VI. ¿QUÉ ES LA MEDICINA SI SE DESCONOCEN LAS CAUSAS DE LAS ENFERMEDADES?

EN UN informe que el médico Isidoro Olvera envía al Consejo Superior de Salubridad, corporación dedicada al cuidado de la salud pública, sobre una epidemia de gripe y de escarlatina que ataca a la ciudad de Toluca, encontramos varios e importantes datos referentes a la etiología, síntomas y tratamiento de estas enfermedades, que nos sirven para conocer un poco más la medicina de esa época.

En septiembre de 1844 se habían observado en la ciudad de Toluca varios casos "de calenturas catarrales, bronquitis agudas en los adultos y coqueluche en los niños [...], resultado de bruscas variaciones atmosféricas". En diciembre la bronquitis "se fue haciendo poco a poco exclusiva. Entonces ella se presentó bajo los mismos síntomas que la que en [la ciudad] de México, aquí y en otros puntos de la República, reinó en 1837, y que fue conocida con el nombre de grippa". Éste es el cuadro clínico de la enfermedad epidémica que el doctor Olvera llama gripa:

Los que han sido atacados de esta enfermedad se han quejado al principio de lascitudes espontáneas, dolor gravitativo en la frente y calosfrios más o menos intensos en el dorso, pecho y brazos. Un lagrimeo más o menos constante o por lo menos incomodidad en las conjuntivas; sensibilidad más o menos exaltada de la retina; cosquillas en las fosas nasales o faringe. Tos seca al principio, que se vuelve después mucosa y algunos dolores vagos en el tórax que se han seguido a aquellos preludios, han revelado la inflamación general de la mucosa que tapia las fosas nasales, la cámara anterior y posterior de la boca y los bronquios. A esta inflamación se ha acompañado también la de las amígdalas, de las glándulas salivales y ganglios linfáticos del cuello. El pulso en todos los casos ha sido febril.


Veamos ahora el curso o marcha de esta enfermedad, y su terminación.

La marcha de la enfermedad, lo mismo que sus terminaciones, ha sido diferente en los diversos individuos: en unos se ha terminado al tercero, quinto o séptimo día por sudor abundante o por la secreción copiosa de las mucosidades de la nariz y de los bronquios; en otros, ganando la inflamación el parénquima pulmonar, ha degenerado en peripneumonía; o propagándose al tubo digestivo se le ha complicado con la gastroenteritis, y en otras por último, en los postreros días de enero, en cuyo tiempo se comenzaron a observar algunos casos de escarlatina, se ha combinado fatalmente con esta enfermedad.


La "fisonomía patológica" de la escarlatina, es la siguiente:

Este líquido es más negro que de costumbre, mas con el contacto con el aire recobra su rubicundez natural. Casi nunca presenta costra inflamatoria y nada ofrece de anormal en sus proporciones entre el suero y el coágulo. El pulso se concentra y se pone tan frecuente que a veces no se pueden contar sus pulsaciones y decae gradualmente hasta ponerse capilar.
En los casos benignos siempre ha sido precedida de los preludios conocidos y seguido su marcha y periodos regulares, mas es común que se presenten desde el principio náuseas tenaces, vómitos o diarrea biliosos, o todo a la vez, que ponen al enfermo en un estado de postración extrema siendo muy notable que a estos síntomas es frecuente que no se agreguen otros de la gastroenteritis, tales como el dolor en algún punto del abdomen, la sed y a veces tampoco la coloración de los bordes y punta de la lengua. En tales casos la erupción aparece bruscamente y casi en seguida se pone lívida, presentándose síntomas principalmente en la espalda y extremidades, por placas morenas en cuyos puntos parece nula la circulación capilar; pues que la mancha blanquecina que produce la presión del dedo persiste por muchísimo tiempo. Esta misma atonía capilar se suele observar hasta en los ramos venosos superficiales, porque sucede que cuando se practica una sangría la sangre sale arrastrada y con dificultad.
Se nota que la respiración no corresponde en su frecuencia a la del pulso, principalmente en el segundo periodo del mal, pues es raro que entonces se efectúe más de cuarenta veces por minuto.
Ha solido haber una abundante secreción de orina, la cual en pocos casos ha sido crítica, y ha parecido más bien sustraer fuerzas al sujeto.


Quienes padecieron la enfermedad, según la anterior descripción, sólo excepcionalmente escaparon a la muerte "al cabo de dos, tres y a más tardar cinco días", cualquiera que haya sido el tratamiento empleado.

Por lo que toca a la terapéutica, según Olvera "las emisiones sanguíneas algo abundantes han apresurado la marcha así como los purgantes y eméticos". Tampoco los tónicos, administrados "en el periodo de extrema atonía", habían tenido buen efecto, ni los rebulsivos, que por la atonía de la piel no daban ni siquiera resultados locales.

