PREFACIO
Cuando mi gran amigo Augusto Fernández Guardiola me invitó a escribir estas líneas, mi primer impulso fue excusarme, pues pensaba que no podía decir mucho sobre las neurociencias, sobre todo en función de su impresionante desarrollo que hace difícil mantenerse actualizado, aun para quienes trabajan en la disciplina.
No obstante, cuando me explicó su propósito de destacar lo valioso del exilio español en México y las figuras que había escogido para ilustrar la importancia de su labor en el impulso de la ciencia en México, de inmediato acepté, y con plena convicción, pues siempre he sido un ferviente admirador de aquellos "refugiados" españoles que tanto aportaron al fortalecimiento de nuestra vida académica y, además, tuve relación personal con los cinco eminentes médicos que se incluyen en el texto que sigue.
En efecto, yo pertenezco a la generación de los que abrevaron en el saber de esos maestros que, sin dudarlo siquiera, hicieron de México su segunda patria y entregaron a nuestro país sin regateos lo mejor de sus vidas creativas. La contribución de esos personajes al fortalecimiento de la investigación y la docencia, sobre todo en la Universidad Nacional Autónoma de México, en el Instituto Politécnico Nacional y en algunos institutos de salud, ha sido plenamente reconocida y sustanciada.
Me ha gustado la forma en que Augusto ilustra las principales características de las cinco personalidades del exilio español que ha escogido para mostrar la repercusión que su trabajo tuvo en la vida intelectual de México, en particular en el desarrollo de las neurociencias. A más de sus propias anotaciones referentes a la convivencia que tuvo con ellos, incluye trozos de textos que alumnos, amigos o colaboradores les han dedicado con diversos motivos y, además, ha seleccionado trabajos, o parte de ellos, que los evocados produjeron, lo cual, añadido a algunos artículos representativos de su interés, todo, en conjunto, denota la naturaleza de sus contribuciones personales y, en buena forma, el carácter de su faceta como investigadores.
Al aprender de su labor nos aproximamos a Cajal, quien fuera maestro o inspirador de varios de ellos. Podemos percatarnos de la profunda admiración y el gran respeto que le profesaban al egregio investigador español que trazó tan ancha avenida para el conocimiento del sistema nervioso.
Me ha parecido conveniente aprovechar la ocasión que me da la amable invitación de Augusto para relatar, así sea brevemente, algunos pasajes de mi trato con esos cinco exiliados españoles quienes me distinguieron con su amistad y sirvan las remembranzas como testimonio de mi gran admiración e indeclinable afecto hacia ellos.
A Ramón Álvarez-Buylla lo conocí poco después de mi regreso a México en 1956, una vez que terminé el doctorado en química fisiológica en la Universidad de Wisconsin, aun cuando él trabajaba en ciencias biológicas en el Instituto Politécnico Nacional y yo en el entonces Hospital de Enfermedades de la Nutrición; él dedicado a la fisiología y yo a la bioquímica. Pudimos departir a menudo pues coincidíamos los domingos, temprano por la mañana, en el baño de vapor del Club Asturias, en la colonia El Reloj, por la Calzada de Tlalpan. Ahí, al tiempo que nos afeitábamos, discutíamos de ciencia, sobre todo de política científica y de cómo superar las limitaciones de entonces para realizar investigación científica; también, por supuesto, nos comunicábamos los enfoques experimentales que cada quien utilizaba y los hallazgos obtenidos. Con frecuencia nos salíamos del tema y abordábamos los más diversos tópicos inherentes a las circunstancias de ese tiempo, nacionales e internacionales, es decir, nos dedicábamos a "componer el mundo". Por cierto, en ocasión de alguna ceremonia en el Salón de Embajadores del Palacio Nacional, muy probablemente la entrega de los Premios Nacionales de Ciencias, Letras y Artes, sin ningún recato, al verme al otro extremo del recinto de donde él se encontraba, me gritó con su estentórea voz: "Soberón, ¡Josú!, pero que raro luces con ropa." Sé que ahora, en el remanso de la paz provinciana, sigue enfrascado en su ciencia; por lo demás, no imagino que pueda vivir sin ella.
