El violento y conflictivo siglo XVII llegaba a su fin con grandes cambios sociales que conviene mencionar. Tres eran los más importantes: el primero era la extinción de los conchos, el segundo el movimiento de los tarahumaras hacia las partes altas de la Sierra Madre, y el tercero el arribo de los apaches, que comenzaron a ocupar el espacio dejado por conchos y tarahumaras. Esos cambios expresaban, a final de cuentas, la victoria europea sobre los diversos grupos indígenas que habitaban esta tierra desde siglos atrás.
La extinción de los conchos se sumaba a la de otros grupos que habían sido exterminados o asimilados por la creciente presencia española, a través de las guerras, las epidemias y la lenta incorporación a la vida de haciendas, minas y poblados de españoles. Algunos se mezclaron, olvidaron sus lenguas y costumbres y tal vez sus hijos o nietos vivieron ignorando su origen indígena. La vida nómada de la mayoría de esos grupos dificultó en extremo la incorporación gradual y la conservación de los rasgos étnicos. Más bien se impuso la violencia como patrón primordial de relación. En eso se distinguían de los indígenas del centro del país, cuya vida sedentaria, agrícola, más organizada, permitió que se establecieran formas de convivencia más pacífica con los europeos.
Por su parte, los tarahumaras, reconociendo la imposibilidad de vencer y expulsar a los españoles de su territorio, decidieron huir hacia las zonas más inaccesibles y escabrosas de la Sierra Madre, donde todavía viven. Esta decisión, sin embargo, expresaba la convicción de conservar una identidad propia frente a la civilización extranjera que veían expandirse. En esto se distinguieron de los tepehuanes, más propensos a la convivencia e integración con los españoles. A partir de 1700, una vez concluidas las rebeliones, los jesuitas, como apunta un estudio reciente, dejaron de lado su obsesión por congregar a los tarahumaras en sus misiones, dando con ello un giro notable en su política evangelizadora. El cambio rindió buenos resultados a los jesuitas: sus misiones conocerían a partir de 1700 su periodo de máximo auge económico. Sin embargo, una parte considerable de los tarahumaras quedó al margen de la actividad evangelizadora de la Compañía de Jesús. Otra parte accedió a incorporarse a las misiones, a trabajar en sus tierras dirigidos por los jesuitas. Incluso algunos tarahumaras optaron por ocupar varias localidades abandonadas por los conchos. Dicho de otra manera, así como no es posible hablar de los españoles como un grupo homogéneo, así también es difícil hablar de los tarahumaras como un grupo que reaccionó de la misma manera. Algunos fueron más dóciles que otros, y otros mostraron más rebeldía y renuencia a la integración con la sociedad que lenta pero sostenidamente edificaban los españoles.
Como se verá, algunos tarahumaras rebeldes mantuvieron una actitud beligerante, juntándose con grupos apaches, lo que llenaría de espanto a los militares españoles.
Los apaches comenzaron a irrumpir en este espacio, en gran medida por el avance de los hatos y los cultivos hacia a norte y por el vacío que dejaban tanto conchos como tarahumaras. Originarios de las planicies del norte de Nuevo México, los apaches se dedicaban sobre todo a la caza y la recolección. Su práctica agrícola era escasa, aunque al parecer el contacto con los españoles de Nuevo México había propiciado una creciente vocación agrícola. Por ese contacto conocieron el caballo, un animal que muy pronto se convirtió en elemento tecnológico de vital importancia en su organización social y militar. El caballo potenció su capacidad de movimiento. No habría quien negara la habilidad apache para el manejo del caballo. Este grupo, compuesto por diversas tribus dirigidas por otros tantos jefecillos, encontró en las explotaciones españolas una de sus fuentes primordiales de subsistencia. ¿Para qué buscar bisontes por aquí y por allá, si los españoles criaban vacas y caballos? De esta convivencia marcada por el enfrentamiento de dos formas de organizar la vida social y la riqueza económica surgió un conflicto que no culminaría sino hasta fines del siglo XIX.