|  
           La cultura hispánica de los siglos XVI y XVII 
            es posiblemente la más controvertida de todas las de la era 
            moderna, la más conflictiva, o sea la más apasionante. 
            Si es imposible ver sin pasión las hogueras inquisitoriales, 
            también es imposible leer el Quijote fríamente, 
            sin que el lector se sienta arrastrado y cautivado por su humor y 
            su armonía. En vez de emitir un juicio global, quizá 
            sea más útil exponer una breve serie de datos que, desde 
            el concreto punto de vista de la historia de la lengua, puedan dar 
            una idea de cómo se desarrolló en los territorios de 
            habla española la lucha entre las luces (el ansia de libertad, 
            la apertura a todo lo que es humano, la fe en la civilización 
            y el progreso) y las tinieblas (el absolutismo, el rechazo de lo nuevo 
            por el solo hecho de ser nuevo, la defensa encarnizada de los intereses 
            creados). Esta lucha, que se da en todas las sociedades y en todas 
            las épocas, tuvo en el orbe hispánico características 
            especiales. 
             
            Las luces están representadas ante todo por el humanismo renacentista, 
            en sus dos expresiones principales, la nórdica o erasmiana 
            y la italiana, expresiones que, una vez recibidas en España, 
            se fundieron sin dificultad en una sola (al contrario de lo que ocurrió 
            en Italia, donde Erasmo tuvo pocos admiradores decididos). El erasmista 
            Juan de Valdés era amigo de Garcilaso, el cual hizo que su 
            amigo Boscán tradujera al español El Cortesano 
            de Castiglione, libro que educó a miles de lectores europeos. 
            Y Boscán y Garcilaso renovaron a fondo la poesía castellana, 
            adoptando de la italiana no sólo los esquemas métricos, 
            sino toda una visión de lo humano. Por lo demás, el 
            amor a las letras griegas y latinas fue el mismo en Erasmo y en los 
            italianos (aunque Erasmo haya preferido a los moralistas y a los historiadores, 
            y los italianos a los oradores y a los poetas). Juan, de Valdés 
            tradujo del griego partes de la Biblia; Garcilaso compuso poemas en 
            latín. 
             
            El cardenal Cisneros, rector de la política 
            española durante la minoría de Carlos V, le ofreció 
            a Erasmo, en 1516, un puesto en España. Erasmo no aceptó 
            la invitación, en parte por sus muchos quehaceres y en parte 
            porque España le parecía demasiado bárbara; pero 
            en 1516, justamente, se desató en España una oleada 
            de traducciones de Erasmo sin paralelo en ningún otro país 
            europeo. Dos años antes, en 1514, el impresor de la universidad 
            de Alcalá, Arnao Guillén de Brocar, había publicado 
            en un espléndido volumen, envidia de Europa, la edición 
            príncipe del texto griego del Nuevo Testamento.* 
            Esta universidad de Alcalá, fundada en 1508 por el propio cardenal 
            Cisneros, fue durante la primera mitad del siglo XVI el hogar por 
            excelencia de las ideas modernas. Su ímpetu innovador se contagió 
            a la de Salamanca (aunque ésta, fundada en el siglo XII, tenía 
            demasiados compromisos con el pasado). Fueron momentos privilegiados 
            en la historia de la cultura hispánica. La labor de los humanistas 
            italianos residentes en Castilla, como Pedro Mártir de Angleria 
            y Lucio Marineo Sículo, y también en Portugal, como 
            Cataldo Áquila Sículo, estaba dando sus frutos. Pedro 
            Mártir se felicitaba de haberse trasladado a un país 
            tan sediento de conocimientos y tan virgen de humanismo: decía 
            que, de haberse quedado en Italia, habría sido un pajarillo 
            entre águilas o un enano entre gigantes. En España, 
            desde luego, fue un gigante. Una vez, durante un curso dado en Salamanca 
            sobre las difíciles (y divertidas) Sátiras de 
            Juvenal, los estudiantes lo levantaron en hombros y así, "en 
            triunfo", lo llevaron hasta su aula. La literatura de nuestra 
            lengua, en estos primeros decenios del Renacimiento, se escribió 
            en una atmósfera de entusiasmo. 
             
