Durante los primeros años de la Conquista, el proceso de evangelización en Tlaxcala fue lento, pues en aquel tiempo la preocupación de los españoles estaba centrada en las tareas militares, además de que no había suficientes frailes que pudieran emprender la conversión de los miles de indígenas. Muy pocas manifestaciones cristianas se habían impuesto a la población tlaxcalteca, fuera de los bautizos efectuados al hijo de Maxicatzin, a algunos caciques y a las doncellas que habían sido cedidas a los capitanes españoles, así como del estandarte de la Virgen María que Cortés había entregado a Tlaxcala como recuerdo del triunfo sobre Tenochtitlan. Por este motivo, posteriormente la imagen recibió el apelativo militarista de la Conquistadora, y María, en su advocación de la Asunción, fue elegida como patrona de Tlaxcala, puesto que el día de su celebración, el 15 de agosto, coincidía con la fecha en que los tlaxcaltecas festejaron su triunfo sobre los mexicas. Fue una manera de sacralizar el fenómeno de la Conquista, y de empezar a sustituir unas divinidades por otras.
Los primeros frailes franciscanos llegaron a Tlaxcala en 1524. Se hospedaron en el palacio del señor de Ocotelulco, y desde ahí comenzaron su labor de catequesis. En vista de que la conversión de los indios adultos no parecía empresa fácil, ya que éstos se inclinaban con prontitud a mezclar su religión con la cristiana, los misioneros decidieron, con un gran sentido de pragmatismo y astucia, evangelizar primero a los hijos pequeños de los caciques. Para tal efecto, crearon en Tlaxcala un internado en donde aquellos infantes pudieran recibir una educación intensiva que no sólo incluyera las bases de la nueva religión, sino también conocimientos de la cultura europea. Así, los indígenas principales aprendieron castellano y latín, pintura renacentista y música polifónica, entre otras tantas cosas. Los frailes trabajaban en la conversión de los niños y los jóvenes, pero también intentaban, por medio de ellos, minar las creencias de los adultos. Esto llegó a provocar algunos sucesos trágicos, con los cuales habría de inaugurarse el martirologio mexicano, y en particular el tlaxcalteca.
Uno de esos casos sucedió en 1527. Se cuenta que el cacique de Atlihuetzía había ocultado a su hijo mayor para impedir que fuese a la escuela de los frailes. Una vez descubierto por éstos fue llevado a donde eran catequizados los demás niños nobles, y luego bautizado con el nombre de Cristóbal. Este jovencito fue convencido de que entre sus obligaciones como nuevo cristiano estaban: la denuncia de las prácticas idólatras de su familia y la destrucción por él mismo de los objetos de culto pagano. Tal conducta, desde luego, lo enemistó con su propio padre, quien decidió imponerle un castigo ejemplar, ya que seguramente no estaba dispuesto a renunciar a sus propias creencias y costumbres. El castigo infligido fue mayúsculo, pues a golpes y con fuego atormentó y dio muerte a su hijo.
Pronto fue denunciado el crimen, y la justicia española se encargó de ejecutar al cacique de Atlihuetzía.
Dos años después, otros dos niños de la escuela franciscana corrieron igual suerte. Antonio, miembro de la nobleza de Tizatlán, y Juan, su sirviente, fueron victimados por algunos indios principales del pueblo de Cuauhtinchan cuando destruían algunos de sus ídolos por orden de unos misioneros a quienes habían sido encomendados los menores. Los asesinos fueron ejecutados, y tras ellos también un buen número de caciques de toda Tlaxcala algunos, incluso, importantes dirigentes en la toma de Tenochtitlan por mostrar resistencia a abandonar su religión. Aunque se trataba de una forma severa de castigar la oposición al cristianismo en vista de que éste apenas empezaba a ser predicado, no cabe duda de que fue efectiva, ya que al poco tiempo se lograron conversiones masivas, aun cuando muchas sólo fueron aparentes, para evitar el castigo.
