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           Libertad significa, propiamente hablando, ausencia 
            de oposición (por oposición significo impedimentos externos 
            al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales 
            e inanimadas como a las racionales. Cualquier cosa que esté 
            ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de 
            un cierto espacio, determinado por la oposición de algún 
            cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más lejos. 
            Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras están 
            aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua, 
            mientras está contenida por medio de diques o canales, pues 
            de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir 
            que no está en libertad para moverse del modo como lo haría 
            si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento 
            de la moción radica en la constitución de la cosa misma, 
            no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse, 
            como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla 
            sujeto al lecho por una enfermedad. 
             
            De acuerdo con esta genuina y común significación de 
            la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de 
            que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado 
            para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre 
            y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos, 
            lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento 
            no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se dice, por 
            ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del 
            camino, si no de quienes lo recorren sin impedimento. Y cuando decimos 
            que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa 
            donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna 
            ley o pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos 
            a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del 
            hombre, a quien ninguna ley ha obligado a hablar de otro modo que 
            lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío 
            no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, 
            sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo 
            para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar 
            a cabo. 
             
            Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre 
            arroja sus mercancías al mar por temor de que el barco 
            se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse 
            de hacerlo si quiere, Es, por consiguiente, la acción de alguien 
            que era libre: así también, un hombre paga a 
            veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y 
            sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante 
            acción es la de un hombre en libertad. Generalmente 
            todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor 
            a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para 
            dejar de hacerlos. 
             
            Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, 
            ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino 
            necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las 
            acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como 
            proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso 
            como cada acto de la voluntad humana y cada deseo e inclinación 
            proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena 
            (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera 
            de todas causas), proceden de la necesidad. Así que 
            a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará 
            manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del 
            hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas, 
            ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que 
            quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que 
            Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen 
            muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor 
            de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni apetito por 
            ninguna cosa, cuya causa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no 
            asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente, 
            de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del 
            hombre seria una contradicción y un impedimento a la omnipotencia 
            y libertad de Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro 
            actual propósito, respecto de esa libertad natural que 
            es la única que propiamente puede llamarse libertad. 
             
            Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, 
            la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial 
            que podemos llamar Estado, así tenemos también que han 
            hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos 
            mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en un extremo, a 
            los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder 
            soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos 
            vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden, 
            sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad 
            de romperlos. 
             
            Sólo en relación con estos vínculos he de hablar 
            ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos 
            que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido 
            normas bastantes para la regulación de todas las acciones y 
            palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente 
            que en todo género de acciones, conforme a leyes preestablecidas, 
            los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón 
            les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la 
            libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: 
            como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo 
            que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan 
            evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad 
            como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres 
            demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos 
            los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y 
            por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes 
            no tienen poder para protegerles si no existe una espada en las manos 
            de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La 
            libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas 
            cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado 
            el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, 
            entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia 
            residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e 
            instruir sus niños como crea conveniente, etcétera. 
             
            No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado 
            abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, 
            hemos manifestado ya, que nada puede hacer un representante soberano 
            a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente 
            ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada 
            súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así 
            que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él 
            mismo es súbdito de Dios y está, por ello obligado a 
            observar las leyes de naturaleza. Por consiguiente, es posible, y 
            con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda 
            ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo, 
            éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefte 
            fue la causa de que su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros 
            análogos quien vive así tiene libertad para realizar 
            la acción en virtud de la cual es, sin embargo, conducido, 
            sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un 
            príncipe soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente. 
            Porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, por 
            ser contraria a la equidad, como ocurrió con el asesinato de 
            Uriah por David, ello no constituyó una injuria 
            para Uriah, sino para Dios. No para Uriah, porque 
            el derecho de hacer aquello que le agradaba había sido conferido 
            a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque 
            David era súbdito de Dios, y toda iniquidad está 
            prohibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó 
            de modo evidente esta distinción cuando se arrepintió 
            del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo 
            modo, cuando el pueblo de Atenas desterró al más 
            potente de su Estado por diez años, pensaba que no cometía 
            injusticia, y todavía más: nunca se preguntó 
            qué crimen había cometido, sino qué daño 
            podría hacer; sin embargo, ordenaron el destierro de aquellos 
            a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha 
            al mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de 
            aquel a quien deseaba desterrar, sin acusarlo, unas veces desterró 
            a un Arístides, por su reputación de justicia, 
            y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo, 
            para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo soberano 
            de Atenas carecía de derecho a desterrarlos, o que a 
            un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser 
            justo. 
             