El prudente Olvera usa un "método demasiado sencillo que casi toca al expectante": una pequeña sangría que no tiene más objeto que...

disminuir la columna de este líquido, dando así al corazón más facilidad para impulsarlo a los órganos y regularizar de consiguiente las funciones que están bajo la dependencia inmediata de la gran circulación; bebidas abundantes que disminuyan la consistencia de los humores, favoreciendo de esta manera los movimientos críticos; enemas laxantes cuando no ha existido la diarrea; friegas diaforéticas, quietud, abrigo moderado y la dieta.


Con tal tratamiento, Olvera había logrado curar a varios escarlatinosos. El alivio se anunciaba por "alguna evacuación crítica", siendo las más favorables "la diaforesis y las deyecciones albinas", habitualmente espesas, insoportablemente fétidas y de color verde oscuro o moreno. Sin embargo, en todos los casos de escarlatina las convalecencias eran "muy penosas". "Anasarca, disentería, derrames en las cavidades, principalmente en la del pecho, inflamaciones de vejiga y tumores críticos", eran las secuelas más frecuentes.

Hasta aquí lo que podríamos considerar la primera parte del informe del médico Isidoro Olvera respecto a las enfermedades epidémicas que reinaban en la ciudad de Toluca a fines de 1844 y principios de l845. La segunda parte trata de las causas de dichas enfermedades, es decir, de la gripe y la escarlatina.

Olvera hubiera deseado apoyar sus opiniones en "observaciones necrópsicas practicadas en los cadáveres de personas que habían sucumbido a las referidas enfermedades, pero circunstancias particulares a mi individuo, y sobre todo cierto respeto fanático que en este país tienen las gentes por sus muertos", le impidieron contar con tan valioso recurso. Hecha esta aclaración, Olvera suelta la pluma para hablarnos de las clásicas constituciones epidémicas. Ahora sí entramos de lleno al asunto de la etiología de las enfermedades, que da título a este capítulo:

En primer lugar, es incuestionable que existe una constitución epidémica de la atmósfera. Las abundantes lluvias de 1844, seguidas de un invierno bastante cruel, han sido si se quiere la base de esa constitución poniendo en disolución, más que de costumbre, considerable cantidad de materias animales y vegetales podridas, que por la evaporación han cargado el aire de miasmas mefíticos que irritan el aparato pulmonar y el sistema de vasos linfáticos, modifican la composición química de la sangre y evitan que se efectúe una perfecta hematosis.
La electricidad atmosférica parece haber sufrido también modificaciones, según lo comprueban los frecuentes terremotos de estos últimos días y la formación de varios meteoros que se han observado últimamente y en la cual ella tiene parte.
Añádanse a esto otras señales dadas por los autores para conocer la existencia de una constitución epidémica, tales como espesas nieblas, ráfagas de aire de olores fuertes, la abundancia de insectos y la facilidad para pudrirse las frutas y otros vegetales; pues todos estos fenómenos se han observado aquí. Todo pues comprueba que el fluido atmosférico no está en condiciones favorables para la vida.


A estas condiciones atmosféricas adversas se agregaba otro factor:

En segundo lugar, existe otra circunstancia que debe haber contribuido poderosamente para el desarrollo de la epidemia, y es el aumento brusco de la población, con motivo del cantón establecido en esta ciudad, cuya tropa no tiene en sus cuarteles ni la ventilación ni la capacidad suficientes, ni se cuida en ellos del exacto cumplimiento de las reglas de higiene y salubridad.


Quizá también la tropa ha conducido el virus escarlatinoso y lo hace sospechar, con razón, la rara coincidencia entre su venida y el aumento del mal:

Respecto a la insalubridad en los cuarteles, ya el Consejo,1 cumpliendo con sus atribuciones, los ha visitado, notando en ellos los defectos principales que para la salubridad de la tropa se encuentran.


La tercera parte del informe del doctor Olvera al Consejo Superior de Salubridad sobre las enfermedades epidémicas que invadieron a la ciudad de Toluca en 1844, es una verdadera lección médica de la época:

La bronquitis, tal como la he descrito arriba con el nombre de grippa, es idéntica a la que con este mismo nombre y otros se ha conocido y ha reinado epidémicamente en varios países del mundo; y son también iguales las condiciones atmosféricas que se han notado aquí y las observadas en donde ella ha sido epidémica en otras ocasiones
[Al] desarrollarse esta enfermedad, siempre bajo las mismas causas atmosféricas hace sospechar con fundamento que ella se debe a la introducción de una materia morbífica en la economía; y se verifica la sospecha meditando el modo como la naturaleza y el arte [de la medicina] triunfa de esta enfermedad; produciendo siempre evacuaciones críticas
Supuesto lo dicho, es fácil inferir que el tratamiento que se deba emplear para la curación debe ser el eliminador, aplicado según las indicaciones y circunstancias particulares del enfermo; que es necesario evitar la perturbación de los movimientos críticos de la naturaleza, debiendo por lo mismo manejar con mucha prudencia las emisiones sanguíneas y limitar su uso a casos muy particulares, de temor de quitarle a los órganos la tonicidad necesaria para efectuar la acción eliminadora; que por las mismas consideraciones los revulsivos en el primer periodo del mal no deben producir buen resultado, y exigir las mismas precauciones que para las emisiones sanguíneas. Y por último, que los diaforéticos, los diluentes, los laxantes suaves, los dulces expectorantes, el abrigo, el silencio y la quietud, deben componer el plan curativo para la generalidad de los casos.