Los padres franciscanos decidieron edificar un convento en la recién fundada ciudad de Tlaxcala, por lo que una de las primeras construcciones que se levantó ahí fue una capilla abierta. Se instaló en lo alto de una pequeña loma, con el fin de que una gran cantidad de personas pudiera ver los ritos sagrados, y estaba al aire libre porque los indios no tenían costumbre de asistir a éstos dentro de un templo cerrado. Poco tiempo después, hacia 1540, fueron edificados un pequeño convento y una austera iglesia. Este nuevo conjunto arquitectónico tuvo ciertas peculiaridades con respecto a lo que, en general, se hizo en otros conventos novohispanos: no se incorporó la original capilla abierta al nuevo edificio, sino que éste se ubicó en un segundo atrio y en un nivel de terreno diferente; la torre-campanario quedó aislada y no como parte de la iglesia; y ésta fue cubierta con un techo de madera ornamentada (alfarje) que nunca fue sustituido por la típica bóveda de medio cañón. El conjunto conventual fue dedicado a la Asunción de María y a san Francisco de Asís, y ahí se instaló la escuela para que los niños indígenas conocieran la cultura europea, aunque también en él aprendieron y difundieron muchas cosas del mundo indígena varios ilustres franciscanos, como fray Toribio de Benavente, Motolinía, fray Jerónimo de Mendieta y fray Diego de Valadés, este último ya tlaxcalteca de nacimiento.
Después de la iglesia de la Asunción fueron erigidas muchas otras por diversos rumbos de la provincia de Tlaxcala. Se calcula que para finales del siglo XVI llegó a haber más de un centenar, incluyendo numerosas ermitas y capillas, pero también varias iglesias de grandes dimensiones y algunas con capilla abierta, como por ejemplo las de Tizatlán, Cuixtlán y Huactzingo. Además, se construyeron una docena de conventos, entre los que destacan los de Tepeyanco, Huamantla, Hueyotlipan, Ixtacuixtla, Chiautempan y Atlihuetzía. Todos estos sitios religiosos estuvieron a cargo de los franciscanos, ya que durante siglo y medio ellos fueron los únicos responsables de la evangelización de Tlaxcala. También estos frailes fundaron en 1537 un hospital, el de La Encarnación, con capacidad para una treintena de personas, entre las cuales no sólo había enfermos, sino también pobres y huérfanos, de acuerdo con la costumbre hospitalaria de aquella época.
Como parte de los privilegios derivados de la alianza hispano-tlaxcalteca, y como un medio para reforzar el proceso de su evangelización, Tlaxcala fue designada sede episcopal de una nueva diócesis eclesiástica. En 1527 llegó ahí su primer obispo, el dominico fray Julián Garcés, quien tuvo por residencia, al igual que los primeros misioneros, el palacio de Maxicatzin. Sin embargo, a raíz de la fundación de la ciudad de Puebla de los Ángeles, la sede de este obispado fue trasladada allá en 1543; a partir de entonces, y durante un poco más de cuatro siglos, Tlaxcala dependería eclesiásticamente de la diócesis de Puebla. Este cambio de la sede se debió, en buena parte, a la presión que ejercieron los españoles que habitaban Puebla, quienes estaban deseosos de contar con la residencia de un obispo que diera relevancia a su nueva ciudad. Si bien es cierto que Tlaxcala se vio menospreciada con dicha medida, por otro lado la provincia ofrecería menos atractivo de asentamiento para los españoles y, por consiguiente, más autonomía para los indios tlaxcaltecas. Además, los franciscanos quedaban otra vez con el monopolio religioso de Tlaxcala, libres de una injerencia directa del poder episcopal y del clero secular.
Casualmente, en aquellos años en que le fue quitada a Tlaxcala la sede episcopal, la tradición da cuenta de un hecho con el que deseaba demostrarse que la providencia divina no sólo no abandonaba a los tlaxcaltecas, sino que parecía tenerles especial predilección. Se cuenta que en mayo de 1541 la Virgen María se apareció en las faldas de un cerro, localizado en las afueras de la ciudad de Tlaxcala, a un indio de nombre Juan Diego, catequista del convento de San Francisco. La Virgen le mostró un manantial cuyas aguas milagrosas curaron a otros indios atacados por una epidemia, pero además se perpetuó en una escultura encontrada por los frailes y lugareños dentro de un árbol de ocote en llamas.
