|   Los judíos habían sido 
          expulsados de España más de un siglo antes que los moriscos, 
          o sea, justamente, en ese año de 1492 tan preñado de acontecimientos. 
          Por cualquier lado que se la mire, la decisión de los Reyes Católicos 
          fue un acto de antisemitismo puro. La hostilidad contra los judíos 
          una hostilidad que jamás existió en la España 
          musulmana había venido fomentándose "desde 
          arriba", y la celebérrima Inquisición española 
          había estado enderazada casi exclusivamente contra ellos. 
           
          Los judíos españoles, llamados luego sefaradíes 
          o sefardíes (de Sefarad el nombre hebreo de 
          España), habían escrito en lengua castellana desde que 
          hubo literatura. Los redactores de buena parte de la prosa alfonsí 
          fueron con toda probabilidad judíos. Y desde el sereno y maduro 
          Sem Tob de Carrión hasta el genial Fernando de Rojas, el de la 
          Celestina, la nómina de escritores españoles de 
          ascendencia hebrea era ya muy nutrida en 1492. De hecho, la lengua materna 
          de todos los judíos de España, desde hacía largo 
          tiempo, era el español, aunque nunca dejó de haber entre 
          ellos un uso restringido, sinagogal, de la lengua hebrea, ni tampoco 
          dejó de haber estudiosos profundos del idioma de Isaías 
          y del Talmud. 
           
          Si fueron muchísimos los expulsados, fueron también muchos 
          los que pudieron quedarse en España, o porque ya habían 
          aceptado la fe cristiana o porque en ese mismo año de 1492 decidieron 
          someterse al bautismo. Pero quienes se quedaron no estuvieron nunca 
          a salvo de la sospecha de criptojudaísmo. Por lo demás, 
          en todos los lugares en que la Inquisición española pudo 
          establecer "sucursales" no en Bruselas ni en Amberes, 
          pero sí en México y en Lima abundan los procesos 
          contra quienes conservaban aunque sólo fuera un mínimo 
          vestigio externo de la religión de Moisés. Los empecinados 
          en la antigua fe eran quemados vivos; y los demás, aunque nunca 
          hayan tenido problemas con el Santo Oficio, vivieron una vida ensombrecida 
          por la discriminación racial. Si los moriscos, como dijo Aldrete, 
          estaban "excluidos de las honrras y cargos públicos", 
          también muchos sabios y artistas y poetas de ascendencia hebraica, 
          aunque fuera sólo parcial, no pudieron ya tener acceso a dignidades 
          civiles ni eclesiásticas. En la primera mitad del siglo XV habían 
          sido obispos de la prestigiosa Burgos dos judíos, padre e hijo, 
          Pablo de Santa María y Alonso de Cartagena, grandes escritores 
          ambos. Pero fray Luis de León, que conoció las cárceles 
          inquisitoriales debido en buena parte a su ascendencia hebrea, nunca 
          hubiera podido ser obispo, ni siquiera superior de su orden (aunque 
          fuera infinitamente superior a sus colegas). Otro de los grandes judíos 
          españoles, Juan Luis Vives (1492-1540), amigo de Erasmo, salió 
          de España a los diecisiete años y nunca volvió 
          a pisar la tierra en que varios de sus antepasados habían sido 
          quemados vivos. 
           
          Quizá nunca se dudó en serio de la sinceridad de conversos 
          como Pablo de Santa María, o de descendientes de judíos 
          como los ya mencionados, o como santa Teresa y Mateo Alemán, 
          para recordar dos casos más. Pero el hecho es que la palabra 
          misma converso acabó por ser, en la lengua castellana, 
          un verdadero insulto, al igual que sus equivalentes confeso y 
          cristiano nuevo (cuya carga negativa consistía en el contraste 
          con su antónimo, el orgulloso cristiano viejo: cualquier 
          cristiano viejo, y no se diga si era montañés o vizcaíno, 
          se creía un hidalgo o un noble frente al "vil" judío). 
          En el imperio español de los siglos XVI y XVII suena todo el 
          tiempo la palabra judaizante y resuenan las palabras mancha 
          y tacha, contrapuestas a limpieza (de sangre). La voz 
          marrano es la muestra más famosa de este vocabulario. 
          Procede del árabe vulgar mabrán 'cosa prohibida'; siendo 
          la carne de cerdo la "cosa prohibida" por excelencia, así 
          para los musulmanes como para los judíos, marrano pasó 
          a significar esa carne: 'el cerdo bueno para la matanza', y de ahí 
          el 'musulmán' y sobre todo el 'judío'. En el sentido concreto 
          de 'criptojudio', la palabra tuvo difusión europea y acabó 
          por perder su atroz carga insultante. (En las riñas de hombres 
          de habla española, los insultos preferidos eran cornudo, puto 
          y judío; Juan Ruiz de Alarcón tachó de las 
          tres cosas a Quevedo; Quevedo tachó sólo de judío 
          a Góngora. En el Diccionario académico de la lengua 
          figura la palabra judiada 'acción cruel e inhumana', que 
          algunos quisieran borrar de allí, pero sin razón, puesto 
          que sigue usándose en España.)' 
           
