El fantasma con mala suerte 
      
      Eran las doce de la noche y el fantasma dormía en su cama. Este fantasma 
        vivía en un desván: descansaba en el día y asustaba de noche. ¿Qué cómo 
        lo supe yo? Muy sencillo: lo espiaba por el ojo de la cerradura, no por 
        el ojo de la cerradura de la puerta del desván, sino por el ojo de la 
        cerradura de la puerta de la imaginación.  
      Esa noche, igual que todas las noches, sonó el despertador y el fantasma 
        se levantó a la carrera. Pero... ¡oh, desgracia! Por las prisas se descuidó 
        y pisó primero con el pie izquierdo. "¡Noche de mala suerte!", dijo, pues 
        como era fantasma de buena cepa, su deber era ser supersticioso a ultranza.  
      Después de que pisó con el pie izquierdo, el fantasma corrió a tocar 
        madera para librarse del mal agüero. Tocando madera estaba cuando, miau, 
        un gato negro apareció en la ventana. "¡Noche de mala suerte!", volvió 
        a decir el fantasma y pensó que no debería salir a trabajar, pero recordó 
        que debía pagar la renta del desván. "Ni modo, tengo que salir". Preparó 
        su sábana, se encomendó a todos los santos y salió a la calle.  
      Desde tiempo atrás tenía problemas, ya que en la ciudad era cada vez 
        más difícil para los fantasmas encontrar calles solitarias y a oscuras 
        donde pasearse a gusto. Por lo tanto, él prefería irse fuera de la ciudad 
        a recorrer bosques y llanos.  
      Llegó, pues, el fantasma al campo y comenzó su recorrido. En eso estaba, 
        cuando, entre truenos y relámpagos, se soltó la tormenta. "Y ahora, ¿dónde 
        me protejo del agua?" Porque, claro, estos personajes tienen prohibido 
        usar paraguas o gabardinas y además, saben que es peligroso cubrirse de 
        la lluvia bajo los árboles. ¡Ni modo!, tuvo que emprender el camino de 
        regreso a casa. 
       
         
           
        
      Entró de nuevo a la ciudad, iba el fantasma a toda carrera cuando, ¡zas!, 
        tropezó y cayó en un charco de agua. ¡Quedó convertido en una sopa!  
      ¡Aaachú!, llegó al poco rato el fantasma al desván, iba bien resfriado. 
        "Ojalá no me dé pulmonía", pensó. Se quitó la sábana y la puso a secar, 
        se preparó un té y tomó una aspirina.  
      Ya cuando estaba en su cama, se le ocurrió mirar el calendario y cuando 
        vio la fecha, se llevó un buen disgusto: ¡Era martes 13, día de descanso 
        obligatorio! "¡Qué tarea tan ingrata es asustar a la gente! ", pensó el 
        fantasma.  
      Y yo pensé: ¡Qué mala costumbre es ser supersticioso!  
	  Me dio tanta lástima 
        el fantasma que hice clic, como si apagara una televisión y dejé de espiarlo 
        por el ojo de la cerradura de la puerta de la imaginación.  
      José Antonio Zambrano.
  
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