Ascenso y descenso obregonista


Concluida la hostilidad villista nadie dudaba de quién había ganado la Revolución en Chihuahua. En las primeras elecciones desde 1911, el mejor exponente del obregonismo triunfante, Ignacio Enríquez, fue elegido gobernador del estado para el cuatrienio 1920-1924. A Enríquez le correspondió enfrentar una situación difícil, caracterizada por una gran inestabilidad social (abundancia de robos y de partidas armadas) y ataques de los partidarios de Carranza refugiados en los Estados Unidos. Uno de los efectos más sensibles de la Revolución fue la pérdida ganadera, resultante del uso y abuso por parte de los bandos revolucionarios para obtener fondos; algunas estimaciones señalan dicha pérdida en casi tres cuartas partes en lo que se refiere a ganado vacuno.

Enríquez también enfrentó los inicios de las demandas populares en favor del reparto de la tierra. Pero ni creía en la viabilidad de los ejidos ni tampoco en los arranques radicales de Obregón, sobre todo en materia religiosa. Por ejemplo, en junio de 1923 se opuso a reglamentar el culto, argumentando que hacer eso en una entidad católica no era más que promover el divisionismo y la inconformidad. Dos de sus hermanos eran religiosos y él jamás había ocultado su catolicismo.

Sobre la cuestión ejidal, Enríquez se mostraba renuente a aceptar una forma de tenencia de la tierra que no culminara en una auténtica propiedad privada de la tierra. En esto mostraba su profundo liberalismo decimonónico: la base de la sociedad era la propiedad privada y, con más precisión aún, la pequeña propiedad agraria. Enríquez se inclinaba por reconocer los derechos de propiedad tal y como habían llegado a 1920. Dicho de otro modo, no se discutían los probables abusos y despojos contra pueblos y comunidades. Más bien, Enríquez proponía —y de ello hablaba la ley agraria local emitida en mayo de 1922— un procedimiento encaminado a fraccionar la gran propiedad, en el que los mismos propietarios decidían cuál porción conservar y cual porción vender. Luego, con la vigilancia del gobierno local, los propietarios entrarían en tratos con los aparceros y arrendatarios interesados en adquirir esos terrenos excedentes. Los términos del contrato de compraventa serían supervisados por el gobierno local, que en sentido estricto no tenía una injerencia directa en el fraccionamiento de la gran propiedad.

Por otro lado, Enríquez mostraba gran preocupación por la mala situación económica. Los terrenos inexplotados abundaban y más en razón de la gran pérdida ganadera. Con sentido práctico, Enríquez veía la necesidad de atraer a los capitalistas para reanimar la economía local. No había que romperse la cabeza para comprender que los únicos capitales disponibles en esas circunstancias eran los norteamericanos.

La oposición de Enríquez al reparto ejidal y su preocupación por la economía confluyeron para que el gobernador intentara llevar a cabo un enorme y audaz proyecto de desarrollo económico. Este proyecto se formalizó en el contrato McQuatters, firmado en febrero de 1922. El gobierno local avalaba y apoyaba la transacción privada que McQuatters y sus socios estaban a punto de realizar con el general Terrazas. Dicha transacción se refería a la compra por los norteamericanos del enorme latifundio de más de dos millones de hectáreas de Terrazas. A cambio del apoyo de Enríquez, los empresarios se comprometían a vender esa tierra de preferencia a mexicanos, a fomentar el repoblamiento ganadero, a irrigar 40 mil hectáreas, a formar un banco de crédito agrícola y a crear poblados y escuelas. Al mismo tiempo, McQuatters y el gobernador llegaron a un acuerdo para construir un enorme proyecto de riego con aguas del Conchos almacenadas en la presa de La Boquilla. El proyecto irrigaría unas 150 mil hectáreas en los valles del Conchos-San Pedro.

Enríquez era un gobernador poderoso, pues tenía bajo su mando a las fuerzas militares organizadas desde 1916 para combatir al villismo. Su número se estimaba en unos 11 500 efectivos; además, era bien sabido que el presidente Obregón lo tenía en alta estima. Tal vez por ello Enríquez pudo conservar ese aparato militar bajo su mando y además recibir recursos extraordinarios para su sostenimiento. Con esto se quiere decir que Enríquez muy bien pudo haberse limitado a gobernar un estado golpeado por 10 años de guerra continua. Pero su obsesión por el desarrollo económico lo llevó a insistir en sus propuestas.

