| Estaban ambos en ese momento peligroso del amor, en que, para 
          creer en la propia felicidad, es necesario que los otros se hagan lenguas 
          de ella. Ser dos, no basta: es necesario que los otros digan: ¡sí, 
          son dos! Los corazones buenos, llegado ese momento, han menester un 
          amigo; los malos, un envidioso. Uno de los primeros síntomas 
          de la saciedad es que suele uno verse en el espejo más a menudo 
          que ordinariamente. ¿Por qué? Porque se busca un testigo, 
          y estando eternamente solos, la propia imagen de uno es punto menos 
          que un desconocido. El dúo aspira a resolverse en un terceto. 
          Algunas veces degenera en concertante: sobre todo, cuando se trata de 
          alguna ópera italiana o de amoríos pecaminosos.
 Clementina y Roberto no se fastidiaban: ¿era posible acaso que 
          se fastidiaran? Él tenía veinte abriles y ella treinta. 
          Pero, sobre todo, lo que hacia irresistible a Clementina, era el pudor. 
          La castidad, esa niñería sublime, es patrimonio de todas 
          las doncellas inocentes; pero el pudor se adquiere, se conquista. Una 
          joven alzándose la enagua hasta los ojos, es de una castidad 
          suprema. El pudor, ese astuto, enseña apenas la punta delicada 
          del botín. Es una ciencia, un arte. Es el obstáculo oportuno 
          la negación que consiente, la reticencia de la pasión. 
          Sabe lo que se puede conceder y cómo y cuándo. A los treinta 
          años comienzan las mujeres a tener pudor. Las vírgenes 
          son augustas.
 
 Queda sentado que Roberto no tenía pretexto alguno para fastidiarse. 
          Sumemos a los hechizos perversos de su amada, la seducción enorme 
          de la primavera; los arbustos en flor, el tartamudeo sonoro de las ondas, 
          corriendo bajo las ramas empapadas de los sauces; el molino cantando 
          su canción monótona, y la casa campestre, solitaria, con 
          los rojos ladrillos de su techo y la veleta que rechina por las noches 
          para quitar el sueño a los enamorados; el comedor frugal con 
          sus tarros de crema, y sus fruteros colmados; el gabinete chino formado 
          de bambúes y pieles de oso; la terraza toda llena de rosas amarillas, 
          menos puras y castas que las blancas, pero más agradables y sabrosas, 
          como si también tuvieran treinta años; los cien escondrijos 
          y rinconadas del jardín, tan a propósito para el alegre 
          travesear de los recién casados; sumad todo esto, digo, y decid 
          luego si era posible que Roberto, a los tres meses de vivir en ese Paraíso, 
          se fastidiara hasta el extremo de pedir misericordia.
 
 Sin embargo, Roberto, que no podía de ningún modo fastidiarse, 
          ya había escrito a Lauro, su mejor amigo, convidándole 
          a pasar una temporada campestre y ver florecer las humildes violetas 
          de los bosques. Lo más extraño es que Lauro aceptó, 
          por más que no se sabe a punto fijo si tenía un interés 
          mayor en ver cómo florecen las violetas. Cuando Lauro, con su 
          maleta de camino, llegó a la casa de los novios, fue recibido 
          con extraordinario regocijo. ¡Figuraos el grande alborozo con 
          que verían un rostro amigo aquellos cenobitas voluntarios que 
          durante tres meses y tres días no habían mirado más 
          figura humana que la de sus criados y la del guarda-camino del ferrocarril, 
          armado eternamente de su bandera roja!
 
 Por añadidura, Roberto y Lauro se trataban como hermanos; de 
          niños, habían jugado juntos en el patio del colegio; de 
          hombres, se habían batido por una mujer a quien los dos amaban. 
          Y fue lo peregrino que el heridor vendó antes que ninguno la 
          herida de su amigo, derramando lágrimas. Roberto, sobre todo, 
          quería de todas veras a su camarada. Por manera que no le guiaba 
          ningún propósito egoísta al invitar a Lauro; no 
          lo hizo por romper la pesada monotonía de un dúo ridículo; 
          ni por hacer ostentación de una esposa tan bella corno amante; 
          el pobre novio necesitaba, para ser dichoso por completo, la presencia 
          de su amigo: tras el beso de Clementina necesitaba el apretón 
          de manos de su camarada.
 