            En las Indias, como se llamaban las posesiones americanas de España, 
            la cultura que se fue implantando estaba hecha de la misma sustancia 
            que en la metrópoli. Es verdad que hacia 1550 las únicas 
            ciudades que podían llamarse centros de cultura eran México 
            y Lima, y tal vez Santo Domingo (la primera que tuvo universidad). 
            Pero, proporcionalmente, los ideales del Renacimiento y del humanismo 
            penetraron en América en la misma medida que en España. 
            Fernández de Oviedo, imbuido de italianismo y lector de Erasmo, 
            es en Santo Domingo uno de los españoles más civilizados 
            de su tiempo, y su Historia uno de los monumentos del humanismo, 
            entendido éste en su sentido más amplio y generoso. 
            Diego Méndez, "el de la Canoa", compañero 
            de Colón en su último viaje y vecino también 
            de Santo Domingo, es famoso por el testamento (1536) en que dejó 
            a sus hijos su biblioteca, formada por solo diez libros, cinco de 
            los cuales eran traducciones de Erasmo. Fray Juan de Zumárraga, 
            primer obispo de México, reprodujo escritos de Erasmo y del 
            erasmista Constantino Ponce de la Fuente. (Años después, 
            este doctor Constantino fue encarcelado bajo acusación de luteranismo.) 
            La Utopía del inglés Tomás Moro, amigo 
            de Erasmo, tuvo innumerables lectores, pero ninguno tan extraordinario 
            como Vasco de Quiroga, que quiso hacer realidad, en tierras de Michoacán, 
            los ideales de justicia de ese libro revolucionario. Y Francisco Cervantes 
            de Salazar, discípulo del erasmista Alejo Vanegas, no sólo 
            tradujo a Juan Luis Vives, otro gran amigo de Erasmo sino que, a imitación 
            suya, compuso unos Diálogos latinos impresos en México 
            (1554), tres de ellos acerca de México y de su universidad, 
            aún reciente pero ya activa. 
             
            Cuando murió Carlos V (1558), la ciudad de México celebró 
            sus exequias con un catafalco adornado de composiciones poéticas 
            en latín y en español (estas últimas en metros 
            italianos), de todo lo cual quedó constancia en el Túmulo 
            imperial de Cervantes de Salazar (1560). 
             
            Este Túmulo puede servir de símbolo de un acontecimiento 
            trascendental. Mucho de lo que había vivido en la cultura española 
            durante la época del emperador quedó sepultado con él. 
            Felipe II, constituido en campeón de la ortodoxia católica 
            contra las demás formas del cristianismo, inauguró un 
            "nuevo estilo" nacional, absolutista e intolerante. No es 
            que la libertad intelectual haya sido completa en tiempos de Carlos 
            V., la Inquisición fue siempre muy poderosa, y la suspicacia 
            de la iglesia española la suspicacia, concretamente, 
            de las órdenes monásticas, en particular la de los dominicos 
            frente a todo cuanto oliera a pensamiento demasiado personal en materias 
            teológicas, filosóficas y científicas era muy 
            aguda ya en el siglo XV. Cuando en 1478 (en vísperas del establecimiento 
            definitivo de la Inquisición en España) un catedrático 
            de Salamanca, Pedro de Osma, expuso ciertas ideas de un libro suyo 
            acerca de la confesión sacramental, la autoridad eclesiástica 
            mandó clausurar las aulas como si estuvieran endemoniadas, 
            y, como dice uno de los documentos que relatan el suceso, "no 
            permitió que se abriesen hasta haber quemado públicamente 
            la cátedra y el libro en presencia de su autor, sin que se 
            leyese [= sin que se diesen clases] en ellas hasta bendecirlas", 
            esto es hasta exorcizarlas. Nebrija, discípulo de Pedro de 
            Osma tuvo sus conflictos con la Inquisición como los tuvieron 
            después otros dos catedráticos de Salamanca, fray Luis 
            de León y Francisco Sánchez el Brocense. De hecho, 
            todos los partidarios de una ciencia libre de trabas, o sea todos 
            los erasmistas, sufrieron en una forma u otra la hostilidad del Santo 
            Oficio. 
             