El gobierno federal apoyó en principio los planes del gobernador chihuahuense, pero las protestas de distintos sectores agrarios, sindicales y de grupos políticos (Villa incluido), que incluso exigían juzgar a Enríquez por traición a la patria, obligaron a Obregón a cortar de tajo todo el trato con McQuatters. A fines de marzo de 1922 el gobierno federal anunció la expropiación del latifundio de Terrazas, aunque más tarde el mismo gobierno lo compraría en 13 millones de pesos a través de la Caja de Préstamos para Obras de Irrigación y Fomento de la Agricultura. El gran proyecto enriquista se vino abajo porque McQuatters dejó de interesarse también en el proyecto del Conchos.

Enríquez se desilusionó tanto que renunció en 1923, aunque Obregón lo convenció de que continuara en el puesto. No era hombre para la política de esos años. Por ejemplo, en la convención agraria de 1923, donde los campesinos denunciaban la lentitud del reparto ejidal, los ataques de los defensas sociales, y protestaban contra el arribo de los colonos menonitas a la hacienda de Bustillos, Enríquez repartió ejemplares de la ley agraria local, buscando inclinar a los agraristas hacia la formación de colonias formadas por auténticos pequeños propietarios. Años más tarde, Enríquez explicaría que el entonces secretario de Gobernación, Calles, se había opuesto a la ley agraria de Chihuahua, argumentando justamente que dejaba de lado al gobierno en el asunto agrario y que era muy riesgoso poner en contacto a los campesinos sin tierra con los latifundistas.

En marzo de 1922 comenzaron a llegar los menonitas, provenientes de Canadá. Con grandes facilidades otorgadas por el gobierno federal, estos extranjeros pudientes adquirieron primero unas 90 mil hectáreas del latifundio Bustillos, propiedad de la familia Zuloaga. Allí establecieron sus campos, donde acomodaron a un flujo de emigrantes que se prolongó hasta 1927. En 1930 ya eran más de seis mil. No era del todo comprensible la razón por la que se aceptaba a esos extranjeros, si se negaba el acceso a la tierra a los mexicanos.

Seguramente Enríquez hubiera insistido en su renuncia de no haber estallado a fines de 1923 la rebelión delahuertista. El espigado gobernador chihuahuense intentó reconciliar a las partes aprovechando su cercanía con De la Huerta y Obregón. En Chihuahua los antiguos villistas, furiosos por el asesinato del general Villa en julio anterior, se sumaron al delahuertismo encabezados por Manuel Chao, Nicolás Fernández y Rosalío Hernández. Pero la fuerza militar de Enríquez probó su capacidad y en poco tiempo los rebeldes abandonaron el estado. Concluida esta asonada, en abril de 1924, Enríquez renunció a la gubernatura a pesar de la oposición presidencial. Como última oferta, Obregón lo invitó a asociarse con él en sus negocios garbanceros de Sonora. Enríquez declinó la invitación y se retiró a vivir en su hacienda de Atitalaquia, Hidalgo.

Entre 1924 y 1928 la política local mostró mucho del sello de Enríquez, aunque en sentido negativo. Esto significa que se dejaron de lado los intentos por impulsar un desarrollo económico local, pero se mantuvo la oposición al reparto ejidal y en general a cualquier tipo de reparto de tierra. La Caja de Préstamos, además, se mostraba como un celoso terrateniente y se defendía de cualquier afectación o segregación de su extensa propiedad. A pesar de la oposición gubernamental, los vecinos de los pueblos del noroeste lograron recuperar en 1926 y 1927 las tierras repartidas desde los tiempos de Teodoro de Croix: Galeana, Casas Grandes, Namiquipa y Las Cruces, con 11 200 hectáreas cada una. Por ello Chihuahua mostraba cifras muy altas en la estadística ejidal nacional. Allí la tenaz lucha agraria, originada desde que los Terrazas y otros terratenientes nacionales y extranjeros despojaron de la mayor parte de los ejidos coloniales, había culminado con estos repartos. Otras haciendas importantes, como Bustillos, habían sido afectadas en algunas porciones pequeñas, una de ellas para crear el ejido de San Antonio de los Arenales, que daría lugar al surgimiento de la nueva ciudad de Cuauhtémoc en 1927.

