En el año de 1740, por primera vez desde que hicieron las paces con el capitán Diego Martínez de Hurdaide en 1617, los yaquis tomaron las armas contra los colonos, los misioneros y las autoridades españolas. Pronto, el movimiento se extendió a los ríos Mayo y Fuerte, de modo que las provincias de Sinaloa y Ostimuri estuvieron en pie de guerra durante varios meses. Como la rebelión está relacionada con la crisis del sistema misional, resulta más importante examinar sus implicaciones sociales que los hechos militares.
En el año de 1736, un grupo de yaquis encabezados por sus gobernadores Muni y Bernabé se presentaron ante el alcalde mayor de Ostimuri y después ante el teniente de gobernador en la villa de San Felipe y Santiago, para exponer su inconformidad con el régimen que los jesuitas imponían en sus pueblos. Los yaquis se quejaban de que los misioneros habían puesto a mulatos y mestizos como administradores de las comunidades, que hacían trabajar a los indios en exceso, que los castigaban con cepo y azotes y que sus cosechas salían para Baja California aunque hicieran falta en las propias comunidades. El gobernador Manuel Bernal de Huidobro estaba fuera de la provincia, pero cuando volvió y se enteró del asunto, pidió a Muni y a Bernabé que fueran a México a plantear sus reclamos ante el virrey Juan Antonio Vizarrón. Los indígenas se entrevistaron con el virrey, quien después de examinar los problemas de los yaquis acordó concederles los siguientes puntos: los misioneros no intervendrían en la elección de las autoridades comunales no se pediría a los indios más de tres días de trabajo obligatorio a la semana y se les pagaría el que hicieran para la misión; los misioneros no estorbarían a los indios que quisieran contratarse libremente para trabajar con los colonos. Sin embargo, los superiores de la Compañía de Jesús protestaron enérgicamente y el virrey se retractó.
Mientras Muni y Bernabé estaban en México la situación se agravó en el Río Yaqui, pues una inundación arrasó las milpas de varios pueblos y hubo hambre en las comunidades. Los yaquis quisieron disponer de los granos almacenados para Baja California pero los religiosos lo impidieron, así que con las armas en la mano los indígenas saquearon sus propios graneros y los de algunos colonos, quienes se defendieron, y empezaron las hostilidades. El movimiento se extendió a las comunidades de los ríos Mayo y Fuerte, lo que indica que también allí ocurrían las injusticias que los yaquis denunciaron. Es de notar que los rebeldes respetaron la vida de los misioneros y se limitaron a expulsarlos de sus pueblos. Cuando Muni y Bernabé volvieron, quisieron pacificar a sus hermanos, pero el sargento mayor de Sonora, Agustín de Vildósola, reprimió con dureza excesiva a los insurrectos y dio muerte a muchos indígenas, entre ellos a Muni y a Bernabé.
Las peticiones de los yaquis ponen en evidencia la explotación que sufrían. Los jesuitas no pagaban por su trabajo; las cosechas que producían se enviaban a Baja California sin beneficio para sus comunidades y los misioneros se inmiscuían en la elección de sus autoridades. Así, para el año 1740 las contradicciones del sistema misional eran tan graves que los mismos indígenas repudiaban la administración de los jesuitas.
En la primera mitad del siglo XVIII,
las misiones jesuíticas de Sinaloa, Ostimuri y Sonora vivieron una época de aparente bonanza económica. Aumentó considerablemente la venta de alimentos a los reales mineros y la plata obtenida en este comercio se empleó para la construcción y ornamentación de los templos, algunos de los cuales aún subsisten como testimonio de la grandeza del sistema misional. Pero esta bonanza era aparente porque se pagaba por ella un precio muy alto: la explotación de los indios y su inconformidad con los misioneros, que desembocó en la sangrienta protesta de 1740.
De problema local, el conflicto de los misioneros con las autoridades, con los colonos y los propios indios se transformó en un asunto digno de la atención de las más altas autoridades del virreinato. Hemos dicho que el visitador José Rafael Rodríguez Gallardo propuso la secularización de las misiones como solución al conflicto, al igual que el marqués de Altamira, en aquel entonces auditor de Guerra del virreinato. Entre los altos funcionarios de la corte virreinal se iba formando la opinión de que las misiones debían desaparecer. Si habían durado mucho más de los 10 años previstos por la legislación fue porque los jesuitas se volvieron indispensables para mantener el control sobre los indios pero, a mediados del siglo XVIII,
ya las cosas no eran así. En 1753, el virrey primer conde de Revillagigedo secularizó las misiones de Santa Cruz de Topia, San Andrés de Acaxees y Misión de Xiximes, y se negó a autorizar las nuevas misiones que los jesuitas querían fundar entre los indios que habitaban al norte del Río Gila, más allá de la Pimería Alta.
Un siglo antes el poder económico de los misioneros no tenía contrapeso en el noroeste; bastó que dejaran de vender trigo en los reales de minas para que los colonos se doblegaran ante los jesuitas. Ahora, a mediados del siglo XVIII,
las cosas habían cambiado: los misioneros ya no eran indispensables para mantener a los indios bajo control; al contrario, ellos mismos habían propiciado la rebelión de 1740 con su trato inconsiderado a yaquis y mayos. Las misiones tampoco eran indispensables para proporcionar alimentos y trabajadores a los reales de minas, pues ya había suficiente población en las provincias como para prescindir de la función económica que habían desempeñado las misiones.
Señalamos en el capítulo anterior que cuando se iniciaba la formación del sistema de misiones, la producción de la comunidad tenía como principal objetivo su propio sustento, y que sólo algunos excedentes se vendían a los colonos. A mediados del siglo XVIII,
estos objetivos se habían invertido: ahora la prioridad era producir alimentos para venderlos a los colonos y enviarlos a Baja California, y el bienestar de la comunidad había pasado a segundo término. También señalamos que para las autoridades españolas la misión tenía como fin preparar las condiciones para el establecimiento de los colonos, cosa que ya se había logrado, de modo que las misiones podían desaparecer sin perjuicio de la colonización.
A principios de 1765, el gobierno virreinal tenía decidida la secularización de las misiones de Sinaloa, Ostimuri, Sonora y Baja California. Los pueblos indígenas se convertirían en parroquias dependientes del obispado de Durango y los jesuitas irían a tierras de infieles a fundar nuevas misiones. Tal decisión no tuvo efecto, porque otros intereses, que privaban en Europa, determinaron la expulsión de los jesuitas de los dominios del rey de España, como veremos en el siguiente capítulo. De no haberse presentado esta coyuntura, de todos modos estos religiosos hubieran salido del noroeste.