            Caso típico es el de Juan de Vergara, traductor de Aristóteles 
            y de las partes griegas del Viejo Testamento en la Biblia Complutense, 
            encarcelado durante dos años y medio sin otra razón 
            que su erasmismo (a pesar de que Erasmo nunca fue condenado por Roma). 
            Entristecido por la noticia, un estudiante español que se hallaba 
            en París le escribía (1533) a su maestro Vives: "Tienes 
            razón: España está en poder de gente envidiosa 
            y soberbia, y bárbara además; ya nadie podrá 
            cultivar medianamente las letras sin que al punto se le acuse de hereje 
            o de judío; impera el terror entre los humanistas". A 
            ese mismo propósito le escribía Vives a Erasmo: "Estamos 
            pasando por tiempos difíciles, en que no se puede hablar ni 
            callar sin peligro". Irónicamente, la última carta 
            de Erasmo a Vergara, interceptada por los inquisidores contenía 
            un elogio de los viajes de esa comunicación con otras gentes 
            que es como "un injerto de la inteligencia", y le decía: 
            "Nada hay mas hosco que los seres humanos que han envejecido 
            en su pueblo natal, y que odian a los extranjeros y rechazan cuanto 
            se aparta de los usos del terruño". 
             
            Una de las últimas afirmaciones de los ideales de libertad 
            del humanismo se encuentra en El concejo y consejeros del príncipe 
            del erasmista Fadrique Furió Ceriol, español europeo 
            educado en el "estilo Carlos V". Declara Furió que 
            todos los modos de pensar son buenos, mientras los hombres que piensan 
            sean buenos: "Todos los buenos, agora sean judíos, moros, 
            gentiles, cristianos o de otra secta, son de una mesma tierra, de 
            una mesma casa y sangre; y todos los malos de la mesma manera"; 
            y afirma también que quienes dicen "que todo es del rey, 
            y que el rey puede hacer a su voluntad,. y que el rey puede poner 
            cuantos pechos [impuestos] quisiere, y aun que el rey no puede errar" 
            (cosas todas que se dijeron en efecto en la España de Felipe 
            II), son "enemigos del bien publico". 
             
