2. EL CUENTO DE ESTE LIBRO

PARA un matemático, la pregunta "¿qué haces?" es difícil de responder con más precisión que un vago "matemáticas", "álgebra" o, en mi caso, "topología". Para el común de los mortales estos vocablos tienen muy poco contenido concreto, o bien, si llegan a tenerlo, con frecuencia dista mucho de lo que en realidad son los objetos de nuestro estudio o los motivos de nuestros desvelos y frecuentes divagaciones.

Hace ya algunos años enfrenté la pregunta "¿qué haces?" con un poco más de gallardía: "estudio espacios diversos", contesté, mordiéndome la lengua en el "topológicos" para no cortar de tajo la conversación. "¿Cómo?" —arremetió mi interlocutor— "¿qué no es éste el único espacio que hay?"... "Bueno, sí: es el espacio físico. Pero aún no sabemos cuál es él, dentro de las posibilidades matemáticas que hay. Es más, ni siquiera conocemos con precisión la lista de estas posibilidades." Para mis adentros pensaba en el gran problema de clasificar las variedades de dimensión tres. La sonrisa de escéptico reconocimiento que recibí me hizo sentir en buen camino. Con este enfoque, que me hacía aparecer como un científico con preocupaciones de gran envergadura y arraigo histórico, me aventuré a dar algunas pláticas de divulgación; a la estimulante respuesta que tuve de aquel público —ya de por sí ligado a la divulgación de la ciencia, para mi fortuna— se debe este libro. Aunque había algo de teatral en presentarme como alguien preocupado profesionalmente en la pregunta "¿en qué espacio vivimos?", daba con esto pie para hablar de bandas de Moëbius, Toros (donas), geometrías no euclidianas y espacios de múltiples o de infinitas dimensiones, en un contexto que los situaba más acá que meros, extravagantes o intrascendentes "divertimentos matemáticos". Me aproximaba al tema que trabajaba en aquella época, la noción de variedad y de sus estructuras, a la vez que rozaba un área que a lo largo de este siglo en agonía ha sido fundamental: la topología de dimensiones bajas; y le tiraba a este par de pájaros con uno de sus posibles subproductos para siglos venideros: "a los matemáticos nos gustaría" —decía yo— "entregarles a los físicos y a los astrónomos una lista completa, clara y racional de las posibles formas del Universo; al confrontarla con sus observaciones, quizás puedan decidir cuál es la buena". Y lo teatral, debo aclarar, derivaba del hecho de que ningún matemático piensa en esto cuando hace matemáticas. Nuestros móviles son mucho más concretos y mundanos, la belleza intrínseca de los entes que tratamos, la obsesión por entender lo que no entendemos, por afianzar lo efímero, o bien, la simple "gloria". Sin embargo, me convencí de que para la divulgación este enfoque era fértil.

Inclusive, me senté a escribir un articulillo. En él me lanzaba al ruedo contra el siguiente torito: "A ver: como simple matemático, es decir, sin necesidad de salir de este cuarto y con base en razonamientos precisos que parten de un mínimo de hipótesis —que, como parte del problema, también hay que establecer—, ¿puedes demostrar que la Tierra es redonda?" Ejercicio nada sencillo del que pretendía derivar la necesidad de formalizar la definición de variedad, en particular la de superficie y, ya entrados en gastos, dar su clasificación (uno de los teoremas más bellos y redondos de la topología, al que se asocian grandes nombres como Euler, Riemann y Poincaré); proyecto demasiado ambicioso que nunca pasó de un borrador inconcluso, inédito y perdedizo.

Pasaron los años, y un día un amigo irrumpió en mi cubículo: "Te invito a escribir un libro de divulgación, la serie ya está armada, pero todavía no hay nada de matemáticas, tú dices, ¿le entras?"

—¡Sale!

A la vuelta de la esquina tuvo título y un primer índice. Empezaría con lo que ya tenía, era cosa de desempolvar lo que llegó a ser conocido como "el de Colón", y trabajar lo que le faltaba (toda la parte técnica); seguiría con las bases matemáticas mínimas para poder introducir al lector a las 3-variedades y sus estructuras geométricas: con esto concluiría. Y para romper el miedo a "doblar" la tercera dimensión y a trabajar con dimensiones más altas, ¡qué mejor que Flatland! Reseñaría en el capítulo 5 el libro de Edwin Abott, clásico en la línea trazada casi contemporáneamente por Lewis Carroll (sí: el de Alicia en el país de las maravillas). Definitivamente tenía algo qué decir sobre Flatland, antes que nada, traducirlo "Planotitlán" en vez de "Planilandia". Con este índice como de diez capítulos firmé el contrato con el Fondo, para su serie "La Ciencia desde México".

Pasaron los meses, tuve que negociar un nuevo plazo de entrega, pues la parte técnica —la que faltaba— no lograba atarme a la máquina. Además, "el de Colón" y el rápido borrador de "Planotitlán" no tenían continuidad, o bien, necesitaban de un contrapeso literario más hacia el final del libro. Así, maduró la idea de hacerlo como libro de cuentos que trenzaran una malla, una trama literaria, en la cual la formalización matemática quedara entretejida, intercalada pero bien separada; de tal forma que al hojearlo con prisa, el lector aburrido o perdido pudiera regresar a la superficie, a la trama principal y empezar de nuevo, fresco y desde cero, con un cuento independiente.