Las mismas reflexiones podían aplicarse a la escarlatina, principalmente a la forma antes descrita, y que según Olvera podía llamarse "pútrida". En efecto,

No se puede dudar que ella se deba a la infección de los humores, pues ha desarrollado bajo las mismas causas atmosféricas que la gripa.
Pero hay en aquella enfermedad, a mi juicio, de más que en ésta, un ataque profundo del gran simpático y de los nervios ganglionarios, que produce todos los desórdenes que se notan.
Para formar esta opinión he tenido presente que las funciones más trastornadas son las presididas por estos nervios. De su lesión viene la imperfección de la hematosis y el trastorno de los movimientos del corazón. De ella vienen también esas hiperdiacrisis del hígado, del páncreas y de los riñones, de ella por último la atonía de la circulación.
La exacerbación de los síntomas se adinamia por las emisiones sanguíneas; el defecto de la costra inflamatoria de la sangre, el calor de la piel que no corresponde a la frecuencia del pulso, apoyan también mi opinión, persuadiendo que no se debe buscar la explicación de los fenómenos en la irritación del sistema sanguíneo. El mal éxito de los purgantes y de los eméticos, aun en casos en que han parecido bien indicados, manifiestan que tampoco se deben buscar los desórdenes del tubo digestivo en la existencia de algún embarazo bilioso [...] y la impasibilidad de los órganos a la acción de los tónicos y de los revulsivos manifiesta bien que no hay esa exaltación de las propiedades vitales que casi constituyen las enfermedades inflamatorias
Los pocos síntomas cerebrales por último, a falta de convulsiones, el poco dolor que acusan los enfermos indican que los nervios sensitivos y motores se encuentran en un estado normal.
Nada tan bien como la lesión del gran simpático y de los nervios ganglionarios puede dar razón de tantos desórdenes de los actos vitales y del fundamento consiguiente de ellos, la enervación.


Y se pregunta el doctor Olvera:

¿Más cuál será el modo de esta lesión? Cuál el agente que la produzca; si los vapores mefíticos que vayan a desarrollar en esos nervios una irritación, o modificaciones que el exceso o defecto de electricidad atmosférica vayan a producir en el fluido nervioso, eso es lo que no podré fijar [ya que], desgraciadamente, hay un velo que cubre la fisiología y la patología de esos órganos, que será preciso descorrer para resolver el problema.


Varias explicaciones requiere el texto del doctor Olvera. Empecemos con la "constitución epidémica de la atmósfera". Recibía tal denominación una serie de condiciones o fenómenos atmosféricos que, por sí solos o unidos a otros factores, se consideraban determinantes de las enfermedades epidémicas. Generalmente, como en el caso de las epidemias de la ciudad de Toluca, la constitución epidémica de la atmósfera ejercía sus efectos patógenos a través de la aceleración de la normal pudrición de "materias animales y vegetales", y la consecuente producción de "miasmas mefíticos", de los que después nos ocuparemos con cierta amplitud.

Hace ciento cincuenta años, ante una epidemia, el médico hacía dos diagnósticos: el de la constitución atmosférica y el de la enfermedad propiamente dicha. El doctor Olvera saca a colación a sus "autores", al referirse a los signos atmosféricos que aquéllos describen para diagnosticar o reconocer una constitución epidémica atmosférica, todos los cuales se observan en la ciudad de Toluca: espesas nieblas, ráfagas de aire de fuertes olores, abundancia de insectos y la facilidad con que se pudren las frutas y otros vegetales. El maestro Olvera cree que también la electricidad atmosférica se alteró, porque hubo terremotos y se vieron meteoros. Pero los hechos atmosféricos más directamente ligados a la epidemia de gripe y escarlatina que nos ocupa, fueron "las abundantes lluvias de 1844 seguidas de un invierno que fue bastante cruel".

Veamos cómo obraron los miasmas mefíticos. Al evaporarse, contaminaron el aire, el que, al ser respirado por los habitantes de la referida ciudad, irritó su "aparato pulmonar" y "el sistema de los vasos linfáticos", además de que modificó la composición de la sangre y produjo defectos en la "hematosis".

Los datos anteriores se refieren sobre todo a la patogénesis de la epidemia gripal. Por lo que toca a la escarlatina, además de que al miasma se agregó "el virus escarlatinoso" traído por la tropa, los tejidos o partes más infectados fueron "el gran simpático y los nervios ganglionarios", de cuya lesión resultaron la imperfección de la hematosis, el trastorno en los movimientos del corazón, las "hiperdiacrisis del hígado, del páncreas y de los riñones" y la atonía de la circulación, que se observaron en los enfermos.