Isaac Costero ya era un prestigiado maestro de anatomía patológica cuando, en el año de 1945, me tocaba estudiar esa materia en el tercer año de la carrera de medicina en la vieja escuela que ocupaba en el Palacio de Santo Domingo que, en tiempos de la Colonia, fuera la sede de la Santa Inquisición. Yo me aprestaba para inscribirme en su curso cuando surgió la oportunidad de que obtuviera una plaza de laboratorista en un dispensario antivenéreo; como tenía necesidad del trabajo y el horario de las 18 a las 21 horas era incompatible con mi asistencia a la clase de Costero, puesto que la impartía de las 20 a las 21 horas, tuve que registrarme con otro maestro. No obstante, como no me resignaba a no escuchar sus brillantes disertaciones, llegaba yo temprano a cumplir con mi tarea y me apresuraba para poder terminar 15 minutos antes de las 20 horas y, gracias a la comprensión del director del Dispensario, llegaba justo a tiempo o casi, pues éste se ubicaba en la calle de Ayuntamiento y el autobús, con el escaso tránsito de entonces, se desplazaba sin dilación hasta Santo Domingo. Me vi imposibilitado de asistir sólo en unas cuantas ocasiones y presenté examen en el otro curso donde estaba inscrito. Disfruté tanto las lecciones de Costero que, al año siguiente, continué con el mismo esquema para asistir a su clase, aun cuando ya había yo pagado la materia. Pienso que ello contó en la circunstancia de que estuve muy cerca de hacerme patólogo. Sucede que una vez que terminé la carrera, en julio de 1949, aspiraba a formarme como internista, por lo que solicité mi ingreso como interno (hoy residente) del Hospital de Enfermedades de la Nutrición, ahora Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán; el maestro Zubirán me aconsejó que, en tanto llegaba el tiempo de mi ingreso, ya que fui aceptado para iniciar en enero de 1950, fuera a trabajar al Departamento de Patología al cual se había integrado como su jefe Edmundo Rojas, quien se había adiestrado en Harvard. Ahí pude ya tratar de cerca al maestro Costero, pues se había hecho el arreglo de hacer la revisión semanal de órganos de autopsia en distintos días de cada semana en Nutrición, en el Infantil y en Cardiología, de modo que los integrantes de los departamentos correspondientes pudieran asistir y beneficiarse de una experiencia más amplia. Esos meses trabajé duro y aprendí mucho, por lo cual recibí la grata sorpresa de que, a punto ya de incorporarme como interno, Rojas me ofreciera conseguirme una beca para que me hiciera patólogo. Esa circunstancia me hzo meditar a fondo pues la oferta era muy tentadora; sin embargo decliné, pues persistía en mi empeño de hacerme internista. Costero me llamó a su oficina, seguramente a consecuencia de que Rojas le había alertado sobre mi decisión. Sin más preámbulo, al verme, me espetó: "Soberón, ¿cómo es que, no quiere formarse patólogo si se le desparrama el gusto por la especialidad?" Le di mis razones que, si bien no le hayan convencido, me dieron una tregua pues auguraban que volvería yo al buen redil de la patología. No fue el caso, pero me impresionó el interés y la insistencia de mis maestros. De ahí en adelante mi cercanía con Costero fue en aumento; cuando le faltaba poco tiempo para acceder a la presidencia de la Academia Nacional de Medicina reunió a un grupo de amigos, entre quienes fui convocado, para discutir las ideas que deseaba implantar en su ejercicio de presidente de la corporación. Lo hicimos varias veces y siempre doña Carmen, su gentil esposa, nos alimentaba. Para mí fue gratificante que el maestro me incluyera en ese círculo y eso me dio pie para buscarle en cuanta oportunidad se presentaba pues su conversación era amenísima y aleccionadora. Pude también alternar con sus hijos, Maricarmen, quien nos ayudaba en la Sala de Conciertos Netzahualcóyotl, y Rafael, investigador del Instituto de Astronomía. Me cupo la gran satisfacción de entregarle las insignias que acreditaban a su padre como doctor Honoris Causa de la