            La historia vino a poner en estas palabras de Furió la misma 
            ironía que en las de Erasmo cuando le hacía al prisionero 
            Vergara el elogio de los viajes. El concejo y consejeros del príncipe 
            se imprimió en Amberes en 1559. Ahora bien, justamente ese 
            año de 1559 es el del triunfo definitivo del absolutismo y 
            del oscurantismo (para decirlo en terminología moderna) sobre 
            el deseo de libertad y de progreso. A los tres años de heredar 
            la corona, y a un año apenas de la muerte de su padre, Felipe 
            II mostró en 1559 lo que iba a ser su reinado (y el de sus 
            sucesores). En el campo del pensamiento, los antierasmistas habían 
            ganado la batalla. En ese año de 1559 habían obtenido 
            una victoria espectacular: Bartolomé Carranza, arzobispo de 
            Toledo, favorable a la libertad de pensamiento, fue encarcelado y 
            destituido de su puesto. Felipe II apoyó siempre con brazo 
            fuerte a los contrarreformistas triunfadores, y éstos le juraron 
            fidelidad absoluta y demostraron teológicamente aquello que, 
            según Furió, sólo un enemigo del bien público 
            podría decir: "que el rey puede hacer a su voluntad". 
            Felipe II y sus sucesores tuvieron casi rango de deidades (Es penoso 
            ver cómo sor Juana Inés de la Cruz exalta hasta las 
            nubes al imbécil Carlos II.) Pocas veces en la historia de 
            los pueblos modernos ha habido una coalición tan íntima, 
            y tan duradera además, entre Iglesia y Estado. Lo anterior 
            a 1559, incluyendo el proceso contra Juan de Vergara, había 
            sido apenas un ensayo. Ya se habían promulgado varios Índices 
            de libros prohibidos, pero el del fatídico año de 1559, 
            hecho bajo la supervisión del inquisidor Fernando Valdés, 
            dejó muy atrás en severidad a sus predecesores. Las 
            obras de Erasmo fueron confiscadas y quemadas, y lo único que 
            de él se toleró fueron los tratados de gramática 
            y retórica. Se pusieron en el Índice las obras completas 
            de no pocos escritores españoles, comenzando con aquellos que 
            habían huido de la península para ser libres en el extranjero, 
            como Juan de Valdés y Miguel Servet, cumbres del pensamiento 
            religioso europeo. Totalmente prohibidas quedaron 
            las traducciones de la Biblia, pues su lectura vino a considerarse 
            "fuente de herejías". (Lo curioso es que Fadrique 
            Furió Ceriol había publicado un diálogo latino, 
            Bononia, en que defendía lo contrario, argumentando 
            erasmianamente que los apóstoles y evangelistas se habían 
            servido del idioma hablado por el pueblo.) El solo deseo de estar 
            al corriente de las novedades europeas era peligroso. Se elaboraron 
            refinados mecanismos de control de la imprenta, y la importación 
            de libros extranjeros quedó sometida a estrechísima 
            vigilancia. La herejía se identificó por completo con 
            la infamia social, de tal manera que los sospechosos de desviarse 
            mínimamente del catolicismo oficial, o sea de lo que Erasmo 
            llamaba "usos del terruño", quedaban automáticamente 
            "deshonrados". Como remate de todo, en ese año de 
            1559, en noviembre, por decreto de Felipe II, les quedó prohibido 
            a todos sus súbditos salir al extranjero a estudiar o a enseñar, 
            para evitar contagios con ideas no "oficiales". ** 
             
            El liderazgo intelectual quedó definitivamente en otras naciones. 
            Un Galileo, un Descartes, un Newton hubieran sido imposibles en los 
            dominios de Felipe II y su dinastía. El helenismo, tan promisor 
            en tiempos de Cisneros y de Carlos V, quedó prácticamente 
            muerto; la tipografía helénica llegó a desaparecer 
            del todo, y los pocos que sabían griego se hacían sospechosos 
            (podían leer los evangelios en su lengua original, o sea que 
            "se apartaban" de la mayoría que sólo sabía 
            leerlos en la traducción de la Vulgata). España; el 
            país de Europa que en esta segunda mitad del siglo XVI estaba 
            en posición ideal para ser la adelantada de los estudios árabes 
            (y no sólo por el contacto excepcional que había tenido 
            durante siglos con el Islam, sino porque aún vivían 
            en su territorio miles de personas que hablaban y leían y escribían 
            árabe), fue durante Felipe II máxima desdeñadora 
            de lo árabe. El Arte y el Vocabulista arávigo 
            de Pedro de Alcalá nunca tuvieron sucesores. Fue en Francia 
            y en Holanda donde se inició, a fines del siglo XVI, el arabismo 
            moderno. (Cuando los "ilustrados" del XVIII quisieron hacer 
            una clasificación de los manuscritos árabes existentes 
            en El Escorial, tuvieron que acudir a un experto extranjero, el maronita 
            sirio Miguel Casiri.) También se le fue a España de 
            las manos otro liderazgo: el del hebraísmo. La edición 
            del texto hebreo de la Biblia Complutense había sido obra de 
            judíos conversos, en particular Pablo Coronel, autor además 
            del léxico hebreo-latino impreso al final del Viejo Testamento. 
            Era natural que fueran conversos o descendientes de conversos los 
            sabios en esta materia. Hacia 1570 había cuatro grandes hebraístas 
            en España: Alonso Gudiel en la universidad de Osuna, y fray 
            Luis de León, Gaspar de Grajal y Martín Martínez 
            de Cantalapiedra en la de Salamanca. Todos, salvo el último, 
            eran de origen converso. La persecución desatada contra ellos 
            en 1572 es una de las muestras más repugnantes del antisemitismo 
            oficial (Gudiel murió tragicamente en la cárcel). Durante 
            estos acontecimientos, otro humanista, Benito Arias Montano, publicaba 
            en Amberes (1569-1573) la llamada Biblia Regia, políglota 
            como la Complutense; pero los sabios que se encargaron de la edición 
            del texto hebreo no fueron ya españoles. 
             
