| ¡Oh fiestas nacionales! ¿Cuándo podremos celebraros 
        de otro modo?
 
 Pocos días antes de esas grandes fiestas, vense en las calles muchas 
        caras nuevas. Todos los ricachos que, durante el año, se consagran 
        exclusivamente a cuidar sus tierras, a recorrer las siembras y a vivir 
        holgada y pacíficamente, sienten la comezón de venir, siquiera 
        por dos días, a México. La niña se olvida del enamorado, 
        que, con sus puños de lustrina y su chaqueta larga, trabaja en 
        el estudio del alcalde. El día de su cumpleaños ha exigido 
        al padre bonachón formal promesa de traerla.
 
 Desde entonces la niña, que ha comprado un calendario de Galván, 
        con su cubierta verde, se entretiene en contar todas las noches los días 
        que faltan para el señalado. ¡Cuántos sueños 
        ha oído y cuántos secretos ha descubierto ese rugoso calendario, 
        que, puesto cariñosamente debajo de la almohada, pasa las noches 
        en el caliente lecho de la niña!
 
 Conforme avanza el tiempo, van siendo mayores las inquietudes de la ambiciosa 
        polla. ¡Cuánto tarda el sol en recorrer su diario viaje! 
        Los días parecen coches alquilones, tirados por caballos flacos, 
        que marchan trabajosamente por calles descompuestas. A veces estruja con 
        impaciencia el pobre calendario, que se desprende de sus manos y cae violentamente 
        al suelo con las hojas abiertas y desencuadernadas. ¿Qué 
        culpa tiene el pobre calendario de que los días caminen tan despacio? 
        Llueve sin cesar y sólo puede salirse de la casa en la mañana.
 
 La niña se recoge en su imaginación, y pasa todas las tardes 
        sentada junto a la ventana, bordando a veces, otras, entregada a la lectura 
        de alguna novela que azuza su fantasía, y las más, mirando 
        caer los transparentes hilos de agua, que dolían con su peso las 
        hojas de los árboles y brillan como perlas en el musgo.
 
 Así pasa la tarde, hasta que el sol acaba de ocultar su último 
        rayo y la criada entra a la habitación, llevando en la mano una 
        palmatoria con su gruesa y larga vela de sebo amarillento. ¡Santas 
        y buenas noches! La niña se levanta; alza del suelo el gancho de 
        madera y el tejido comenzado, que inadvertidamente dejó caer de 
        sus rodilla y cubriéndose con el rebozo los hombros, sale a recibir 
        a su padre, que vuelve a caballo de sus excursiones.
 
 Se sirve la cena. El viejo, a quien el olor de la tierra húmeda 
        y el ejercicio a caballo han abierto el apetito, devora las tajadas de 
        carne y bebe a grandes tragos una media botella de vino de la Rioja.
 
 Concluida la cena, entra solemnemente el señor cura con su gran 
        paliacate de colores colgado de una cinta muy estrecha, su sombrero redondo 
        de alas anchas y su gran capa negra, trascendiendo de a leguas a tabaco. 
        Media hora después llega el boticario, cubierto por un plaid 
        de cuadros y hundida la nariz en un cache-nez; cuyos colores 
        no se pueden adivinar fácilmente. Reunidos ya, la niña saca 
        del aparador la baraja y el plato con habas y frijoles, que les sirven 
        de fichas. Este plato es de porcelana blanca con dibujos de flores alrededor. 
        Está rajado. El boticario baraja los naipes, córtalos el 
        cura, y empieza entre los tres una partida de tresillo.
 
 Mientras tanto, la niña, que tiene un libro abierto sobre la mesa, 
        para fingir que lee, comienza a quitarse las horquillas que detienen la 
        cascada impaciente de sus rizos. Éstos, libres ya de despóticos 
        verdugos, caen en desorden voluptuoso sobre los redondos hombros. Desabotona 
        el cuello de su vestido, y por el hueco abierto deja ver su garganta, 
        blanca y torneada. Entonces pone un brazo sobre la mesa y en el brazo 
        reclina con indolencia la cabeza. Cierra los ojos; el cura dice: "Está 
        dormida"; pero ella, que escucha todo, sonríe maliciosamente. 
        ¡No duerme, pero está soñando! Piensa en su próximo 
        viaje, en las peripecias y en los accidentes del camino.
 
 Si la dormida soñadora no ha venido nunca a la capital, se le figura, 
        mitad, como sus amigas le han referido que es, y mitad como describe el 
        novelista que ha leído las grandes capitales de Europa. Es un maridaje 
        de las narraciones exageradas y los cuentos fantásticos. Si la 
        soñadora ha estado alguna otra vez en México, en la Semana 
        Santa, por ejemplo, la cuestión varía de aspecto. Su imaginación 
        abulta las diversiones de que va a gozar; pero al fin y al cabo no son 
        estas diversiones fabulosas, sino perfectamente reales. Ve a su padre 
        bajando con ella las escaleras del hotel, con su levita cruzada, sin abrochar, 
        para que pueda verse la cadena larguísima de oro que enreda caprichosamente 
        en el chaleco, formando un arabesco enmarañado. Oye el ruido de 
        los coches que la aturde; se ase fuertemente al brazo de su padre, temiendo 
        perderse entre la muchedumbre que recorre el laberinto confuso de las 
        calles. Llega la tarde, y desde que suenan las tres sale el padre en busca 
        de un coche para ir al paseo. En ese coche entran cinco o seis personas, 
        y en tal guisa van a la calzada. El carruaje se detiene, y el papá 
        comienza a llamar a todos los dulceros.
 
 En éstas y en las otras pasa la tarde y viene la noche con su gran 
        paseo, bajo los inmortales farolillos venecianos. La niña se pone 
        el sombrerillo de paja amarilla con rosas encarnadas, que la víspera 
        compró en la Primavera. El papá lleva el sombrero alto de 
        las grandes fiestas.
 
 Llega al Zócalo y aquel ir y venir sin tregua, la marea; la multitud 
        y variedad de trajes la deslumbra. ¿Quién será aquel 
        joven que la ha seguido tercamente todo el día?
 
 Aquí llega de sus sueños y sus alegres imaginaciones, cuando 
        una sonora carcajada la hace volver en sí. Es la partida de tresillo 
        que concluye. La niña lanza un suspiro hondo, muy hondo, y dice 
        para sus adentros: "¡Un día menos!"
 
 ¡Oh novios provincianos! No permitáis jamás que vuestras 
        novias vengan a México. Nunca lo permitáis, ¡oh novios 
        provincianos!
 
 
 
 1 Apareció cuatro veces 
          en los periódicos: en El Cronista de México del 
          16 de octubre de 1880, con titulo de Memorias de un vago y firma 
          de "Pomponet"; en La Libertad del 7 de mayo de 1882: 
          Crónicas color de rosa y "El Duque Job"; en El 
          Partido Liberal del 25 de abril de 1886: Humoradas dominicales 
          y "El Duque Job"; y en El Partido Liberal del 10 de 
          mayo de 1891: Después del 5 de mayo y "El Duque Job". 
          En todos los casos formaba parte de un artículo mas largo, siendo 
          casi idéntica la parte narrativa de todas las versiones. Publicamos 
          la de 1891 por ser la última que apareció en vida del 
          autor. No sabemos que se haya incluido en colección alguna.
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