 Lauro pagaba la hospitalidad con monedas de gracia y de galantería. 
          Su conversación deslumbraba a Roberto y Clementina, como una 
          enorme rueda de colores, girando en artificio pirotécnico. Habló 
          de los teatros, de las fiestas, de modas, de salones, de adulterios. 
          Roberto, empero, no estaba a sus anchas: mas, ¿por qué? 
          ¿Creía acaso que esa noche no estaba su mujer tan bella 
          como habría deseado? Cuando llega un amigo, se quiere que la 
          esposa aparezca más elegante y seductora que de costumbre. Pero 
          no; Clementina estaba, como siempre, encantadora; mejor acaso que otros 
          días. Sus cabellos inquietos, reciamente atados en sedosos bucles, 
          sufrían el despotismo de un precioso peine nácar; sus 
          ojos eran negros como los de Casandra; y su boca culpable, de ángulos 
          plegados, estaba más escarlata y fresca que otras veces. Su traje 
          era un milagro de blancura; porque era blanco, sí, pero tan blanco 
          como las nubes, con esa blancura láctea y soberana que nunca 
          logran dar los fabricantes ni las lavanderas a la muselina. Una modista 
          hubiera dicho simplemente que Clementina vestía una bata de organdí. 
          Sus hombros mórbidos y sus brazos carnosos se transparentaban 
          a través del tejido de la tela. A cada instante Clementina levantaba 
          los brazos como si fuera a bostezar, y entonces... ¡oh...! ¡y 
          entonces...! Esto era precisamente lo que malhumoraba a su marido. ¿Por 
          qué no escogió mejor un traje menos transparente, y en 
          vez de esos bostezos infantiles y de esos movimientos revoltosos, por 
          qué no estaba quieta, con las manos juntas, como conviene a una 
          mujer bien educada?
 
 Luego, fueron al piano... ¿Quiénes? ¿Clementina 
          y Roberto? No; Clementina y Lauro. El marido, el feliz, el dueño, 
          el amo, permaneció en su asiento, contrariado, escuchando romanzas 
          y canciones. Clementina le había dicho al oído:
 
 Es simpático tu amigo.
 
 Y Lauro:
 
 ¡Tu mujer es adorable!
 
 Pero esto no era suficiente. La intimidad que había soñado 
          no era precisamente la que estaba viendo. Hubiera preferido con 
          injusticia ciertamente que se ocupasen menos de ellos y más 
          de él. Y por añadidura, aquella extremada franqueza con 
          que se trataban, no era de su gusto. Francamente, aquel estar como escondido 
          en un rincón, mientras los dos hablaban bajo en el piano, le 
          parecía molesto y repugnante. Luego ¿y todo por qué? 
          vamos a ver. Por cantar un dúo monótono e insoportable 
          que Roberto había cantado con su esposa muchas veces, y en el 
          que Lauro desafinaba horriblemente.
 
 ¡Celoso! dijo Lauro al ver el ceño adusto de 
          su amigo.
 
 Es fuerza confesar que Roberto tenía en ese momento una perfecta 
          cara de despide huéspedes. Hizo un esfuerzo; sonrió contra 
          su voluntad, e hizo un gesto tan peregrino y tan ridículo, que 
          Clementina no pudo menos que exclamar al verlo:
 
 ¡Tonto! ¿Quiere Ud. que le riña?, ¡vamos, 
          malo, vaya Ud. a cortarme un ramillete!
 