            En la época de Carlos V, desde Juan Luis Vives, que en 1520 
            hablaba del triste papel que hacían en Europa los españoles, 
            llenos de "concepciones bárbaras de la vida que se transmiten 
            unos a otros como de mano en mano", hasta Andrés Laguna, 
            que en 1557 decía que sus paisanos se habían granjeado 
            el aborrecimiento de todos los europeos (los turcos inclusive) a causa 
            de su soberbia, nunca dejaron de escucharse voces que llevaron a cabo 
            una auténtica labor de autocrítica nacional. En la época 
            de los Félipes esas voces fueron metódicamente reprimidas. 
             
            Por otra parte, en tiempos de Carlos V no hubo casi 
            ningún escritor español que no fuera devoto de su rey 
            (es muy representativo el soneto de Hernando de Acuña que celebra 
            la hegemonía española y sueña con "un Monarca, 
            un imperio y una Espada" para todo el mundo), y esa devoción 
            fue fruto espontáneo del entusiasmo. Pero a partir de Felipe 
            II el patriotismo se fue convirtiendo, cada vez más, en consigna. 
            Alonso de Ercilla intercaló en su Araucana visiones 
            heroicas de las batallas de Saint-Quentin y de Lepanto; Fernando de 
            Herrera dedicó a don Juan de Austria dos odas encomiásticas, 
            una por la victoria de Lepanto y otra por el escarmiento que les dio 
            a los pobres moriscos de las Alpujarras. Cervantes era seguramente 
            sincero cuando decía que la batalla de Lepanto fue "la 
            más alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan 
            ver los venideros". Algo de fervor patriótico y católico 
            hay en El Brasil restituido, comedia de Lope de Vega que celebra 
            la reconquista de Bahía de manos de los holandeses por una 
            escuadra hispano-portuguesa, o en comedias de Calderón como 
            la que celebra las victorias de Wallenstein contra los protestantes 
            y la que celebra (como el famoso cuadro de Velázquez) la toma 
            de Breda. Pero ¿qué decir del libro de 1631 en que un 
            numeroso coro de poetas Lope de Vega entre ellos festejó 
            como hazaña sobrehumana, digna de Júpiter, el que Felipe 
            IV, en un coto cerrado, y detrás de una barrera, y rodeado 
            de cortesanos y de criados, hubiera matado un toro de un arcabuzazo? 
            En cuanto a los elogios prodigados a Carlos II y a su aberrante política, 
            son sencillamente grotescos*** 
             
             
            El único caso ilustre de crítica del imperio en el siglo 
            XVII es el "memorial" versificado, atribuido con toda verosimilitud 
            a Quevedo, en que el autor le dice a Felipe IV que es inhumano mantener 
            en Europa una ilusión de dominio a costa de la sangre y el 
            bienestar de los españoles. Pero entre la crítica abierta 
            y la adulación descarada quedaban vías intermedias. 
            Una de ellas era la reticencia, que es el arte de decir cosas sin 
            decirlas. En 1609, Bernardo de Aldrete sugiere con un discreto "y 
            no digo más" que la represión de los moriscos de 
            las Alpujarras fue demasiado salvaje. De manera parecida el historiador 
            José de Sigüenza, en 1600, en el momento en que casi va 
            a decir lo que piensa de la manera innoble como Fernando el Católico 
            y su brazo militar Gonzalo Fernández de Córdoba (alias 
            "el Gran Capitán") se apoderaron del reino de Nápoles, 
            se para en seco y estampa sólo este comentario: "Aquí 
            se quedan mil hoyos y pleitos que se averiguarán el Día 
            del Juicio". La represión convirtió a los escritores 
            de lengua española en grandes maestros del arte de la reticencia, 
            de la cautela, de cierta "hipocresía heroica", como 
            alguien la ha llamado. Y el más grande de esos maestros fue 
            Cervantes. 
             