Hagamos un paréntesis para hablar de las hiperdiacrisis y de una vez de los "movimientos críticos de la naturaleza", a los que el doctor Isidoro Olvera se refiere cuando se ocupa del tratamiento de la gripe:

El concepto de la crisis es de origen hipocrático-galénico. En días determinados, el organismo, de manera natural, experimenta "movimientos críticos" que tienden a eliminar la materia morbífica (en el caso que nos ocupa, los miasmas y el "virus escarlatinoso"). La terapéutica instituida por el médico debía respetar y favorecer estos movimientos críticos, recomendación que, como hemos visto, el doctor Olvera toma en cuenta.

Supongo que las "hiperdiacrisis" son "movimientos críticos" exagerados, que en el caso del riñón correspondían a una abundante poliuria.

Hay en el informe del doctor Olvera más de un dato que nos permite identificar a la enfermedad: a) como el resultado "de la introducción de una materia morbífica a la economía"; b) como "irritación" de los órganos y c) como "inflamación" de dichos órganos.

En el primer caso, descubrimos un ejemplo más de la vieja idea que relaciona a la enfermedad con un "cuerpo extraño"; en los dos restantes se perciben ideas de la medicina fisiológica de Broussais y de otros sistemas médicos que constituyeron el puente entre la medicina hipocrático-galénica y la que Bernard llamó medicina científica. Hasta que la anatomía patológica no se hubo desarrollado convenientemente, persistieron estas más o menos hipotéticas "irritaciones" e "inflamaciones".

Un sistema médico es un conjunto, con gran coherencia interna, de conocimientos, creencias o suposiciones relativas a la enfermedad y su curación, así como de diversos actos (que podemos dividir en diagnósticos, preventivos y terapéuticos, fundamentalmente) que dictan o determinan los conocimientos, creencias o suposiciones que constituyen el plano teórico del sistema.

La terapéutica del doctor Olvera no escapa a esta regla general, como se ve en los siguientes puntos: a) si la enfermedad se debe "a la introducción de una materia morbífica en la economía" (gripe), la terapéutica consistirá en ayudar a su eliminación. Esto se consigue, en primer lugar, no estorbando "los movimientos críticos de la naturaleza" no quitando a los órganos aquella tonicidad necesaria para la buena eliminación (de ahí la mesura en el uso de las sangrías), y, finalmente, aplicando las medidas eliminatorias: diaforéticos, laxantes suaves, expectorantes, etcétera; b) si la enfermedad es por "inflamación", están indicados los tónicos y los revulsivos.

DEL MIASMA AL DESCUBRIMIENTO DE BACTERIAS PATÓGENAS

En el tiempo que abarca este libro, se pasó, en lo que respecta a la etiología de las enfermedades infecciosas y contagiosas, de las ideas de miasma y "virus" contagiante, a la identificación plena de ciertos microbios como causa de determinadas enfermedades de este tipo.

Miasma es un viejo vocablo que empleó Hipócrates, pero que luego se olvidó, reapareciendo en el habla médica muchos siglos después. Tres son las maneras como se ha entendido este vocablo: 1) como emanaciones, generalmente malolientes, entre las que se distinguen: las producidas por el hombre y los animales en el proceso natural de la vida; las "exhalaciones morbíficas" provenientes del suelo, especialmente de los pantanos ("efluvios"), y las resultantes de la descomposición de la materia animal muerta o separada del ser vivo (panteones, curtidurías, mataderos, etc.); 2) como el modo de acción de ciertos ambientes o condiciones llamados "focos de infección"; y 3) como la emanación nociva que se desprende de los individuos atacados de una enfermedad pestilencial, y que actúa a distancia provocando esa misma enfermedad en individuos que no la tenían (peste, cólera, tifo, fiebre amarilla), o bien como la emanación, igualmente patógena, proveniente de los objetos que habían estado en contacto con tales individuos.

Visto el asunto de manera un poco más concreta, algunos médicos entendían por miasma al agente por medio del cual las enfermedades infecciosas y los medios o ambientes conocidos como focos de infección ejercían a través de la atmósfera su influencia morbífica sobre los individuos. Se aclaraba que en el caso de las emanaciones del hombre y de los animales sanos o enfermos, y de los materiales excrementicios, existían dos elementos igualmente morbíficos: a) los gases deletéreos que producían el llamado mefitismo, responsable de cuadros que se equiparaban a la asfixia; b) otros productos, que al parecer estaban más allá de lo que el hombre podía observar. Éstos eran los miasmas propiamente dichos, causantes de la enfermedad infecciosa.

En este punto del problema se impone hacer la distinción entre miasma y "virus contagiante" o simplemente "virus". Se daba este nombre al elemento hipotético causante de la enfermedad contagiosa. Se trataba de un elemento específico que transmitía determinada enfermedad del individuo afectado de este mal al sano.

