Enrique era, a decir de casi todos, una de las
inteligencias más brillantes del 3º A, además de sociable y atento. Varios
maestros lo calificaban como “muy listo”, pero también decían que
podía ser destructivamente inquieto. La maestra Garfias señalaba su tendencia a
buscar solaz y apoyo entre sus compañeros (“Busca el apoyo aquí, en la
escuela, [el] que no tiene en su casa”), mientras que el profesor Cantú
pensaba que debería irle mejor en la escuela (“No aprovecha ni encauza
su inteligencia; no se fija en los detalles y por eso no saca su diez”).
Con sus amigos del grupo podía ser tan escandaloso como cualquier otro alumno
de secundaria, “echando relajo” y jugando apasionados partidos
de fútbol en la cancha. Sin embargo, en otros contextos mostraba una
inteligencia refinada y una ternura notable. Durante una conversación con sus
padres, vi que Enrique limpió a su hermana de tres años que se había ensuciado
comiendo mango, le cambió la ropa y comenzó a jugar con ella.
á
Enrique había recorrido un largo
camino desde su medio rural. Era el mayor de los que a la larga serían siete
hijos, había pasado sus primeros años en un pequeño caserío a unos treinta
kilómetros de San Pablo. Ya entonces su padre pasaba gran parte del tiempo
fuera de la casa, pues vivía y trabajaba como cortador de madera en una ciudad
grande a dos horas de allí. Su madre administraba una minúscula tienda y
vigilaba las tierras que rentaban. Enrique había cursado su primer año de
primaria en una escuela de una sola habitación, pero cuando la familia de su
madrina se mudó a San Pablo, él se fue con ellos. Durante cerca de dos años
asistió a la primaria de San Pablo y vivió con esta otra familia hasta que sus
padres se mudaron a San Pablo para “cuidar” una casa. El padre de
Enrique encontró trabajo en el aserradero local y, con el tiempo, ganó el
dinero suficiente para comprar un pequeño terreno con una casa de dos cuartos.
Poco tiempo después, se fue a trabajar a Estados Unidos, de donde regresó una o
dos veces y se dedicó a repartir refrescos a las tiendas o a conducir un
autobús en San Pablo.
A pesar de su evidente inteligencia y
de sus buenas calificaciones, Enrique dudaba acerca de seguir estudiando. En
1991, pude platicar con sus padres durante una de las extensas visitas del
padre al hogar. En un insólito cambio de roles sexuales, el padre insistía en
que Enrique continuara con la prepa, mientras que la mamá pensaba que tal vez
debería dejar la escuela y ponerse a trabajar. Veía los muchos ejemplos de
egresados del cbtis o de la preparatoria que seguían
repartiendo Pepsi en San Pablo, por lo que dudaba del valor de continuar
estudiando. ¿Por qué debían sacrificarse ella, su esposo y sus hijos pequeños
por una dudosa inversión educativa? Además, quería que él se quedara en la
región, y sabía que una carrera profesional probablemente lo alejaría.
Aparentemente Enrique se dejaba
influir más por su madre. Después de todo, su padre no estaba mucho en casa y,
además, el muchacho ya había ganado algún dinero ayudando a su papá en el
camión. Los padres me dijeron que Enrique había manifestado cierto interés en
estudiar arquitectura o en incorporarse a la fuerza aérea, pero nunca lo
á
escuché personalmente hablar de esos intereses. Hacia el final del año escolar,
lo que más deseaba Enrique era incorporarse de inmediato al mundo laboral. Sin
una clara aspiración por una carrera, éste parecía su destino.
Levinson, Bradley A. U.
á
Todos somos iguales: cultura y aspiración
estudiantil en una escuela secundaria mexicana.
México:
Santillana,
2002 (Reproducido en Aula xxi, 3), p. 159.
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