 ¿Qué hizo Roberto? Fue a cortar las rosas: seriamente 
          hablando, estaba muy lejos de presumir que su mujer le traicionaba. 
          No podía poner en duda ni por un momento la virtud de Clementina, 
          y la lealtad de Lauro. Porque Roberto no era un tonto. Comprendía 
          perfectamente que el pretexto del ramo había sido un ingenioso 
          expediente concertado para excitar sus celos y mofarse de su inocencia 
          bonachona. Pero Roberto no era un tonto. Cualquier marido se hubiera 
          alebrestado; él, al contrario, quiso probarles que no caía 
          en su red ni en sus trampas. ¡Pues no faltaba más! Bajó 
          al jardín y se puso a cortar rosas. Lo que lo hacía refocilarse 
          y sonreír con malicia era la increíble torpeza de su mujer 
          y de su amigo. Para excitar sus celos, le enviaron al jardín 
          con cajas destempladas, y los necios no advirtieron que, desde la terraza, 
          podía observarse escrupulosamente cuanto pasaba dentro el gabinete. 
          ¡Qué falta de inventiva! Querían darle una lección: 
          eso era claro; ¡mas de qué modo tan mal zurcido y torpe! 
          Esperando, cortaba rosas y rosas, tendiendo de cuando en cuando la mirada 
          al gabinete cuyo interior se veía a través de los cristales.
 
 Allí estaban... estaban en el piano... cantando el mismo dúo. 
          Poco después, Clementina se levantó, se acercó 
          a la ventana, y cerró las persianas.
 
 ¡Vamos! ¡Esta broma era ya más ingeniosa! Nada dijo 
          Roberto; ahora no entro. Es fuerza que no se mofen de mi credulidad 
          y de mis celos. Y Roberto siguió cortando rosas, rosas... La 
          verdad es que no estaba muy tranquilo. Sabía de cierto que su 
          mujer y su amigo eran incapaces de ofenderle en lo más mínimo. 
          Pero de todos modos, hubiera preferido que no pasara este ridículo 
          episodio. Debían estar seguros de su obediencia para tratarle 
          de esa suerte. Y además, corría el tiempo que era un gusto. 
          Una hora hacía que estaba en la terraza, paseando de arriba abajo, 
          en espera de que Clementina lo llamase. Un detalle: ya no sonaba el 
          piano.
 
 Intentó resistir, pero no pudo. La sospecha, clara y neta, se 
          presentó a sus ojos. Quisieron ponerlo en ridículo; pues 
          bien, lo habían logrado. Ya estaba celoso. Ardía en impaciencia 
          y hubiera dado un año de su vida por mirar lo que pasaba detrás 
          de las persianas. Aquella caminata eterna le era insoportable. Dieron 
          las dos y media... ya no pudo más. Subió la escalinata, 
          atravesó la alcoba, el comedor, la sala, y ramillete en mano, 
          se detuvo a la puerta del gabinete. ¡Tonto! ¡tonto! 
          se decía Roberto. ¡Dudar de Clementina que 
          se mira en las niñas de mis ojos, que esta mañana misma 
          mojó una sopa en mi chocolate! ¡Dudar de Lauro que fue 
          mi condiscípulo, que me quitaba de niño las canicas y 
          de joven las novias! ¡Vamos! ¡Soy un tonto!
 
 Y entró.
 
 A fe que hizo muy bien. Todas sus infantiles sospechas se desvanecieron 
          al mirar aquel cuadro de inocencia: ella sentada en una silla baja; 
          él algo lejos, reposando en el taburete del piano, los dos tranquilos, 
          satisfechos, sonrientes, hablando de teatros y paseos; él, bien 
          peinado; y ella tan pura, tan gentil, tan vaporosa, con esa bata blanca 
          de organdí, cuyos pliegues rectos se hubieran rugado y roto con 
          el más leve contacto...
 
 ¡Rayos y centellas...! ¡Se había cambiado el traje....!
 
 
 1 Publicado en 
              El Cronista de México el 23 de Julio de 1881, como uno 
              de los artículos de la serie Memorias de un vago. 
              Va firmado "M. Can-Can". Sustituimos el título 
              original por otro más característico. Que sepamos, nunca ha sido recogido.
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