UNAM,
grado que, a mi propuesta, le confirmó el Consejo Universitario. El maestro ya no pudo asistir a la ceremonia ese 16 de febrero de 1979 pues estaba muy postrado por el padecimiento que lo llevó a la muerte y fue Rafael quien, a su nombre, recibió las insignias. No obstante, al término de aquel acto solemne pasé a su casa a darle un abrazo en su lecho de enfermo y fue la última vez que lo vi pues falleció al poco tiempo.Rafael Méndez fue el más cercano, para mí, de los amigos cuyas contribuciones se recogen en este volumen. Le conocí muy pronto, después de mi regreso de Wisconsin en 1956, pues trabó estrecha amistad con mi hermano Jorge, formado cardiólogo en el Instituto Nacional de Cardiología Ignacio Chávez y retenido para trabajar ahí donde llegó a ser jefe de Servicio Clínico. En 1958 nos vimos con más frecuencia con motivo de las conversaciones que llevaron a la creación de la Sociedad Mexicana de Ciencias Fisiológicas, una vez que nuestros próceres Rosenblueth, Izquierdo y Del Pozo superaron sus diferencias. Siempre hicimos buena química y por ello conversábamos en cuanta ocasión se presentaba con motivo de reuniones académicas o sociales, estas últimas en casa del maestro Chávez, en casa de mi hermano Jorge, en la de Rafael y en la mía. Por eso mi afecto se extendió a Marga, su esposa, y a sus hijos Rafael, María hermosísima muchacha que fue maestra de algunos de mis hijos y Juan Pablo. En las visitas de Severo Ochoa a México, su gran amigo y compañero de la Residencia en Madrid, muchas veces departimos en compañía de otros amigos, en su casa o en la mía y también en algún restaurante agradable. Siempre que encontraba yo a don Severo en algún congreso o en su laboratorio de Nueva York y de Madrid, donde le visitaba, me recibía con lo mismo: "¿Cómo está Rafael?" En el año de 1974 compartimos el premio Luis Elizondo, junto con don Maximiliano Ruiz Castañeda, por lo que viajamos a Monterrey a recibirlo y, por supuesto, yo me sentía pequeñito al lado de tamañas figuras de la investigación biomédica en México. Siendo Rector me tocó crear las comisiones dictaminadoras del personal académico de la
UNAM
y Rafael y yo formamos parte de la del Instituto de Investigaciones Biomédicas de laUNAM;
además de que cumplíamos cabalmente con nuestra obligación, nos dábamos tiempo para la plática consiguiente. Es así que, con motivo de hacer entrega de las medallas acuñadas para patentizar el reconocimiento de la institución a los profesores e investigadores que dan su tiempo y talento para esa función evaluadora tan trascendente para pugnar por la excelencia en nuestra Casa de Estudios, pedí a Rafael que hiciera uso de la palabra en la ceremonia que tuvo lugar en el Palacio de Minería. Se defendió un poco y me preguntó: "¿Por qué te fijas en mí si tienes tantos de donde escoger?" Le contesté con convicción: "Porque sin duda eres el mejor, pues he podido ver que haces la tarea con entusiasmo y responsabilidad y será estimulante para todos que una persona reconocida y admirada destaque la importancia de esa labor colegiada. "Nuestro trato casi consuetudinario se dio desde 1985 hasta su muerte en 1992. Esos años fueron, para mí, muy gratificantes por lo mucho que pude recoger de su sabiduría. Era entonces Secretario de Salud y uno de mis empeños lo constituía apoyar el desarrollo de los Institutos Nacionales de Salud a fin de que pudieran coadyuvar más ampliamente en los fines del Sistema Nacional de Salud. Con ese propósito se había creado la Coordinación de los Institutos Nacionales de Salud siguiendo la propuesta del maestro Zubirán, quien llevó a cabo un estudio para ver la mejor forma de impulsar esas dependencias. El primer coordinador fue Jesús Kumate, quien pasó a ser subsecretario y, desde el momento en que decidí ese cambio, surgió el problema de quién le sustituiría. El reemplazo no era fácil, pues se hacía necesaria una persona que fuera respetada por sus