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          ¡Amigo mío! Recibí tus recuerdos, y estreché 
          tu mano de lejos, y vi tu rostro alegre, tu mirada sedienta, tus narices 
          voluptuosas que se hartan hoy de perfume de campo y de jardín, 
          de hoja verde y salvaje que se estruja al paso, o de pomposa genciana 
          en su macetero florido. ¡Salud! 
           
          Ayer vagué por el país azul. Canté a una niña; 
          visité a un artista; oré, oré como un creyente 
          en un templo, yo el escéptico; y yo, yo mismo, he visto a un 
          ángel rosado que desde su altar lleno de oro, me saludaba con 
          las alas. Por último, ¡una aventura! Vamos por partes. 
           
          ¡Canté a una niña! 
          La niña era rubia, esto es, dulce. Tú sabes que la cabellera 
          de mis hadas es áurea, que amo el amarillo brillante de las auroras, 
          y que ojos azules y labios sonrosados tienen en mi lira dos cuerdas. 
          Luego, su inocencia. Tenía una sonrisa castísima y bella, 
          un encanto inmenso. Imagínate una vestal impúber, toda 
          radiante de candidez, con sangre virginal que le convierte en rosas 
          las mejillas. 
           
          Hablaba como quien arrulla, y su acento de niña, a veces melancólico 
          y tristemente suave, tenía blandos y divinos ritornelos. Si se 
          tomase flor, la buscaría entre los lirios; y entre éstos 
          elegiría el que tuviera dorados los pétalos, o el cáliz 
          azul. Cuando la vi, hablaba con un ave; y como que el ave le comprendía, 
          porque tendía el ala y abría el pico, cual sí quisiera 
          beber la voz armónica. Canté a esa niña. 
           
          Visité a un artista, a un gran artista que, como 
          Mirón su discóbolo, ha creado su jugador de chueca.1 
          Al penetrar en el taller de este escultor, parecíame vivir la 
          vida antigua; y recibía, como murmurada por labios de mármol, 
          una salutación en la áurea lengua jónica que hablan 
          las diosas de brazos desnudos y de pechos erectos. 
           
          En las paredes reían con su risa muda las máscaras, y 
          se destacaban los relieves, los medallones con cabezas de serenos ojos 
          sin pupilas, los frisos cincelados, imitaciones de Fidias, hasta con 
          los descascaramientos que son como el roce de los siglos, las metopas 
          donde blanden los centauros musculosos sus lanzas; y los esponjados 
          y curvos acantos, en pulidos capiteles de columnas corintias. Luego, 
          por todas partes estatuas; el desnudo olímpico de la Venus de 
          Milo y el desnudo sensual de la de Médicis, carnoso y decadente; 
          figuras escultóricas brotadas al soplo de las grandes inspiraciones; 
          unas soberbias, acabadas, líricamente erguidas como en una apoteosis, 
          otras modeladas en la greda húmeda, o cubiertas de paños 
          mojados, o ya en el bloque desbastado, en su forma primera, tosca y 
          enigmática; o en el eterno bronce de carne morena, como hechas 
          para la inmortalidad y animadas por una llama de gloria. El escultor 
          estaba allí, entre todo aquello, augusto, creador, con el orgullo 
          de su traje lleno de yeso y de sus dedos que amasaban el barro. Al estrechar 
          su mano, estaba yo tan orgulloso como si me tocase un semidiós. 
           
          El escultor es un poeta que hace un poema de una roca. Su verso chorrea 
          en el horno, lava encendida, o surge inmaculado en el bloque de venas 
          azulejas, que se arranca de la mina. 
           
          De una cantera evoca y crea cien dioses. Y con su cincel destroza las 
          angulosidades de la piedra bronca y forma el seno de Afrodita o el torso 
          del padre Apolo. Al salir del taller, parecióme que abandonaba 
          un templo. 
           