            La libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa 
            en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos 
            y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido 
            toda su educación en materia de política, no es la libertad 
            de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide 
            con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles 
            ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los 
            mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un 
            señor existe perpetua guerra de cada uno contra su vecino; 
            y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; 
            ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad 
            plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados 
            y repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas 
            instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer 
            lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa 
            estime) más conducente a su beneficio. Sin ello viven en condición 
            de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras 
            en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes. 
            Atenienses y romanos eran libres, es decir, Estados 
            libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese 
            libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de 
            que sus representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir 
            a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está 
            inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; 
            sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular 
            tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, 
            en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es 
            monárquico como si es popular, la libertad es siempre la misma. 
             
            Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por 
            la especiosa denominación de libertad; por falta de juicio 
            para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato 
            suyo lo que es derecho público solamente. Y cuando el mismo 
            error resulta confirmado por la autoridad de quienes gozan fama por 
            sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición 
            y cambios de gobierno. En estos países occidentales del mundo 
            solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la institución 
            y derechos de los Estados, de Aristóteles, Cicerón 
            y otros hombres, griegos y romanos, que viviendo en régimen 
            de gobiernos populares, no derivaban sus derechos de los principios 
            de naturaleza, sino que los transcribían en sus libros basándose 
            en la práctica de sus propios Estados, que eran populares, 
            del mismo modo que los gramáticos describían las reglas 
            del lenguaje, con base en la práctica contemporánea; 
            o las reglas de poesía, fundándose en los poemas de 
            Homero y Virgilio. A los atenienses se les enseñaba 
            (para apartarlos del deseo de cambiar su gobierno) que eran hombres 
            libres, y que cuantos vivían en régimen monárquico 
            eran esclavos, y así Aristóteles dijo en su Política 
            (Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad; 
            porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es libre 
            en ninguna otra forma de gobierno. Y como Aristóteles, 
            así también Cicerón y otros escritores 
            han fundado su doctrina civil sobre las opiniones de los romanos, 
            a quienes el odio a la monarquía se aconsejaba primeramente 
            por quienes, habiendo depuesto a su soberano, compartían entre 
            sí la soberanía de Roma, y más tarde por los 
            sucesores de éstos. Y en la lectura de estos autores griegos 
            y latinos, los hombres (como una falsa apariencia de libertad) han 
            adquirido desde su infancia el hábito de fomentar tumultos, 
            y de ejercer un control licencioso de los actos de sus soberanos; 
            y además de controlar a estos controladores, con efusión 
            de mucha sangre; de tal modo que creo poder afirmar con razón 
            que nada ha sido tan estimado en estos países occidentales 
            como lo fue el aprendizaje de la lengua griega y de la latina. 
             
            Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad 
            de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas 
            que, aun ordenadas por él soberano, puede, no obstante, el 
            súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar 
            a qué derecho renunciamos cuando constituimos un Estado, o, 
            lo que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos 
            al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre 
            o asamblea a quien constituimos en soberano nuestro. En efecto, en 
            el acto de nuestra sumisión van implicadas dos cosas: 
            nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual 
            puede inferirse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque 
            no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de 
            un acto de su voluntad propia, ya que todos los hombres, igualmente, 
            son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pueden derivar 
            o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas sus acciones, 
            o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese 
            poder (intención que viene a expresarse en la finalidad en 
            virtud de la cual se somete), la obligación y libertad del 
            súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes, 
            ya del fin de la institución de la soberanía, a saber: 
            la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa 
            contra un enemigo común. 
             
            Por consiguiente, si advertimos en primer lugar que la soberanía 
            por institución se establece por pacto de todos con todos, 
            y la soberanía por adquisición por pactos del vencido 
            con el vencedor, o del hijo con el padre, es manifiesto que cada súbdito 
            tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser transferido 
            mediante pacto. Ya he expresado anteriormente que los pactos de no 
            defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos. 
             
            Por consiguiente, si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente 
            condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no 
            resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, 
            del aire, de la medicina o de cualquier otra cosa, sin la cual no 
            puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer. 
             
            Si un hombre es interrogado por el soberano o su autoridad, respecto 
            a un crimen cometido por él mismo, no viene obligado (sin seguridad 
            de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado también 
            previamente, nadie puede ser obligado a acusarse a sí mismo 
            por razón de un pacto. 
             
            Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano 
            está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi cargo 
            todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción 
            de su propia y anterior libertad natural, porque al permitirle que 
            me mate, no quedo obligado a matarme yo mismo cuando me lo 
            ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero, 
            si quieres, y otra: Yo me mataré a mi mismo, o a mi 
            compañero. 
             
