ya no se estima el valor,
Porque se estima el dinero,
Pues un sacrist�n prefieren
A un roto soldado lego;
Mas no es mucho, que �qui�n vio
Que fue su voto tan necio,
Que a sagrado se acogiese,
Que es de delincuentes puerto?

Que a donde hay fuerza, etc.

SACRIST�N.—Como es propio de un soldado
Que es s�lo en los a�os viejo,
Y se halla sin un cuarto
Porque ha dejado su tercio,
Imaginar que ser puede
Pretendiente de Gaiferos,
Conquistando por lo bravo
Lo que yo por manso adquiero,
No me afrentan tus razones,
Pues has perdido en el juego;
Que siempre un picado tiene
Licencia para hacer fiero.
Que a donde, etc.

�ntranse cantando y bailando.

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