Además de los gases mefíticos y los miasmas existían los "virus", elementos específicos de determinada enfermedad, desprendidos de los enfermos afectados de ésta y capaces de transmitirla a los sanos, por contacto directo o por medio de objetos.

Insistiendo sobre las diferencias entre miasma y virus, se decía que el primero era menos constante y más desigual en su acción, que su poder patógeno se modificaba más que el del virus por las condiciones ambientales y la receptividad o predisposición individual, y que las causas banales tenían más influencia en el desarrollo de las enfermedades miasmáticas o infecciosas que en las virales o contagiosas.

Por los años setenta del siglo pasado, se habían hecho ya varios estudios tendientes a identificar la naturaleza de los miasmas. Se decía que la acción patógena del aire de las áreas pantanosas y de las grandes ciudades nada tenía que ver con los gases que contenía. Era pues, decían los investigadores, la materia orgánica la responsable de la nocividad de la atmósfera. En consecuencia, los miasmas se definían como "partículas de sustancias orgánicas alteradas, volátiles o transportadas por los líquidos volátiles al evaporarse, que provienen de los tejidos animales o vegetales en vías de descomposición, de las deyecciones, de las exhalaciones pulmonares o sudorales de los hombres y animales sanos y enfermos, y que determinan diferentes enfermedades".

El gran grupo de los miasmas se dividía en cuatro subgrupos: 1) las emanaciones pútridas, resultantes de la descomposición de las materias animales; 2) los miasmas propiamente dichos, provenientes del hombre o de los animales sanos o enfermos; 3) los miasmas provenientes del suelo ("efluvios"); 4) un grupo de origen incierto, y que simplemente por analogía se le comparaba al grupo tercero, constituido por los miasmas responsables de la peste, la fiebre amarilla y el cólera

Se aclaraba, por la frecuente asociación entre miasma y olor desagradable, que si bien las emanaciones pútridas eran a la vez patógenas y desagradables al olfato, había otros miasmas que no olían mal. Las primeras ejercían su acción nociva por intermedio del nervio olfatorio

Respecto al segundo subgrupo de miasmas, es muy importante recordar que bajo determinadas condiciones éstos eran particularmente nocivos. La principal era el hambre, porque "la falta de nuevos materiales de asimilación impide la eliminación de los productos excrementicios que aquéllos van a reemplazar; de aquí proviene una especie de infección, tanto para el individuo hambriento como para quienes respiran las exhalaciones de este organismo". Además del hambre y la miseria, se creía que la fiebre producía miasmas que causaban una segunda enfermedad en el febricitante, como sucedía en el caso de la fiebre tifoidea. Al respecto, debemos tener en cuenta el llamado "miasma nosocomial", de cuya existencia y peligrosidad los médicos tenían muchas pruebas, según se desprende de la siguiente aseveración: "La historia del tifo, de la podredumbre de hospital, de la infección purulenta, de la erisipela infecciosa y de la fiebre puerperal, acumula prueba sobre prueba respecto a los peligros del miasma humano, sobre todo cuando a la suma de las exhalaciones normales se agrega, como nueva causa de viciación de la atmósfera, una masa más o menos considerable de emanaciones pútridas y patológicas."

Por la cercanía del lago de Texcoco, en la ciudad de México eran muy importantes los miasmas provenientes del suelo. Era precisamente el aire pantanoso de las riberas del lago el foco de estas emanaciones que, según ciertos estudios del doctor Leopoldo Río de la Loza, era el responsable de la mayor morbilidad y mortalidad que se observaba en las áreas de las parroquias del norte de la capital, y de que de ese rumbo proviniera la mayor cantidad de los leprosos que se atendían en los hospitales respectivos.

Conocidos los miasmas, era indispensable saber, además, su vehículo o manera de llegar hasta los organismos sanos. El medio de transmisión era el aire atmosférico, pero tenían que ver también las bebidas y los alimentos, las condiciones de la habitación, el clima, las estaciones del año, etcétera.

Por supuesto que la teoría del miasma tenía su correspondiente teoría terapéutica. Se decía que se tenían más recursos contra los miasmas que contra los virus, pues aquellos dependían en gran medida de las condiciones higiénicas individuales y del medio, factores ambos, sobre todo el primero, que el hombre podía controlar.

A partir del descubrimiento de los microorganismos patógenos, las medidas de salud pública se basaron en otros conceptos y echaron mano de nuevos recursos. Sobrevivía la posibilidad patógena del hambre o desnutrición, del hacinamiento humano, del depósito al aire libre de basuras y materiales excrementicios, pero, en este último caso, ya no como focos miasmógenos sino como verdaderos medios de cultivo para diferentes tipos de microorganismos, y como lugares donde nacen o se acumulan moscas y otros insectos. Por lo que toca a la desnutrición, hoy se sabe que en realidad sí predispone a las enfermedades infecciosas, mas no produciendo miasmas que van a afectar al mismo organismo de donde provienen, sino alterando los mecanismos inmunitarios y defensivos en general.

