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          La infinita y desacordada variedad de las cosas 
          y los acontecimientos multiplica la ocasión de que nuestra desigualdad 
          radical dé muestra de sí. Y a la influencia de lo que 
          ocurre en torno de nosotros, únese acaso, para ello, otras más 
          lejanas y escondidas... Nuestra alma no está puesta en el tiempo 
          como cavidad de fondo cerrado e incapaz de dar paso a la respiración 
          de lo que queda bajo de ella. Hemos de figurárnosla mejor como 
          abismal e insondable pozo, cuyas entrañas se hunden en la oscura 
          profundidad del tiempo muerto. Porque el alma de cada uno de nosotros 
          es el término en que remata una inmensa muchedumbre de almas: 
          las de nuestros padres, las de nuestros abuelos; los de la segunda, 
          los de la décima, los de la centésima generación...; 
          almas abiertas, en lo hondo del tiempo, unas sobre otras, hasta el confín 
          de los orígenes humanos, como abismos que uno de otro salen y 
          se engendran; y a medida que se desciende, truécase en dos abismos 
          cada abismo, porque cada alma que nace viene inmediatamente de dos almas. 
          Debajo de la raíz de tu conciencia, y en comunicación 
          siempre posible contigo, flota así la vida de cien generaciones. 
          Todas las que pasaron de la realidad del mundo, persisten en ti de tal 
          manera; y por el tránsito que tú les das al porvenir mediante 
          el alma de tus hijos, gozan vida inmortal, en cuanto perpetúan 
          la esencia y compendio de sus actos, a que se acumulará la esencia 
          y compendio de los tuyos. ¿Qué es el misterioso mandato 
          del instinto, que obra en ti sin intervención de tu voluntad 
          y tu conciencia, sino una voz que, propagándose a favor de aquellos 
          pozos comunicantes, sube hasta tu alma, desde el fondo de un pasado 
          inmemorial, y te obliga a un acto prefijado por la costumbre de tus 
          progenitores? 
        Pero otros ecos, no constantes ni organizados, como los del instinto, 
            y que se anuncian por manifestaciones más personales de la 
            actividad interior, ¿no llegan tal vez a nuestra alma, de abismos 
            remotos o cercanos: los ecos del pensar y el sentir de mil abuelos, 
            esparcidos por diversas partes del mundo, vinculados a distintos tiempos, 
            modelados por los hábitos de cien diferentes vocaciones y ejercicios; 
            pastores y guerreros, labradores y navegantes, amos y siervos, devotos 
            de unos y otros dioses; y estos ecos, que acaso nunca llegan a fundirse 
            en unidad perfecta y armónica, por enérgica que sea 
            la fuerza concertante de la propia personalidad y por convergentes 
            que acierten a ser alguna vez las virtualidades que se acumulan en 
            herencia; estos ecos, digo, ¿no darán razón de 
            muchas de las disonancias y contradicciones de nuestra vida moral?... 
            Yo los imagino de modo que, ya alimentan un perpetuo conflicto, que 
            la conciencia refleja sin saber su causa e impulso; ya sólo 
            se manifiestan en lucha sorda y subterránea, que apenas percibe 
            la conciencia, hasta que tal vez un eco, destacado de entre los otros, 
            brota de súbito en idea y mueve el corazón y la voluntad, 
            produciendo una de esas divergencias de nuestro ser usual, a que, 
            adecuada y expresivamente, solemos dar nombre de ráfagas, 
            en las que nos desconocemos a nosotros mismos.
  
          Ráfagas: sugestión melancólica, estremecimiento 
            de religiosidad, arranque de heroísmo, tentación perversa, 
            relámpago de inspiración, asomo de locura: mil cosas 
            vagas e incongruentes, sueños que surgen, de este modo, del 
            secreto del alma, apartándonos por un instante de la pauta 
            de la vida común, para perderse luego en la igualdad y consecuencia 
            de las horas que no conocen ímpetu rebelde. Somos, en esas 
            ocasiones extrañas, como quien, sentado al borde de un abismo, 
            sintiera llegar de sus profundidades misteriosas, rompiendo el silencio 
            en que se escudan, ya un temeroso trueno, ya un vago son de campanas, 
            ya un lastimero ¡ay!, ya un murmullo de alas, ya el rumor de 
            la avenida de un río. 
         
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