Me gustaba esta idea, pues asemejaba la forma en que se atacan los textos matemáticos: primero pasa uno a grandes zancadas en busca de las ideas principales, luego escudriña por los huecos y los va rellenando, más tarde se miran con lupa los detalles para ir reconstruyendo lo que está detrás del texto, las matemáticas a las que alude, para, finalmente, tratar de ir más allá de lo que está escrito. En este proceso uno se ayuda de lápiz y papel, de otros textos o de lo que pueda; cada lector sigue su itinerario, no tiene por qué seguir el orden arriba establecido, inclusive el orden lineal del texto; y se dedica a este objetivo el tiempo-pensamiento que puede ir desde cero hasta toda una vida productiva.

El plan de trabajo se aclaraba. Había que terminar primero la trama literaria, esqueleto del libro. El nombre mágico y liberador de "cuento", junto con fraternales palmaditas de "síguele", me encerraron contra el capítulo 8, pariendo así, tras largos meses arreando el teclado, lo que acabó por llamarse la "Soñata".

Ésta exigió de mi parte mucho más de lo matemático que tengo, que lo que hubiera yo esperado en un principio. De tal manera que al concluir, meses después, con los "Apuntes del escenógrafo", me di por bien servido en cuanto al entretejido técnico del libro, que acabó por concentrarse en dos cúmulos, uno de física y otro de geometría, que, amenizando sus intermedios, hacen referencia únicamente a la Soñata, en búsqueda de la autocontención.

Este enfoque definido me hacía ver el material geométrico que había yo usado en una nueva perspectiva; asaltándome entonces problemas a la vuelta de cada esquina. Algunos los resolví, otros más quedaron como ejercicios o imprecisiones, y otros, no menos difíciles, los resolví en silencio.

Decidí, para sacar del silencio un problema relevante, que la terminología debe estar al servicio de las ideas, y nunca a la inversa, dejando así que los bautizos de los términos que debía nombrar corrieran a cargo del contexto. Se produjeron choques con los términos que en la matemática actual se usan para el mismo objeto, por ejemplo, "universito" vs "3-variedad riemanniana compacta" o "espacio perceptivo" vs "espacio tangente". Si llego a confundir a los estudiantes por esta decisión, tómenlo como un reto. Aunque, a decir verdad, esta lucha terminológica nunca fue desigual debido a mi formación matemática.

Engordó el manuscrito. Había pasado ya mi segunda fecha de entrega, y quedaban aún grandes huecos en el índice. Pero éstos habían perdido su relevancia pues pretendían llenar generalidades, mientras que la Soñata me había concentrado en ejemplos concretísimos. Decidí entonces que era más importante dejar al lector con esas vivencias mínimas que atiborrarlo de "conocimiento"; además, el fin de esta aventura quedaba al alcance de la mano. Con un brochazo "al de Colón", que se sacudió en "el oso de Fernando", un retoque a la introducción y una pintadita de fachadas en Planotitlán en unos meses entregué una versión completa a mis editoras y cuates. El comité se tomó su tiempo, fundamental para que yo pudiera ver el libro en perspectiva. Y a la voz de ¡újule! concluí con esto.

Este cuento, aunque de la narrativa parezca, no es de un solo personaje; en distintos tiempos y a distintas frecuencias, intervinieron en él muchísimas personas, más de las que voy a mencionar. Marisela, las Alicias, Gerardo, Lucy y Antonio en el arranque. Irene, Julio, Pilar, Ana Teresa y Juan al meter segunda, con los acentos, eses, ces y zetas. No faltaron estímulos como los de Andrea, Jaime, Roberto y Mario. Felipe, desprendiéndose con cariño de un epígrafe básico. Héctor Manjarrez, Marcelo Uribe y mi Coral dándome seguridad y aliento en momentos precisos. Eduardo Sepúlveda con su asentado oficio fotográfico. Y tuvo también, además de mi estudio itinerante, otros escenarios. El Instituto de Matemáticas de la UNAM, que me ha dado la libertad de perseguir mis sueños para concretarlos. Ahí, guiaban Alberto Barajas y Víctor Neumann sin percatarse; acompañaban Luis Montejano —trabajando duro en el hermano que balancea la imagen de las matemáticas en esta serie—, Peter Greenberg, Hamish Short, y El Irracional en pleno, Isabel Puga y Socorro Soberón, opinando con vara alta en la empresa, así como Irene Cruz González y Alfonso Serrano, desde el Instituto vecino. Además, empujaban Lucero y Concha con la nube de moscos que las persigue y nos motiva con su ebullición. Y por otro lado estuvo el Fondo, a través de sus dos encantadoras editoras, María del Carmen Farías y Alejandra Jaidar, y el amigo que irumpió en mi cubículo: Juan José Rivaud, quien acaba de dar la voz de ¡újule! Y colorín colorado, lo que trataba este cuento, no se ha acabado.

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