CONCURSOS DE LA ACADEMIA DE MEDICINA SOBRE LA FIEBRE AMARILLA

En 1879, la Academia de Medicina abrió un concurso sobre el tema "Estudios sobre la fiebre amarilla (vómito) en la costa oriental de la República Mexicana". El trabajo enviado por el doctor Carlos Heinemann, de Orizaba, nos pone al tanto de lo que se sabía sobre esta enfermedad y sobre lo que se hacía para curarla o evitarla.

Después de declarar la absoluta separación entre el paludismo o fiebres palustres y la fiebre amarilla, el autor se ocupa de los "momentos que son de importancia para el desarrollo y la mayor o menor extensión de la fiebre amarilla", entre los cuales distingue los "independientes de la naturaleza del individuo" y los "íntimamente ligados" a dicha naturaleza. Entre los primeros anota la temperatura anual media alta; dice además que la fiebre amarilla es "enfermedad de ciudades, es especial de las situadas en las costas o en las márgenes de los ríos navegables". Finalmente, Heinemann rebate a quienes creen que la "aglomeración de inmundicias", la limpieza de casas y calles y la calidad del agua que se bebe en una población participan en la génesis de dicho mal. Pone de ejemplo la ciudad de Veracruz, donde no hay, dice, calles angostas ni sucias a la orilla del mar, ni barrios de mineros con sus tabernas; es, por el contrario, un puerto en el que "el aseo de las calles es tal que llama la atención de los forasteros" y donde el agua para beber es limpia y abundante. Sin embargo, la fiebre amarilla no se había modificado en Veracruz, como bien tristemente lo habían demostrado las epidemias de 1875, 1877 y 1878.

En el apartado que el autor titula "Momentos que están íntimamente ligados a la naturaleza del individuo", después de afirmar que "los mexicanos del interior del país, sean indios puros, mestizos o blancos, están más expuestos a la enfermedad que los extranjeros"; después de desechar la idea de aclimatación y preferir el concepto de inmunidad, se detiene en este último: "Después de haber explicado las razones por las que no me parece oportuno aplicar la palabra aclimatación respecto a la fiebre amarilla, tengo que tratar de la inmunidad, que se adquiere por el nacimiento o por haber pasado un ataque."

Respecto al primer caso, se aclaraba que la inmunidad no era absoluta; respecto al segundo, se señalaba que los individuos lograban ser inmunes después de haber pasado un ataque, aun de la forma abortiva más leve. Tal inmunidad podía perderse si por años se cambiaba de residencia a lugares donde no existiese fiebre amarilla endémica.

Al hablar del "veneno que produce la fiebre amarilla", el doctor Heinemann declaraba su ignorancia sobre la naturaleza de éste, pero anotaba lo que él llama sus características: a) "La gran dificultad que opone a su transporte de un lugar a otro, la tenacidad con la que [la enfermedad] está pegada al lugar que ocupó una vez, calidad sin la cual tendríamos epidemias de vómito todos los años en casi todos los puertos del mundo entero"; b) su transportación "por conducto de los cuerpos sólidos muertos, tales como mercancías en el sentido más amplio de la palabra, casas enteras y buques".

Los datos de anatomía patológica son, según Heinemann, bastante inconstantes, sin que se pueda hablar de alguno específico.

Respecto a la forma de principio, curso y síntomas, era un hecho bien comprobado que la fiebre amarilla empieza "con la violencia de un rayo", que después de un periodo de temperatura muy elevada y pulso rápido, viene una fase de remisión a la que sigue la curación o una tercera fase, generalmente de mal pronóstico. Entre los síntomas más frecuentes, están los que le han dado nombre a la enfermedad: la ictericia y el vómito "negro". Heinemann dice que aún hay discordancia sobre si la ictericia es hepatógena o hematógena; como le ha sido posible hacer exámenes de orina para buscar ácidos biliares y los ha encontrado en todos los casos, concluye diciendo que "no hay ningún motivo para suponer un origen hematógeno de la ictericia en la fiebre amarilla". Otros síntomas o signos que se relatan en el trabajo del doctor Heinemann son la cefalea intensa al principio del padecimiento, además de delirios e inquietud y pérdida del conocimiento.

En nueve casos este médico había examinado la sangre al microscopio, siguiendo este curioso método: "En los primeros nueve casos abrí una vena dorsal de la mano y mezclé inmediatamente una gota de sangre con un poco de suero yodado, artificialmente preparado de la clara de un huevo de gallina, agua y cloruro de sodio en cantidades determinadas, y echando después unas gotas de yodo observé la absoluta integridad de los corpúsculos rojos", lo que obligaba a olvidar "las frases usuales de una descomposición de la sangre en la fiebre amarilla" y por supuesto el carácter hematógeno o hemolítico de la ictericia. Los corpúsculos blancos, según una evaluación superficial, no estaban aumentados en su número. No se observaron bacterias.