A pesar de lo anterior, hay indicios de que la expectativa del reparto de tierra y la creciente pacificación del medio rural favorecieron un movimiento de población hacia el campo, en donde se crearon múltiples asentamientos pequeños; sus habitantes no tardarían en presionar por repartos de tierra. La tensión agraria hizo más evidente aún el conservadurismo de los gobernantes, sobre todo por su renuencia a afectar grandes latifundios de nacionales y extranjeros. Junto a esta población, los hatos ganaderos comenzaron a recuperarse lentamente, aprovechando las dificultades de los ganaderos norteamericanos derivadas de las escasas lluvias de 1922 y 1923. Estos ganaderos obtuvieron permiso para internar temporalmente sus hatos en los vacíos pastizales chihuahuenses, lo que contribuyó al repoblamiento ganadero.

Las luchas obreras y agraristas no contaron en este tiempo con una organización sólida que los unificara. Los comunistas no tenían gran peso ni tampoco los simpatizantes de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), la organización obrera nacional más importante en ese entonces. Al parecer, la lucha agrarista y sindical se llevaba a cabo de manera sostenida, aunque aislada, en los ejidos y las fábricas. El gobierno de Almeida, heredero de Enríquez, se significó por su tibieza reformista, al extremo de que se le acusó de cristero. A pesar de la tolerancia de Almeida, el periodista Silvestre Terrazas, un activo militante católico, fue enviado a prisión en el verano de 1926. Tal vez su afición por los negocios madereros y el amor por su elegante esposa, hija de una familia de buena estirpe porfiriana, alejaron a Almeida del radicalismo. Fue derrocado el 15 de abril de 1927 por partidarios del general Marcelo Caraveo y sustituido por Fernando Orozco. Con el arribo de Orozco se daba entrada al grupo de políticos de origen orozquista que controlaría el poder local hasta 1936. El arribo de estos orozquistas, muy alejados también del radicalismo de algunos de sus correligionarios influidos por el anarquismo, no significó grandes cambios en la política local. Parecia que los nuevos gobernantes estaban empeñados en mostrar su lealtad al viejo orden de cosas.

Las muertes parecen reveladoras del signo de los tiempos. Don Luis Terrazas y el general Francisco Villa murieron en 1923.

Primero murió el general Luis Terrazas, el 14 de junio. Murió en su cama, rodeado de su familia. No deja de impresionar que alguien haya podido vivir la pérdida de Texas a los siete años, el primer arribo de Ángel Trías a la gubernatura a los 16, la llegada del presidente Juárez a los 39, la extinción de los apaches y la llegada del ferrocarril a los 55, el estallido de la Revolución a los 81 y de vivir un poco más habría disfrutado la muerte de su acérrimo enemigo, Villa, a los 94. Sin duda para 1923 Terrazas ya se había repuesto del susto revolucionario y veía cómo las cosas volvían a ser las de antes. Había que soportar a los nuevos políticos, verdaderos advenedizos, y cosas molestas, como las organizaciones agrarias y los sindicatos. Pero veía también como los nuevos políticos se esmeraban en casarse con gente decente del porfiriato y de cómo esos nuevos gobernantes permitían la recuperación de algunas porciones del antiguo latifundio; también le tranquilizaba que su yerno, Enrique Creel, tuviera tan buena acogida en el mundillo financiero de la ciudad de México. Y si las cosas no podían ser como en el paraíso de 1900-1906, había que aceptar que en la historia, como en la vida, las cosas tienen que cambiar. Tal vez por todo ello el viejo general Terrazas murió contento, además de que lo enterraron a la vieja usanza, en el atrio del santuario de Guadalupe.

Por su parte, Francisco Villa murió el 20 de julio, a menos de dos meses de haber cumplido los 45 años, en una calle de Parral, víctima de una emboscada. En febrero de 1926 el cadáver fue decapitado. El estupendo militar y gran líder carismático tuvo así su final.


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