          Noche. Vagando al azar, di conmigo en una iglesia. Entré con 
          desparpajo; mas desde el quicio ya tenía el sombrero en la mano, 
          y la memoria de los sentidos me llenaba y todo yo estaba conmovido. 
          Aún resonaban los formidables y sublimes trémolos del 
          órgano. La nave hervía. Había una gran muchedumbre 
          de mantos negros; y en el grupo extendido de los hombres, rizos rubios 
          de niño, cabezas blancas y calvas; y sobre aquella quietud del 
          templo, flotaba el humo aromado, que de entre las ascuas de los incensarios 
          de oro emergía, como una batista sutil y desplegada que arrugaba 
          el aire; y un soplo de oración pasaba por los labios y conmovía 
          las almas. 
           
          Apareció en el púlpito un fraile joven, que lucía 
          lo azul de su cabeza rapada, en la rueda negra y crespa de su cerquillo. 
          Pálido, con su semblante ascético, la capucha caída, 
          las manos blancas juntas en el gran crucifijo de marfil que le colgaba 
          por el pecho, la cabeza levantada, comenzó a decir su sermón 
          como si cantara un himno. Era una máxima mística, un principio 
          religioso sacado del santo Jerónimo: Si alguno viene a mí, 
          y no olvida a sus padres, mujer e hijos y hermanos, y aun su propia 
          vida, no puede ser mi discípulo; y el que se aborrece a sí 
          mismo en este mundo, para una vida eterna se guarda. Había en 
          sus palabras llanto y trueno; y sus manos al abrirse sobre la muchedumbre 
          parecían derramar relámpagos. Entonces, al ver al predicador, 
          la ancha y relumbrosa nave, el altar florecido de luz, los cirios goteando 
          sus estalactitas de cera; y al respirar el olor santo del templo, y 
          al ver tanta gente arrodillada, doblé mis hinojos y pensé 
          en mis primeros años: la abuela, con su cofia blanca y su rostro 
          arrugado y su camándula de gordos misterios; la catedral de mi 
          ciudad, donde yo aprendí a creer; las naves resonantes, la custodia 
          adamantina, y el ángel de la guarda, a quien yo sentía 
          cerca de mí, con su calor divino, recitando las oraciones que 
          me enseñaba mi madre. Y entonces oré. ¡Oré, 
          como cuando niño juntaba las manos pequeñuelas! 
           