Por lo que respecta a la terapéutica, Heinemann confiesa lo siguiente: "No tenemos ningún tratamiento que merezca el nombre de tal, ni medios para ampararse de ella. El médico franco y leal no puede menos que declararse impotente enfrente de este terrible contagio." Sin embargo, consideraba que una purga inicial era benéfica, siempre y cuando hubiera constipación o extreñimiento, que la hidroterapia tenía futuro, que era perfectamente racional la administración de estimulantes cuando había gran debilidad y apatía, aunque había que confesar que el coñac, la champaña, el alcanfor y el almizcle sólo tenían efectos transitorios. Eran útiles para calmar los dolores de estómago y disminuir la congestión cerebral "pequeñas evacuaciones locales de sangre por medio de sanguijuelas". En cambio, las sangrías "por sección de vena", que antes se indicaban al principio de la enfermedad, estaban absolutamente prohibidas, igual que en "todas las enfermedades agudas de infección".

CONVOCATORIA DE LA ACADEMIA DE MEDICINA PARA EL ESTUDIO DEL TIFO

Desde 1846, en sus Apuntes para la historia de la fiebre petequial o tabardillo, que reina en México, el doctor Miguel F. Jiménez había establecido las diferencias clínicas y anatomopatológicas entre esta enfermedad y la tifoidea. Sin embargo, el problema del tifo distaba mucho de estar resuelto. En consecuencia, el 14 de agosto de 1879 la Academia de Medicina invitaba a todos los médicos del país a que enviaran a la Comisión permanente del estudio del tifo, que en esa fecha se constituía, los datos que más abajo enumeramos. Habría un premio anual de quinientos pesos para quien remitiera información de la que se pudiera sacar alguna conclusión que adelantase el conocimiento de esta enfermedad en cuanto a su naturaleza, etiología, profilaxis o tratamiento.

La comisión estaba formada por Rafael Lucio, Agustín Andrade, Ildefonso Velasco (secretario del Consejo Superior de Salubridad) y Manuel Carmona y Valle. La siguiente es la guía para los informantes. Vista con cuidado, ella nos indica qué desconocían y querían saber los médicos sobre el tifo y los tifosos: a) nombre, sexo, edad y estado del enfermo; b) su temperamento y constitución; c) lugar o lugares que ha habitado en los tres meses anteriores al día de la invasión de la enfermedad; d) condiciones topográficas de la habitación; e) género de vida del enfermo, sus ocupaciones y recursos; f) si ha habido contacto anterior con otro enfermo atacado de la misma enfermedad, y en qué condiciones; g) si ha habido alguna causa a la cual atribuir su desarrollo; h) si hay epidemia en el lugar, o si existe endémicamente la enfermedad.

Hasta aquí los que podríamos llamar datos generales y epidemiológicos. Viene en seguida la información clínica: a) día de la aparición del mal por sus primeros síntomas prodrómicos; b) forma que presenta; c) datos clínicos más importantes sobre su marcha, complicaciones y terminación; autopsia, si ésta se ha verificado; d) terminación, fijando el día de la muerte o el de la desaparición de la calentura y entrada en convalecencia. En seguida, se le pide al informante que haga una relación sucinta del tratamiento empleado y que diga si con anterioridad o simultáneamente ha habido Otros casos de tifo en la misma casa o habitación.

Once médicos atendieron a la convocatoria de la Academia de Medicina, pero todos la contestaron según sus personales puntos de vista, los cuales fueron más o menos diferentes a la guía que describimos. Los trabajos que más se apegaron a ésta fueron el del académico Ricardo Egea y Galindo, y el del médico poblano Samuel Morales. Sin embargo, como a criterio de la comisión ni aun éstos aportaban verdaderos adelantos, a nadie se adjudicó el premio de quinientos pesos. Gracias a una decisión en la que no faltaron votos en contra, se le dieron cien pesos a Egea y otros tantos a Morales, además de una suscripción gratis a la Gaceta Médica de México, supongo que por un año.

Veamos algunos pormenores de la memoria presentada por el doctor Egea, seguramente un buen conocedor del tema, pues desde hacía cuatro años tenía a su cargo la sala de tifosos del Hospital Juárez.

Después de que Egea habla de las epidemias que habían azotado al país desde la época virreinal, dice que todavía no hay acuerdo unánime sobre si la tifoidea y el tifo son enfermedades distintas o una sola, con variantes clínicas resultantes del ambiente. Quienes dicen que tifo y tifoidea son distintos, traen a colación la diferente manera de adquirir cada una de estas enfermedades: el tifo se contagia "de cuerpo a cuerpo", mientras que la tifoidea lo hace por medio de las deyecciones del enfermo, las cuales, "inocentes al estado fresco, sufren al cabo de cierto tiempo, y cuando están en un medio apropiado, un trabajo de elaboración que hace nacer o aumentar la propiedad de reproducir la enfermedad". Además, "si las deyecciones son arrojadas a un río que alimente a una población, los habitantes de adelante del lugar que beban el agua, se contagiarán, los de otros, no".

