| Milord Pembroke,2 
          mi amigo, es, a pesar de su flema inglesa y sus cuarenta navidades, 
          un gentleman legítimo. Alto y robusto corno un Milón 
          de Crotona3 fundido 
          en bronce de Inglaterra, impasible y severo como la estatua del remordimiento, 
          pudiera a las mil maravillas colocarse en un museo de antigüedades 
          egipcias, a no ser por los mechones rubios que interrumpen la tersura 
          de su brillante calva, digna de un dramaturgo francés del año 
          treinta.4 Milord 
          Pembroke es rico: dos milloncejos, bien saneados, forman su fortuna, 
          y a fe que con sus rentas sabe darse Milord vida de príncipe. 
          Un día el flemático inglés sintió los primeros 
          asomos del spleen; cansóse de la rígida Albión 
          y de sus costumbres invariables; vio feo y monótono aquel cielo 
          eternamente envuelto por las nieblas y aun más ennegrecido todavía 
          por el hollín y el humo de las fábricas; ya no quiso cruzar 
          en su caballo árabe, admiración del Jockey Club, 
          las avenidas; dormía como un lirón en su palco de teatro, 
          sin que le conmoviesen las florituras de la Patti; las inglesas acartonadas 
          y frías, de omóplatos salientes y huesosas manos, no le 
          arrancaban ya ni la más vulgar galantería; y hastiado, 
          en suma, de Londres y de los ingleses, de su palacio y de sus caballos, 
          lió sus maletas; como buen inglés no dijo ni una frase 
          de despedida a sus amigos íntimos, y sin otro compañero 
          que su ayuda de cámara, ya viejo, y un soberbio perro de Noruega, 
          calzó las botas de camino, cubrió su tersa calva con una 
          montera de viaje, y llevando al lado un tarro de riquísimo 
          cognac, favorecido por la niebla de una mañana fría 
          y lluviosa, embaulóse en su cómodo mail coach, 
          5 arropó 
          sus gigantescos pies con las pieles más ricas y exquisitas, puso 
          en sus manos los guantes de nutria indispensables, encendió su 
          habano suculento, y dando al conductor la hora de marcha, silbó 
          el látigo, sacudieron los caballos sus opulentas crines, y el 
          coche partió a todo correr por la avenida.
 Comienzan aquí las aventuras del touriste y extravagante 
          inglés. Algunas me ha referido sotto voce,6 
          mientras el té humeaba en tazas de transparente porcelana. En 
          París se enamoró de una discípula de la Taglioni.7 
          En Alemania estuvo a punto de batirse por sostener la prioridad del 
          vino sobre la cerveza. En Italia iba a ser víctima de una 
          vendetta 8 corsa. 
          Cayó en las redes de un marido celoso en Portugal. En la India 
          se salvó por accidente de las garras de un tigre que le había 
          atrapado en cierta cacería, y en China estuvo a punto de casarse 
          con una viuda malabar, renuente a morir en la hoguera por su esposo.
 
 Todos estos azares, sin embargo, no alteraron en nada la envidiable 
          calma de Milord. Con frescura igual refiere su lucha en el desierto 
          con un tigre, y sus paseos nocturnos en Hyde Park. Cualquiera diría 
          que el excéntrico Pembroke es un hombre formado de granito. Decidle: 
          tu mujer te engaña, tu amigo te vende, tu apoderado te arruina, 
          tu casa se incendia, tu fortuna se pierde, y él dirá, 
          torciendo un cigarrillo: Bueno. Eso sí, al siguiente 
          día la esposa estará emparedada, cuando menos; el amigo 
          muerto, el administrador encarcelado, y Milord Pembroke tendido entre 
          dos cirios con un revólver en la mano y un plomo en el pecho.
 
 La primera vez que conocí al típico inglés, fue, 
          si mal no recuerdo, en un corrillo en que se hablaba cierta noche de 
          un asunto de crónica escandalosa. Una dama de alto coturno había 
          traicionado vilmente a su marido, y éste, en un momento de ira, 
          habíala herido, disparándole a quemarropa un tiro.
 
 Defendían algunos al marido, y yo, por sostener lo contrario, 
          afirmaba que el burlado esposo era un criminal infame merecedor, por 
          lo menos, del grillete: Milord era el único que no había 
          expresado su juicio en este asunto.
 