            Otra vía intermedia es la imparcialidad artística. Así 
            como el Velázquez de la Rendición de Breda pone 
            en los rostros holandeses (calvinistas) la misma nobleza que en los 
            españoles (católicos), así también el 
            Ercilla de la Araucana presta a los indios chilenos y a sus 
            dominadores un mismo alto nivel de cualidades humanas. Ni siquiera 
            los corsarios ingleses Francis Drake y John Hawkins aparecen como 
            monstruos en la Dragontea de Lope de Vega. Por lo demás, 
            la desproporción entre lo celebrado y la manera de celebrarlo 
            se pierde de vista cuando el resultado es una obra de arte. La victoria 
            de Saint-Quentin fue insignificante, pero El Escorial es ciertamente 
            un edificio estupendo. También la rendición de Breda 
            fue un episodio intrascendente. Las hazañas exaltadas por muchos 
            poetas y prosistas y autores teatrales del siglo XVII se reducen a 
            menudo a nada, son exageración pura. En manos de escritores 
            como Quevedo y Calderón, la hipérbole llega a veces 
            a la cumbre del arte. (Góngora, también maestro de la 
            hipérbole, es siempre más complejo: exalta ciertamente 
            a los monarcas, pero en un largo pasaje de las Soledades deplora 
            muy de veras los males que la codicia de los exploradores y conquistadores 
            trajo a la humanidad.) 
             
            Desde el punto de vista de la historia de la lengua, los breves datos 
            que anteceden tienen una doble importancia. Por una parte, explican 
            el relativo raquitismo y atraso del vocabulario castellano en todos 
            aquellos sectores (política, economía, ciencia, filosofía, 
            etc.) en que los demás países del occidente europeo 
            se adelantaron a España raquitismo y atraso cuyas consecuencias 
            siguen siendo actuales. Y, por otra parte, ayudan a comprender 
            la naturaleza peculiar del lenguaje literario español del siglo 
            XVII, su especialísima riqueza. Algo que no consiguió 
            coartar Felipe II fue la fantasía. Más aún: es 
            como si la obra de quienes escribían en España hacia 
            1615, hombres criados bajo el austero régimen de Felipe II, 
            fuera producto, más que de genios individuales, de una como 
            necesidad social, colectiva, de hallar nuevas entradas y salidas en 
            un edificio cuyas puertas estaban tapiadas. La literatura de nuestra 
            lengua eclipsaba en esos momentos a todas las demás. En 1615 
            Lope de Vega llevaba escritos, entre muchísimas otras cosas, 
            varios centenares de piezas teatrales. En 1615, un siglo después 
            de los inicios de ese humanismo erasmiano que Felipe II sofocó, 
            Miguel de Cervantes "un ingenio lego", poseedor, como 
            Shakespeare, de "poco latín y menos griego" 
            publicaba la Segunda parte del Quijote, envidia de todas las 
            literaturas y culminación de no pocas de las ideas de Erasmo. 
            En 1615, menos de un siglo después del injerto de los modos 
            italianos en la poesía española, circulaban de mano 
            en mano, manuscritas, las Soledades de Góngora. Finalmente, 
            en 1615 se hallaba en pleno auge otra literatura, no la del humor 
            y la fantasía, sino la del desengaño y el ascetismo 
            razonado, producto también de un estado de ánimo colectivo 
            que de ninguna manera había sido el dominante en tiempos de 
            Carlos V. 
           * El Nuevo Testamento es 
            el tomo final de la llamada Biblia "Complutense" (Complutum 
            era el nombre romano de Alcalá), pero fue el que se imprimió 
            primero. El texto griego original va acompañado de la "Vulgata", 
            o sea la traducción latina de san Jerónimo que durante 
            diez siglos habla sido el único alimento bíblico de 
            la cristiandad. Dos años después, en 1516, Erasmo publicó 
            su propia edición del texto griego del Nuevo Testamento, acompañándolo 
            de una nueva y revolucionaria versión latina. Pero la tipografía 
            griega de la edición erasmiana es inferior a la del Nuevo Testamento 
            de Alcalá, calificada por los conocedores como la más 
            bella de todos los tiempos. Los primeros volúmenes de la Biblia 
            Complutense (1515-1517) contienen el Viejo Testamento, y su disposición 
            es mucho mas compleja: el lector que la abre en una página 
            cualquiera se encuentra con seis textos: 1) el hebreo original; 2) 
            la antigua versión caldea (o siríaca); 3) la traducción 
            griega de "los Setenta", hecha por los judíos helenizados 
            de Alejandría en el siglo III a.C. (la tipografía de 
            esta parte es más pequeña y mucho menos elegante que 
            la del Nuevo Testamento); 4) la Vulgata de san Jerónimo; 5) 
            una traducción latina literal de la versión caldea; 
            y 6) una traducción latina literal de la versión griega. 
             