En seguida, el doctor Egea comenta lo publicado por Miguel F. Jiménez en 1846 y dice que la fiebre tifoidea de Jiménez no es ni la fiebre tifoidea de Europa ni el tifo exantemático, "sino una afección tifosa sui generis, que por las lesiones constantes de las meninges cerebrales y masa encefálica, bien podía llamarse meningoencefalitis tifosa".

En cuanto a la producción de la enfermedad, Egea creía, con "la mayoría de los autores", que "la aglomeración de materias orgánicas, ya vegetales, ya animales, en putrefacción, acompañada de condiciones meteorológicas apropiadas es capaz de sostener la enfermedad en los puntos en donde reina endémicamente; si a esto se agrega el aglomeramiento de personas y escasez de recursos y víveres, las epidemias no tardan en declararse".

Entre las causas que hacían "estallar" la enfermedad, el doctor Egea ponía en primer lugar los enfriamientos, la estancia en lugares húmedos, y el baño. Ahí estaba, decía, la experiencia del doctor Villagrán, quien, convencido del mal que hacían los enfriamientos, había prohibido los baños a todos los niños y niñas de la Casa de Cuna, y que en un año, mientras eran sumamente frecuentes los casos de tifo en los hospitales, en el establecimiento citado sólo se enfermaron dos niños, y éstos se habían expuesto a un enfriamiento".

El tifo, según Egea, se daba por igual en hombres que en mujeres; no lo había observado en niños menores de un año y creía que era más frecuente entre los quince y los cuarenta años. En cuanto a la manera como se absorbía el "veneno tífico", la ciencia todavía no se había puesto de acuerdo: Pasteur aún no había podido encontrar "ese micrófito", aunque lo admitía y creía en su existencia.

Había más de una opinión acerca de la acción de este veneno en el organismo; pero lo que sí es cierto, decía Egea, es que "se producen modificaciones a la vez en la sangre y las secreciones, tales como el sudor, los esputos, el moco lingual, los excrementos y las orinas; pero todos estos trastornos derivan de una causa desconocida. Una vez la sangre descompuesta o modificada, las secreciones vienen, como es natural, anormales; éstas ayudan a descomponer con más rapidez a la sangre, que se vuelve menos apta para la alimentación fisiológica de nuestros órganos y para el entretenimiento de la vida".

Hechas estas consideraciones, el doctor Egea pasa a ocuparse de la distribución geográfica del tifo: reina endémicamente en los lugares altos, designados con el nombre de mesas. En seguida habla de la sintomatología y signología, para lo cual se basa en cincuenta casos, cuyas historias resumidas adjunta a su memoria. Calosfrío, fiebre o calentura, dolor de cabeza, sordera y zumbido de oídos, epistaxis, desvanecimientos, alteraciones del pulso y de la lengua, trastornos pulmonares evidenciados por la percusión y la auscultación, anorexia, constipación, sudores, gangrenas y cuatro clases de erupciones —pápulas, manchas rosadas, petequias y "piquetes de pulga"— son los síntomas y signos que Egea considera más importantes.

En seguida, Egea habla de la duración de la enfermedad —no menos de once días ni más de veinticinco—, del diagnóstico, pronóstico, anatomía patológica y tratamiento.

Recuerdo los datos anatomopatológicos más frecuentes: derrame en la base del cráneo, inyección de las meninges, en parte cubiertas de placas lechosas, puntilleo en el cerebro, "pulmonía en todas sus fases", reblandecimiento y engrosamiento de la mucosa gástrica "con arborizaciones, con placas equimóticas y a veces con placas color de hoja seca, como gangrenosas".

Respecto al tratamiento, dice Egea: "Basta recorrer cualesquiera de las observaciones que presento, para comprender mi profesión de fe en este punto: empleo el tratamiento puramente sintomático, dominando siempre el plan tónico; me preocupa, sobre todo, la idea de hacer que el enfermo esté apto para pasar por los periodos que debe recorrer." Bajo esta línea de conducta, se usan los brumuros, el yoduro de potasa, el almizcle, etcétera. Muy poco echa mano de las sangrías y considera a la alimentación y el aseo medidas muy importantes.

¿Y qué hay respecto a la profilaxis? "Creo que mucho se mejorará la desgraciada situación de nuestra capital, y los casos de tifo disminuirían, el día que se les dé corriente hasta lugares lejanos a esos focos de putrefacción y de muerte a los cuales se les da el pomposo nombre de atarjeas", dice el doctor Egea, y termina su trabajo con estas líneas: "Siendo el tifo una enfermedad infecto-contagiosa, y propagándose por medio de las sustancias orgánicas en putrefacción, tenemos en nosotros mismos el germen del mal, y todos los esfuerzos de la medicina se estrellarán siempre contra nuestra malísimas condiciones higiénicas."

Con la lectura de las páginas donde hablamos de los miasmas, se entenderán cabalmente estas opiniones del doctor Egea.

NOTAS

1 Se refiere al Consejo de Salubridad Subalterno de la ciudad de Toluca.

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