pares. "El idóneo es Rafael Méndez", me dijo Jesús. "No podría estar más de acuerdo, pero creo imposible que quiera dejar su laboratorio", le repliqué. "Acuérdate que fue subsecretario de Gobernación durante la guerra civil española", me volvió a decir, "de modo que sabe de organización un buen rato y las broncas burocráticas nuestras para él son juego de niños". Quedamos en que sería mejor si Jesús le invitaba en mi nombre pues no quería yo que nuestra amistad le pusiera en un apuro. Grata fue mi sorpresa al enterarme de que Rafael aceptaba ser coordinador. Además de las reuniones, por lo menos semanarias, para discutir los problemas y los programas de losINS,
nos veíamos en las sesiones de las Juntas de Gobierno de cada Instituto que yo presidía y él preparaba. Invertíamos mucho esfuerzo en tratar de sacudir la presión que las dependencias globalizadoras, Secretaría de Programación y Presupuesto, Secretaría, de Hacienda y Crédito Público y Secretaría de la Contraloría del Gobierno Federal, imponían a los Institutos a consecuencia de la Ley de las Paraestatales promulgada en 1985, pensada más bien para instituciones productoras de bienes y no de servicios. En fin, un problema no completamente resuelto. También departíamos en su oficina o en la mía en el edificio de Ocaso y Alba, al sur de la ciudad. Recuerdo muy bien cuando me dio a leer el manuscrito de su libro Caminos inversos. Vivencias de ciencia y guerra, acerca del conflicto bélico de España, que leí de pe a pa en un viaje a Ginebra. Rafael continuó como coordinador de losINS
aun después de que yo dejé de ser secretario, pues lo ratificó en su puesto Jesús Kumate. Gran tristeza me dio enterarme de que tenía un cáncer de pulmón que obligó a una intervención quirúrgica en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias. Estuve cerca de él hasta sus últimos días.Pienso que a Dionisio Nieto no le hizo justicia su tiempo. Aún ahora, después de fallecido, me parece que espera un justo reconocimiento por la tarea que llevó a cabo. Bien que fue un hombre sencillo y modesto que nunca buscó ninguna distinción, más todavía, creo que su humildad llegaba al extremo de hacerle ver como tímido. Por supuesto que mucho había oído hablar de él, pero pude tratarle hasta 1965 en que asumí la Dirección del Instituto de Estudios Médicos y Biológicos, cargo para el que fui designado por la Junta de Gobierno de la
UNAM,
a propuesta del maestro Ignacio Chávez, Rector de la Universidad. Ese Instituto fue creado en 1943 para dar acomodo a un grupo de investigadores médicos exiliados españoles. Entre ellos estuvo Dionisio Nieto y ahí permaneció hasta su fallecimiento, aun cuando también se desempeñó en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía Manuel Velasco Suárez y, por supuesto, en la Facultad de Medicina de laUNAM.
Aferrado a su trabajo de investigación y a sus alumnos sin duda uno de los más destacados ha sido Alfonso Escobar Nieto fue querido y respetado por doquier. Ya el maestro Chávez me había alertado que mi función como director del Instituto no sería fácil, pues existía una situación inconveniente de intereses creados relacionada con la prolongada permanencia de una persona como director de la institución. Había, no obstante, importantes realizaciones científicas e investigadores prestigiados en neuropatología y neurofisiología. Un nuevo director que llegue a tomar medidas correctivas tiene que despertar suspicacias y, consecuentemente, desconfianza. De ahí que se organizaran asambleas y un Colegio de Investigadores. Para mi gran fortuna el presidente de este organismo resultó el maestro Nieto, de modo que, cuando llegó a notificarme su representación y a transmitirme algunas peticiones de sus representados, de inmediato le invité a incorporarse a un Consejo Técnico Asesor de la Dirección integrado por los jefes de Departamento que, de hecho, fue el precursor de los Consejos Internos de los Institutos de Investigación de laUNAM.