          Un país cristiano, Portugal, y dos islámicos, Marruecos 
          y Turquía, acogieron a los desterrados de 1492. Pero en 1497 
          la Corona portuguesa decretó "o bautismo o expulsión", 
          con un refinamiento de crueldad: los expulsados no podían llevarse 
          a sus hijos pequeños. Hubo así gran número de "conversiones". 
          Los sabios y literatos, muchos de los cuales acabaron por trasladarse 
          a ambientes más europeos Inglaterra, Bohemia, algunos estados 
          italianos y sobre todo los Países Bajos, escribieron de 
          preferencia en español. Varios judíos españoles, 
          nacidos ya en Portugal, se establecieron a mediados del siglo XVI en 
          el ducado de Ferrara. Protegidos por un duque humanista, estos judíos 
          publicaron allí en 1553 la llamada Biblia de Ferrara, 
          primera de las Biblias impresas en nuestra lengua, muy aprovechada luego 
          por Casiodoro de Reina, el primer traductor protestante (1569); también 
          publicaron, entre otros libros, la Visión delectable de 
          Alfonso de la Torre, filósofo del siglo XV; uno de ellos, Salomón 
          Usque, cuyo nombre "cristiano" parece haber sido Duarte Gómez, 
          emprendió la primera traducción sistemática de 
          la obra poética de Petrarca (Venecia, 1567). Los judíos 
          españoles e hispano-portugueses de los Países Bajos desplegaron 
          asimismo una gran actividad editorial: hasta bien entrado el siglo XVII 
          seguían saliendo de las prensas de Amsterdam, Amberes y Bruselas 
          libros españoles escritos por sefardíes. Todavía 
          en el siglo XVII huía de España a Amsterdam el poeta Miguel 
          de Barrios, que abandonó su nombre, cambiándolo por el 
          de Daniel Leví. Contemporáneo suyo fue Benedicto (o Baruch) 
          Spinoza, descendiente de marranos hispano-portugueses. Ni cristiano 
          ni judío, ni español ni holandés, Spinoza escribió 
          en latín una de las obras capitales de la filosofía moderna. 
          No cabe duda de que la expulsión de los judíos significó 
          una gran pérdida para la cultura hispánica. 
           
          Los innumerables judíos que se establecieron en el norte de Africa 
          y en el vasto imperio otomano (Turquía, los Balcanes, el Asia 
          Menor) no olvidaron nunca el idioma que habían mamado, aunque 
          era el mismo de quienes los expulsaron. Este extraordinario caso de 
          supervivencia, unido al hecho de que el judeoespañol (o sefardí, 
          o ladino) conserva mejor que ninguna otra modalidad actual del castellano 
          los rasgos que nuestra lengua tenía en tiempos de Nebrija, ha 
          llamado mucho la atención de los estudiosos modernos. El judeoespañol 
          del norte de Africa ha sufrido influencias del árabe y del español 
          moderno, y el judeoespañol oriental abunda en palabras turcas 
          y griegas y aun eslavas, pero su fonética y su vocabulario han 
          resistido en lo básico, de manera que suele servir de ejemplo 
          vivo (y no libresco) de cómo se hablaba el español hace 
          quinientos años. El folklore de los sefardíes es básicamente 
          español. Hay en él romances conservados por tradición 
          oral desde el siglo XV; hay canciones a veces muy lindas, como la que 
          empieza: 
           
           
         
        
          
            Morenica a mí me llaman,  
              yo blanca nací; 
              el sol del enverano 
              me hizo a mí ansí 
              morenica y graciosica 
              y mavromatianí | 
           
         
         
          
           
        
            
           
        
        
          (palabra griega esta última, que significa 'ojinegra'); hay 
            también gran cantidad de refranes, antiguos o derivados de 
            los antiguos: "El ojo come más muncho que la boca", 
            "Arremenda tu paño, que te ture un año; arreméndalo 
            otruna vez, que te ture un mes", "Café sin tutún, 
            hamam sin sapún" ("café sin cigarrillo es 
            como baño sin jabón": hamam es el baño turco); 
            "Todo tenía Salomonico: sarna y lepra y sarampionico"... 
          Hasta antes de 1939, había en ciudades como Estambul, Bucarest 
            y Salónica imprentas de donde salían, en caracteres 
            a veces hebreos, a veces latinos, libros y folletos populares en lengua 
            española, y almanaques, y periódicos comunes y corrientes, 
            con sus secciones de noticias, artículos de fondo y anuncios, 
            todo en español (un español ajustado a las necesidades 
            modernas mediante préstamos, no del español actual, 
            sino del rumano, o del francés, o del italiano). Hitler acabó 
            siniestramente con todo eso. Más que en la América hispánica 
            o en España, donde la absorción por el español 
            moderno es inevitable, la lengua de los sefardíes que escaparon 
            del holocausto se conserva en el moderno estado de Israel y en muchas 
            ciudades de los Estados Unidos, pero parece destinada a desaparecer, 
            a causa de la presión del hebreo y del inglés.
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