La imagen fue trasladada a una ermita en la cima de aquel cerro, donde hasta entonces era venerado San Lorenzo y cuya escultura fue desplazada también mediante otro milagro. Años más tarde, en aquella ermita se construyó un grande y rico santuario, sobre el manantial bendito se erigió un pozo con capilla, y la Virgen aparecida recibió la advocación de Nuestra Señora de Ocotlán. Este hecho se sumaba a otro considerado igualmente portentoso, el de la Guadalupana en el Tepeyac, fechado poco tiempo antes y con el cual guarda una inevitable similitud.
Cien años después del milagro de Ocotlán se suscitó otro hecho importante en el ámbito de la vida religiosa de Tlaxcala: la secularización de las parroquias. Durante todo el siglo XVI los frailes habían gozado del privilegio, otorgado por la Santa Sede y la Corona de España, de no estar sujetos a la autoridad episcopal, sino sólo a la de sus superiores de la orden y sus respectivas reglas. Desde la segunda mitad del siglo XVI se inició un largo e irreversible proceso de sometimiento de los religiosos, en sus funciones como curas párrocos, a la potestad del obispo en cuya jurisdicción trabajaban. Una de las disposiciones que más afectó a los frailes fue la que ordenaba que las "doctrinas", como entonces se denominaba más comúnmente a las parroquias, pasaran de manos del clero regular a las del secular; de ahí el término "secularización", con el que se conoció este fenómeno.
En Tlaxcala, dicha secularización comenzó en diciembre de 1640, cuando el entonces obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, llegó en persona a esta parte de su diócesis para poner en práctica la disposición de una manera excepcionalmente rápida, en comparación a lo que sucedería en otras diócesis de la Nueva España. Con esta medida también quedó anulada, de hecho, la concesión regia que tenían los franciscanos de que no se autorizara la presencia de otros eclesiásticos dentro de la provincia de Tlaxcala. Aun cuando la secularización fue aplicada en todo el virreinato, en el caso de Tlaxcala había un especial interés por que se llevara a cabo. Ante los ojos de los españoles poderosos de Puebla, Tlaxcala estaba fuera de su control debido a la fuerte influencia que sobre ella ejercían los franciscanos, los cuales habían consentido un orden, no sólo religioso, sino civil, muy favorable a los indígenas y demasiado respetuoso de sus privilegios y de su tradicional organización política, social y territorial, y en la que los hispanos tenían muy poca cabida. Se juzgaban como demasiado relajadas las costumbres de los tlaxcaltecas a raíz de una actitud bastante flexible de los frailes y por las grandes limitaciones que tenía ahí la autoridad civil española. Supuestamente, la presencia del clero secular y el consecuente sometimiento directo de aquellas almas al poder episcopal podrían corregir el entuerto, ya que esta ala de la Iglesia parecía más favorable a los intereses colonialistas.
Don Juan de Palafox logró acumular un enorme poder, pues, además de ser obispo de Puebla y visitador de la Real Audiencia, también llegó a fungir, aunque sólo por poco tiempo, como arzobispo de México, juez de residencia y virrey interino. No obstante el gran peso de su prestigio y autoridad no pudo evitar que la secularización en Tlaxcala estuviera plagada de fuertes y prolongados conflictos. Los pocos franciscanos que aceptaron la drástica disposición fueron confirmados como párrocos, pero la mayoría se resistió a entregar a los curas sus doctrinas, y menos aún cuando éstas poseían un convento. Clero regular y secular se disputaron casas, iglesias, objetos sacros, veneración de imágenes, fiestas religiosas y aranceles parroquiales, además de enfrascarse en una larga campaña de mutuo desprestigio y de hacer todo lo posible por manipular a los indígenas en su respectivo favor. Estos últimos fueron las principales víctimas de las pugnas íntereclesiásticas, en especial aquellos que mostraron fidelidad y apoyo a los frailes franciscanos, pues fueron objeto de frecuentes represalias, sin importar los rangos que algunos ostentaban como caciques y principales.