 ¿Qué opina Ud.? le dijo alguno.
 
 ¿Yo? Creo, como el señor, que el marido es un mandria.
 
 Eso es dije al momento. Ud. da así una prueba 
          de su ilustración y de su criterio. ¡Herir a una mujer 
          indefensa! ¿Puede darse mayor crimen? ¡Oh! Ud. sí 
          que es humanitario y grande y noble.
 
 Es que yo hubiera descuartizado al amante, a vista de la esposa, 
          y después hubiera sacado a ésta los ojos en presencia 
          de sus hijos.
 
 Fácil es comprender lo estupefacto que me dejaría la tal 
          respuesta. Tomé mi sombrero, y sin decir oste ni moste, huí 
          a todo correr de aquel Nerón en traje de banquero.
 
 Hubimos de hallarnos otra vez en un convite Milord Pembroke y mi humildísima 
          persona. Hablóme largamente de sus viajes, me refirió 
          del pe al pa sus aventuras, y estrechando poco a poco nuestras relaciones, 
          llegó a ofrecerme con inglesa cortesía su casa. Yo sabía 
          que Milord poseía una soberbia casa de recreo, amueblada con 
          lujo sibarita; algunos caballos árabes, capaces de matar de envidia 
          al fakir más opulento de Hyderabad; una jauría de perros 
          que Alfonso Karr9 
          habría mirado con deleite, y una mujer, andaluza por más 
          señas, cuya belleza soberana traía sin querer a la memoria 
          las hadas de los cuentos orientales.
 
 Tengo para mí que esta última presea fue la que más 
          fuertemente me impulsó a aceptar el amistoso convite de Pembroke. 
          Ello es que en cierta mañana de noviembre oí detenerse 
          una carroza a las puertas de mi casa; después pasos desconocidos 
          para mí, en las escaleras; y por último, el consabido 
          repique de la campanilla. Abrí la puerta de mi gabinete, salí, 
          y lo primero que me encontré fueron las clásicas patillas 
          de Pembroke. Hícele entrar, se arrellanó cómodamente 
          en un sillón, y sin otro preámbulo, me dijo:
 
 Vengo por Ud.
 
 Milord, Ud. me honra demasiado y yo se lo agradezco; pero sin 
          previo aviso de esta invitación, había arreglado mis asuntos 
          de otro modo.
 
 Nada importa.
 
 Es que ni vestido estoy todavía.
 
 Vístase Ud.; le aguardo.
 
 Pero...
 
 No admito excusas.
 
 Sin quererlo, pasóme por el magín la idea de las ferocidades 
          de aquel hombre, temí enojarle; doblé obediente la cabeza; 
          en un quítame allá esas pajas me puse el consabido traje 
          de visita, arrojé la última gota de cananga10 
          en el pañuelo, y más ligero que el aire, subí con 
          Milord a la carroza, tiraron los caballos, atravesamos como relámpago 
          las calles, y llegamos por fin a la casa de recreo de aquel excéntrico.
 
 No habían exagerado, por mi vida, los que describían con 
          colores robados a la paleta veneciana aquella casa situada en uno de 
          los barrios más pintorescos de la ciudad. Yo de mí sé 
          decir que hubo de causarme positiva envidia la extraña posesión 
          de aquel mi extraño amigo.
 
 Figuraos un vestíbulo amplio y bien dispuesto, con pavimento 
          de exquisitos mármoles, y en cuyo centro derramaba perlas cristalinas 
          un grifo colocado en una fuentecilla de alabastro. Pasad por alto los 
          frescos y pinturas que adornan las paredes, y sin deteneros a examinar 
          aquellas cornisas caladas con primor y gusto, entrad por esa calle de 
          palmas acuáticas cuyas copas figuran gigantescos abanicos, al 
          jardín en cuyo centro se alza el pabellón de las habitaciones. 
          Convenid conmigo en que este parterre lindísimo es el 
          summum de la belleza y la elegancia. Nada hay, ni el más 
          pequeño detalle, que no revele la opulencia y el gusto de Pembroke. 
          En aquel jardín se han reunido, por un esfuerzo poderoso del 
          dinero, los árboles y plantas de más extraños climas 
          y más remotas tierras. El cedro del Líbano y el cactus 
          de la India se entrelazan y juntan a los perfumados bosquecillos de 
          naranjos. El floripondio de alabastro y el nenúfar de flexible 
          tallo crecen al lado de la camelia aristocrática y del plebeyo 
          nardo. Las plantas más exóticas, más raras, más 
          extrañas, vense amontonadas por un poder incontrastable: la riqueza.
 