            ** Añádase que los 
            inquisidores del tiempo de Felipe II, además de exacerbar la 
            censura contra la libertad de pensamiento, la extendieron a la "libertad 
            de lenguaje". El contraste con la época de Carlos V es 
            aquí especialmente marcado. Obras como La lozana Andaluza 
            (1528), que todavía a comienzos del siglo XX escandalizaba 
            a Menéndez Pelayo, o como el Cancionero de obras de burlas 
            y provocantes a risa (1519), donde hay piezas extraordinariamente 
            libres, desenfadadas y "verdes", como la ya mencionada Carajicomedía, 
            dejaron de ser posibles. De haber vivido en tiempos de Felipe II el 
            canónigo sevillano Diego López de Cortegana, que tradujo 
            en 1513 el Asno de oro de Apuleyo, donde hay escenas muy fuertes 
            para mentalidades castas (y que tradujo también, en 1520, la 
            Querella de la paz de Erasmo, invectiva contra la estupidez 
            de las guerras), ciertamente hubiera tenido que dedicarse a otros 
            quehaceres. La España "oficial" de Felipe II fue 
            muy gazmoña en todo lo relativo al sexo. Las escenas o expresiones 
            "libres" de la literatura española existente, comenzando 
            con La Celestina, fueron metódicamente castigadas". 
             
            ***Carlos II no llegó 
            ni siquiera a matar un toro de un arcabuzazo. Lo que le celebraron 
            los poetas fue una "ínclita hazaña", una "heroica 
            acción" de tipo distinto. El 28 de enero de 1685 paseaba 
            el rey con algunos de sus cortesanos, en coche, por las orillas de 
            Madrid, cuando vio a un humilde cura que, acompañado del sacristán, 
            llevaba el viático a un enfermo. Con enorme pasmo de los cortesanos, 
            y de algunas mujeres que lavaban en la poca agua del río Manzanares, 
            el rey cedió su coche al cura y al azorado sacristán, 
            se puso al estribo, "de gentilhombre", e hizo que sus paniaguados 
            acompañaran a pie al Santísimo hasta casa del moribundo. 
            La convocatoria a los poetas fue inmediata, y no menos inmediata la 
            respuesta: el 3 de febrero, menos de una semana después de 
            ejecutada la heroica acción, los poetas de Madrid se reunieron 
            en casa de don Pedro de Arce, uno de los cortesanos, para leer un 
            número increíble de composiciones encomiásticas. 
            La convocatoria llegó con natural retraso a tierras americanas, 
            y varios poetas de la Nueva España, uno de ellos Sor Juana, 
            unieron su voz a la de sus colegas peninsulares. (Es notable cómo 
            algunos de esos celebradores del pobre Carlos II dicen que un rey 
            devoto del Santísimo Sacramento vale infinitamente más 
            que un rey que gana batallas militares o diplomáticas.)
        |