La secularización también afectó la organización socioeconómica de los poblados indios. La existencia de pueblos "cabecera" y pueblos "sujetos" tenía un sustento de origen prehispánico, y su estructura básica no fue modificada por el gobierno virreinal. La labor misional de los franciscanos también la respetó, y más aún la incorporó a la organización de sus doctrinas; esto es, sobre la organización político-territorial indígena se montó la estructura eclesiástica, de ahí que las modificaciones hechas a ésta afectaran a la otra. Las cabezas de doctrina más importantes correspondieron a la territorialidad de los cuatro antiguos señoríos: Tepeyanco a Ocotelulco, Huamantla a Tizatlán, Hueyotlipan a Quiahuiztlán, y Atlangatepec a Tepeticpac. Cada uno de estos pueblos-cabecera tenía un convento y una iglesia, y sus pueblos-sujetos poseían ermitas o "visitas".
Una primera incidencia en la organización de cabeceras y sujetos se había dado a fines del siglo XVI debido a la congregación de pueblos efectuada a raíz de la crisis demográfica. La secularización de las doctrinas a mediados del siglo XVII implicaría un nuevo reacomodo jurisdiccional de las mismas. Sin duda, lo más importante es que estos cambios repercutieron en la ancestral organización señorial indígena y en los tributos de bienes y servicios que unos grupos de naturales tenían obligación de dar a otros. Es por ello que algunos pueblos fueron favorecidos al dejar de ser sujetos y convertirse en cabeceras de doctrina, como fue el caso de Santa Inés Zacatelco; pero otros fueron perjudicados al perder su autoridad y sus derechos sobre pueblos que antes les estaban sujetos, por ejemplo San Francisco Tepeyanco.
En medio del desasosiego generalizado que provocó en Tlaxcala la secularización, el obispo Palafox trató de dar algún tipo de recompensas. Una de ellas fue la disposición de que los nuevos curas aprendieran las lenguas indígenas para que pudieran atenderlos como lo hacían los frailes. Otra fue ordenar la construcción, a costa del propio obispo, de un nuevo templo en San Miguel del Milagro; santuario por el que Palafox tuvo especial devoción y el cual visitó personalmente. Según la tradición, en ese lugar, ubicado entre Nativitas y Cacaxtla, en 1631 se había aparecido en dos ocasiones el arcángel san Miguel a un indio de nombre Diego Lázaro. A semejanza de la aparición mariana sucedida en Ocotlán, aquí también medió una fuente de agua milagrosa que curó a enfermos atacados por la peste. Pero a diferencia de la petición formulada por la Virgen, san Miguel pidió al indio dar aviso al obispo y no a los franciscanos; hecho muy sintomático en virtud del conflicto intereclesiástico que entonces reinaba en Tlaxcala. Finalmente, la Iglesia jerárquica reconoció ambas devociones: la de Ocotlán y la de San Miguel, y pronto puso los dos santuarios bajo la administración del clero secular, centralizando así bajo su poder dos de los cultos más importantes de Tlaxcala.
Tras la borrasca vino la calma. Para principios del siglo XVIII la secularización estaba completamente asentada y los conflictos reducidos al mínimo. Los franciscanos reconocieron la autoridad episcopal poblana y el clero secular acabó respetando en mucho la organización interna de las doctrinas, sus respectivas ermitas, devociones y fiestas, así como la organización socioreligiosa de las corporaciones indígenas.
Estos cambios ocurridos en el campo de lo religioso venían a sumarse a los muchos otros que Tlaxcala vivió a lo largo del periodo virreinal. Uno de los pocos aspectos que permaneció con relativa estabilidad era el referido a su privilegio de pueblo realengo. Pese a las muchas vicisitudes por las que atravesó esta virtual autonomía, Tlaxcala la había salvaguardado como parte de su identidad cultural e histórica. De ahí que no sería fácil enfrentarse a los nuevos cambios que se estaban gestando al estallar el movimiento de independencia.