La presencia del maestro fue muy grata y reconfortante. No exagero al decir que, además de su experiencia y sabiduría, el respeto que todos le profesábamos y, sobre todo, su bonhomía fueron bálsamo reparador de situaciones difíciles. Nuestro contacto fue asiduo y recompensante para mí; no recuerdo ningún incidente que enturbiara la estrecha relación que tuvimos. Pocas veces le vi después que terminé mi responsabilidad en Biomédicas por las implacables limitaciones inherentes a mis ulteriores y demandantes obligaciones. Nos mandábamos saludos por amigos comunes y a través de mi suegra, pues atendió a la abuela de mi esposa en sus épocas finales. Ahí también pude percatarme del humanismo de Dionisio Nieto.Me parece que ha sido muy bueno que Augusto incluyera al doctor José Puche en el grupo de los exiliados españoles que promovieron el estudio de las neurociencias. Hombre académico que fue rector de la Universidad de Valencia, desplegó una gran actividad en México en apoyo de sus coterráneos, encauzando las más diversas gestiones para facilitar su adaptación al suelo mexicano; fue motor en la organización de los colegios Luis Vives y Madrid. En cuanto pudo, volvió a su cátedra de fisiología y a sus labores de investigación, primero en el
IPN
y luego en laUNAM.
Su carácter afable y bondadoso le significó hacerse de muchos amigos. Fue muy estimulante con sus alumnos, que se sentían motivados hacia la ciencia. Siempre conservó un consultorio privado donde prodigaba atenciones a sus enfermos. Fue entusiasta organizador de la Sociedad Mexicana de Ciencias Fisiológicas, colaborador importante en la edición de la Revista Ciencia y renovador de planes de estudio en filosofía. Solía encontrarlo en la Facultad de Medicina cuando asistía a impartir mi clase de bioquímica y nos hacíamos tiempo para charlar de diversos tópicos, aun cuando las más de las veces acerca de la Universidad y de temas de ciencia y tecnología. En una ocasión, poco después del 26 de abril de 1966, fecha en que, de forma violenta, se expulsó de las oficinas de la Rectoría al maestro Ignacio Chávez, la plática se extendió pues me solicitó información sobre dicho suceso, ya que él sabía que yo había sido uno de los directores atrapados durante largas horas en la sala del Consejo Universitario en compañía del rector Chávez. Bien recuerdo su indignación por lo acontecido en aquel nefasto episodio, día negro de la historia de la Universidad. El ejemplo del maestro Puche para mí fue muy estimulante y me daba ánimos cuando, enfrascado en las labores inherentes a la Rectoría, al sentir añoranza por el laboratorio de investigación, me decía a mí mismo: "He de volver tal como lo hizo Puche." No fue éste el caso, pues justo en el tiempo en que me aprestaba a hacerlo rehabilitándome por medio de un sabático en la Universidad de Wisconsin, fui requerido para la misión de reorganizar el Sistema Nacional de Salud, en lo que he estado empeñado ya por más de tres lustros, tarea que, por lo demás, ha sido harto recompensante.Augusto nos dice que las neurociencias se encumbraron una vez que en ellas se comprometieron expertos de distintas disciplinas. Los variados enfoques y el espectro de los problemas que estudiaron los cinco sabios españoles que acoge esta obra, dan cuenta de que, ya desde su tiempo, la multidisciplina traería indudables dividendos.
He disfrutado esta lectura por los gratos recuerdos evocados y por hacer explícita mi buena fortuna de haberles podido tratar, conocer y admirar su trabajo, que tanto significó para el impulso de la ciencia en México.
G
UILLERMO
SOBERÓN
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