 Pasamos por fin a las habitaciones: dejando atrás un corredor 
          que se abría sobre el jardín, sombreado por una hilera 
          de orgullosos olmos, entramos a un pequeño gabinete que servía 
          de salón de espera, y cuyos tapices, de un violeta obscuro, hacían 
          resaltar más el valioso mueblaje de madera china, enteramente 
          blanca. Parecía aquel saloncillo hecho a propósito para 
          pasar en él las noches de estío. Los asientos de sillas 
          y sillones estaban forrados de finísimo bejuco, y un surtidor 
          de cristal, colgado sobre una mesa de irreparable mármol, lanzaba 
          en espiral ondulante cascadas cristalinas que venían a caer después 
          sobre la taza. Colgaban de las paredes algunos grabados representando 
          escenas y paisajes suizos, y una lámpara de bomba deslustrada, 
          pendiente del artesonado, debía iluminar con voluptuosa luz aquel 
          recinto, que yo miraba a la espléndida luz del mediodía. 
          Dos ventanas con vista al jardín, cubiertas en parte por ligeras 
          cortinas del mismo color de los tapices, veíanse entre un bosquecillo 
          artificial de plantas exóticas y rarísimas flores, rodeadas 
          por un hilo luminoso que a través de los opacos cristales se 
          filtraba. Las alfombras, de un fondo aperlado con matices de rosa, completaban 
          el elegante adorno de aquel saloncillo.
 
 Atravesamos otras muchas salas igualmente artísticas; pasamos 
          al gabinete octógono en donde Milord Pembroke acostumbraba abismarse 
          en la lectura; el salón chino con sus abigarrados tapices, sus 
          jeroglíficos extraños y simbólicas figuras; la 
          alcoba otomana con sus voluptuosos divanes, su lecho de columnas salomónicas 
          y sus colgaduras de Damasco; el comedor indio con su estufa de cristal 
          guardando plantas preciosísimas; el salón de armas con 
          sus corazas y sus yelmos, sus adargas y sus lanzas, con sus trofeos 
          de épocas diversas, desde Carlomagno a nuestros días; 
          y sus trofeos de armas de fuego, desde el arcabuz rudimentario hasta 
          el Chassepot y el fusil de aguja11 
          de estos tiempos; dejamos atrás todos estos prodigios, todas 
          estas maravillas y entramos por último a la galería de 
          pinturas venecianas.
 
 Fanático admirador de Italia, y especialmente de Venecia, el 
          viejo poseedor de aquella casa había formado una envidiable colección 
          de pinturas venecianas, gloria y deleite de Pembroke, su heredero. Vasta 
          y solemne era aquella galería, alumbrada por ojivas ventanas 
          artísticamente dispuestas para el mayor lucimiento de los cuadros.
 
 ¡Qué paisajes, qué grupos, qué figuras! En 
          primer término y como presidiendo aquella aglomeración 
          de obras maestras, veíase a Ticiano, el rey del colorido, aquel 
          que tuvo por musa a una bacante y que ahogó su poesía, 
          su sentimiento en la opulenta cabellera que caía como una lluvia 
          de oro sobre la nívea espalda de su amada; a Giorgione, con la 
          firmeza de sus líneas, la naturalidad y soltura de sus ropajes 
          y el atrevimiento de sus toques; al Tintoretto, aquel que amaba el perfil 
          de Miguel Ángel y el colorido de Ticiano; a Bassano el gráfico 
          pintor del Arca de Noé; a Boschini con sus cuadros de guerras 
          y matanzas; a Pietro Suzino, a Sebastián del Piombo y a Pablo 
          el Veronés por último, el gran señor de la pintura, 
          el artista por excelencia, el rey de los pintores venecianos. ¡Oh! 
          allí la fantasía volaba como la mariposa, esa coqueta 
          de la atmósfera, de los palacios moriscos de Giorgione a las 
          Venus dormidas del Ticiano; veía a Violante12 
          abrochándose el corsé frente a un espejo que los amores 
          sostenían, y a los caballeros de sobrevestes y ropillas elegantes, 
          murmurando los versos del Ariosto en la mesa opulenta de la orgía; 
          Schiavone robando a Dios sus ángeles y edenizando la Naturaleza, 
          y a Andrea Mantegna resucitando con su pincel y su paleta el cadáver 
          yerto del pasado.
 