            De ello resulta que nadie está obligado por sus palabras a 
            darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación 
            que un hombre puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del 
            soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable, 
            no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada, 
            sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad 
            de aquella. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frustra la 
            finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no 
            hay libertad para rehusar; en los demás casos, sí. 
             
            Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le ordena 
            luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante 
            para castigar su negativa con la muerte, puede no obstante, en ciertos 
            casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado 
            sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del 
            Estado. También debe hacerse alguna concesión al temor 
            natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse 
            la ejecución de un deber peligroso), sino también en 
            los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejércitos, 
            en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin 
            embargo, cuando no obedecen a traición, sino a miedo, no se 
            estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar 
            la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola 
            como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa 
            de un temor de ese género, y no solamente está obligado 
            a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin autorización 
            de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez, 
            la ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están 
            obligados, pues de otro modo la institución del Estado, que 
            ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en 
            vano. 
             
            Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa 
            de otro hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arrebata 
            al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente, destructiva 
            de la verdadera esencia del gobierno. Ahora bien, en el caso de que 
            un gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder 
            soberano, o cometido algún crimen capital por el cual cada 
            uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad 
            de reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la 
            tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el culpable 
            tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió 
            injusticia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho 
            de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su 
            actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para 
            defender sus personas no es injusto en modo alguno. Ahora bien, el 
            ofrecimiento de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, 
            la excusa de propia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir 
            o defender a los demás. 
             
            En cuanto a las otras libertades, dependen del silencio de la ley. 
            En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito 
            tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción. 
            Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios mayor, y en 
            otros más pequeña, en algunos tiempos más y en 
            otros menos, según consideren más conveniente quienes 
            tienen la soberanía. Por ejemplo, existió una época 
            en que, en Inglaterra, cualquiera podía penetrar en 
            sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente 
            las ocupara. Posteriormente esa libertad de penetración violenta 
            fue suprimida por un estatuto que el rey promulgó con el Parlamento. 
            Así también, en algunos países del mundo, los 
            hombres tienen la libertad de poseer varias mujeres, mientras que 
            en otros lugares semejante libertad no está permitida. 
             
            Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca 
            de una deuda, o del derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de 
            cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquier 
            pena corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito 
            tiene la misma libertad para defender su derecho como si su antagonista 
            fuera otro súbdito y puede realizar esa defensa ante los jueces 
            designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud 
            de una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara 
            que no requiere más si no lo que, según dicha ley, aparece 
            como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad 
            del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir 
            que su causa sea oída y sentenciada de acuerdo con esa ley. 
            Pero si demanda o toma cualquier cosa bajo el pretexto de su propio 
            poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo 
            cuanto el soberano hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad 
            de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción 
            contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí 
            mismo. 
             
            Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o a 
            alguno de sus súbditos, de tal modo que la persistencia de 
            esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, 
            la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera 
            la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera 
            sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos 
            llanos, y no lo hizo, de donde resulta que no era esa su voluntad, 
            sino que la concesión procedía de la ignorancia de la 
            contradicción existente entre esa libertad y el poder soberano. 
            Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia 
            todos los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales 
            como el poder de hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, 
            de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los 
            demás poderes mencionados en nuestro segundo capítulo. 
             
            La obligación de los súbditos con respecto al soberano 
            se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que 
            dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En 
            efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse 
            a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser 
            renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma 
            del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no 
            reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, 
            y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, 
            por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito 
            de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención 
            de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, 
            por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra 
            con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres 
            tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas 
            semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas. 
             
            Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus 
            medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual confía 
            su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar 
            sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la condición 
            y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso, 
            porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí 
            mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en esos términos, 
            en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión 
            o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse 
            ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede, 
            tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca. 
             
            Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mismo 
            y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta 
            de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes 
            son sus hijos, y quién es el más próximo de su 
            linaje, depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el 
            precedente capítulo) instituir quién será su 
            heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía 
            ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión 
            conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no 
            siendo conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción. 
             
            Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro 
            no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensajero 
            o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súbdito, 
            pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del pacto de 
            sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda 
            sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos que tenga un privilegio 
            por concesión del soberano, o por licencia especial. 
             
            Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo súbdito 
            del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior 
            obligación, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora 
            bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal, 
            no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, 
            y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados a mantener 
            su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan 
            no en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste 
            el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa 
            a la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios, 
            ya que si no tiene medios para nombrarlos se supone que aprueba aquellos 
            que él mismo designó anteriormente.
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