          Salí a respirar el aire dulce, a sentir su halago alegre, entre 
          los álamos erguidos, bañados de plata por la luna llena 
          que irradiaba en el firmamento, tal como una moneda argentina sobre 
          una ancha pizarra azulada llena de clavos de oro. El asceta había 
          desaparecido de mí:: quedaba el pagano. Tú sabes que me 
          place contemplar el firmamento para olvidarme de las podredumbres de 
          aquí abajo. Con esto creo que no ofendo a nadie. Además, 
          los astros me suelen inspirar himnos, y los hombres, yambos. Prefiero 
          los primeros. Amo la belleza, gusto del desnudo; de las ninfas de los 
          bosques, blancas y gallardas; de Venus en su concha y de Diana, la virgen 
          cazadora de carne divina, que va entre su tropa de galgos, con el arco 
          en comba, a la pista de un ciervo o de un jabalí. Sí, 
          soy pagano. Adorador de los viejos dioses, y ciudadano de los viejos 
          tiempos. Yo me inclino ante Júpiter porque tiene el rayo y el 
          águila; canto a Citerea porque está desnuda y protege 
          el beso de dos bocas que se buscan; y amo a Pan porque, como yo, es 
          aficionado a la música y a los sonoros ditirambos, junto a los 
          riachuelos armoniosos, donde triscan las náyades, la cadera sobre 
          la linfa, el busto al aire, todas sonrosadas al beso fecundo y ardiente 
          del gran sol. En cuanto a las mujeres, las amo por sus ojos que ponen 
          luz en el alma de los hombres; por sus líneas curvas, por sus 
          fuertes aromas de violeta y por sus bocas que parecen rosas. Otros busquen 
          las alcobas vedadas, los lechos prohibidos y adúlteros, los amores 
          fáciles; yo me arrodillo ante la virgen que es un alba, o una 
          paloma, como ante una azucena sagrada, paradisíaca. ¡Oh, 
          el amor de las torcaces! En la aurora alegre se saludan con un arrullo 
          que se asemeja al preludio de una lira. Están en dos ramas distintas 
          y Céfiro lleva la música trémula de sus gargantas. 
          Después, cuando el cenit llueve oro, se juntan las alas y los 
          picos, y el nido es un tálamo bajo el cielo profundo y sublime, 
          que envía a los alados amantes su tierna mirada azul. 
          Pues bien, en un banco de la Alameda me senté a respirar la brisa 
          fresca, saturada de vida y de salud, cuando vi pasar una mujer pálida, 
          como si fuera hecha de rayos de luna. Iba recatada con manto negro. 
          La seguí. Me miró fija cuando estuve cerca, y, ¡oh 
          amigo mío!, he visto realizado mi ideal, mi sueño, la 
          mujer intangible, becqueriana, la que puede inspirar rimas con sólo 
          sonreír, aquella que cuando dormimos se nos aparece vestida de 
          blanco, y nos hace sentir una palpitación honda que estremece 
          corazón y cerebro a un propio tiempo. Pasó, pasó 
          huyente, rápida, misteriosa. No me queda de ella sino un recuerdo; 
          más no te miento si te digo que estuve en aquel instante enamorado; 
          y que cuando bajó sobre mí el soplo de la media noche, 
          me sentí con deseos de escribirte esta carta, del divino país 
          azul por donde vago, carta que parece estar impregnada de aroma de ilusión; 
          loca e ingenua, alegre y triste, doliente y brumosa; y con sabor a ajenjo, 
          licor que como tú sabes tiene en su verde cristal el ópalo 
          y el sueño.
  
          1 El propio Darío, 
            un año más tarde, nos da el nombre del artista. "Plaza 
            es ese vigoroso talento que ha producido el Caupolicán 
            y el Jugador de chueca, estatuas magistrales, honra del arte 
            americano" (A de Gilbert, 1889). En las dos primeras ediciones 
            de Azul, en el cuento "El palacio del sol", aparece 
            una mención de Plaza, suprimida en la de 1905. ("Se apoyó 
            en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, cincelado por 
            Plaza.") A propósito de ella Darío aclaraba en 
            la nota XVI de la edición guatemalteca: Nicanor Plaza, chileno, 
            el primero de los escultores americanos, cuyas obras se han expuesto 
            con gran éxito en el Salón de París. Entre sus 
            obras, las más conocidas y de mayor mérito están 
            una Susana y Caupolicán, esta última magnífica 
            de fuerza y de audacia. La industria europea se aprovechó de 
            esta creación de Plaza sin consultar con él para 
            nada, por supuesto, y sin darle un centavo y la multiplicó 
            en el bronce y en la terracota. ¡El Caupolicán 
            de Plaza se vende en los almacenes de bric-à-brac de 
            Europa y América, con el nombre de The Last: of tbe Mohicans! 
            Un grabado que representa esa obra maestra de Plaza, fue publicado 
            en la Ilustración Española y Americana. La gloria 
            no ha sido esquiva con el amigo Plaza; pero no así la fortuna". 
            No pocas huellas quedan en la obra chilena de Darío de su amistad 
            con Plaza el tema del escultor en los cuentos "El velo de la 
            reina Mab", "Arte y hielo" y "La muerte de la 
            emperatriz de la china", el soneto "Caupolicán", 
            la dedicatoria de "El arte", y algunos recuerdos en el Prólogo 
            a Asonantes de Narciso Tondreau y en A. de Gilbert.
         
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