 ¿Qué tal mi galería? dijo Pembroke, 
          poniéndome la mano sobre el hombro e interrumpiendo así 
          mi rêverie entusiasta.
 
 Digna de un museo de Europa.
  Falta por ver lo mejor. Voy a presentarle 
          a Ud. a mi esposa.
 Confieso que me dio un vuelco el corazón y que, bien a pesar 
          mío, sentí rojo como unas granas mi semblante ¡Iba 
          a tener ante mis ojos a la diosa de aquel mágico recinto! Siguiendo 
          a Milord, atravesé aún otras no menos ricas galerías, 
          museo de las mejores creaciones del cincel y la paleta; yo nada veía, 
          nada escuchaba; sentía que mis pies se hundían en algodones, 
          que mi cabeza giraba acometida de un vértigo terrible. Detúvose 
          por fin Pembroke; puso la mano en el botón de porcelana de la 
          puerta; se abrió ésta y...
 
 Señorito, señorito, el almuerzo.
 
 ¿Eh? ¿Quién me detiene? ¿Quién 
          me llama?
 
 Soy yo, señor, Benito.
 
 ¡Benito! Mi alcoba! ¡Mi mesa de noche...! ¡Yo 
          en la cama! ¡Todo lo comprendo! ¡Ha sido un sueño!
 
 ¡Señor, las diez y media!
 
 ¡Que no te parta un rayo!
 
 Pero señorito...
 
 Puse un pie en el suelo, bajé la mano para tomar una pantufla 
          y ¡zas! la arrojé como un proyectil sobre Benito.
 
 ¡Ay!
 
 ¡Canario! ¡Haberme arrancado de este sueño!
 
 El chocolate.
 
 ¡Anda al diablo!
 
 ¡Cric! el plato se rompe, cae el pocillo y el espumoso líquido 
          baña a mi importuno visitante.
 
 ¡Lástima! ¡Y no haber conocido a la hermosa mujer 
          del soñado Pembroke! No, pues yo no me resigno; protesto contra 
          este despertar malhadado, pongo un continuará en la almohada, 
          y... hasta la noche.
 
 
 
 1 Se publicó 
            cuatro veces en la prensa mexicana: en El Federalista, 30 de 
            septiembre de 1877, titulado Cosas del Mundo y firmado "Manuel 
            Gutiérrez Nájera"; en la Voz de España, 
            5 de octubre de 1879, Mi inglés y "M. Gutiérrez 
            Nájera"; en El Cronista de México, 18 de 
            diciembre de 1880, Memorias de un vago y "M. Can-Can"; 
            y en El Naciona1 Literario de 1882, Mi inglés 
            y "M. Gutiérrez Nájera". Las dos primeras 
            versiones son casi idénticas: en la última, que es la 
            que publicamos, se notan algunas alteraciones y omisiones. No tenemos 
            noticia de que se haya recogido hasta ahora.
 2 Ortografía 
            normal inglesa. Nájera escribe Peimbroke.
 
 3 Atleta legendario 
            griego del siglo VI a.C.
 
 4 Las primeras 
            obras maestras del teatro francés del siglo
 XVIIse escribieron 
            cerca de 1630.
 5 Diligencia. 
            Nájera escribe meil - coch, por error.
 
 6 "En voz 
            baja" en Italiano.
 
 7 Bailarina sueco-italiana 
            (1804-1884).
 
 8 Enemistad entre 
            familias o grupos.
 
 9 Autor francés 
            (1808-1890).
 
 10 Planta olorosa 
            de Tailandia, que se utiliza en perfumería.
 
 11 Chassepot... 
            fusil de aguja, fusiles empleados respectivamente en los ejércitos 
            francés y alemán, en la época de la guerra franco- 
            prusiana.
 
 12 Heroína 
            del poema Orlando Furioso, de Ariosto (1516).
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