| El prisionero de sí mismo | 
| I El castigo no me parecería completo si no contase 
            a los demás, antes de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil 
            que pueda parecer a los hombres sanos, creo que será leída 
            con provecho por aquellos que no sientan repugnancia a estudiar el 
            alma humana. Cuando cometí el primer delito, tenía poco menos de 
            veinticuatro años y, sin embargo, mi habilidad en ocultar actos 
            y sentimientos me sorprendía a mí mismo. Mi mayor placer, 
            incluso de niño, era el hacer algo sin que los demás 
            se diesen cuenta. Se trataba, al principio, de cosas inocentes que 
            hubiera podido hacer muy bien delante de todos sin miedo a recriminaciones, 
            pero mi alegría no consistía en realizar aquellas acciones, 
            sino en conseguir esconder lo que había hecho. Al correr de 
            los años, creciendo la fuerza y el ingenio, las pequeñas 
            cosas ya no me fueron suficientes. El riesgo era demasiado inocente 
            para excitar mi imaginación, y me veía obligado siempre 
            a usar expedientes que me parecían, a fuerza de costumbre, 
            demasiado sencillos. Me decidí entonces a cometer un delito de tal manera que el 
            asesino quedase para siempre desconocido. Rico y poco ambicioso, no 
            tenía ningún motivo particular para robar o matar y 
            me vi obligado a elegir, como primera víctima, a un buen hombre 
            que apenas conocía y que habitaba a pocos pasos de mi casa. 
            Durante muchos días estudié el mejor modo para realizar 
            sin peligro la repugnante obra. Preví todos los casos, todos 
            los contratiempos, todos los incidentes; preparé, con exacto 
            cuidado, mi coartada y los instrumentos de la ejecución. El 
            día fijado por mí, el hombre fue encontrado muerto en 
            su habitación. El delito conmovió a toda la ciudad, porque nadie comprendía 
            el motivo del homicidio, el método usado por el asesino para 
            no ser descubierto. Nada había sido tocado en la casa del asesinado 
            y no había indicio alguno para seguir la pista del culpable. Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo 
            no más de cuatro o cinco veces al año realizando 
            similares y bien calculadas supresiones. En poco más de dos 
            años murieron misteriosamente a mis manos: dos muchachas, un 
            cura, un mozo de cuerda borracho; tres jóvenes bien vestidos, 
            de los cuales no supe nunca el nombre ni la condición; una 
            patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor mío 
            y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas, fingía 
            ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos viajes 
            por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido 
            cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad, 
            venían con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos 
            y dos o tres jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en 
            diversas ciudades y con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos 
            vulgares, como el cuchillo y el revólver, y prefería 
            procedimientos más refinados e indirectos para procurar la 
            muerte: ahogar en el agua, envenenamiento a pequeñas dosis, 
            inoculación de enfermedades incurables o fulminantes, incendios, 
            caídas en apariencia casuales, escapes de gas, y otros semejantes. 
            Había adquirido, en el manejo de estos medios, una seguridad 
            que muchos asesinos profesionales me habrían envidiado. Prescindiendo 
            siempre de cómplices y guardándome mucho de coger nada 
            que perteneciese a las víctimas, aunque se tratase de ricos, 
            no corrí jamás peligro de ser descubierto. No teniendo 
            rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero, podía 
            acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me 
            dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente, 
            aunque la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese 
            el terror de mis conciudadanos y la obstinación de la Policía, 
            no me ocurrió nunca que se sospechase de mí, ni que 
            fuese interrogado. Mi vida, un poco extraña, de aficionado 
            rico y vagabundo, me ocultaba enteramente. Había llegado a 
            ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar, ni aun lejanamente, 
            una señal de mi actividad delictiva, no quise leer nunca ni 
            las memorias de Canler, ni de otros célebres polizontes, ni 
            las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni 
            tampoco el famoso libro de De Quincey, cuyo título El 
            asesinato considerado como una de las bellas artes me atraía 
            mucho.  Esta vida duró casi tres años y estaba a punto de cumplir 
            los veintisiete cuando cambió de repente mi doble existencia. Un día me di cuenta de que no conseguía ver de los 
            hombres más que los ojos. En las casas, en los cafés, 
            por la calle, en todas partes me sentía forzado a mirar fijamente 
            los ojos de aquellos que estaban o pasaban cerca de mí. Todos 
            los seres humanos se convirtieron para mí en una multitud de 
            órbitas blancas y pupilas curiosas. Ojos abiertos y redondos 
            de buenas y sencillas gentes; ojos claros y serenos de jovencitas 
            no enamoradas todavía; ojos negros, profundos y viciosos, que 
            parecían esperar la noche; ojos celestes y velados de niños; 
            ojos pardos, pero apasionados, de hombres que ya no eran jóvenes; 
            ojos mortecinos e hinchados de noctámbulos; ojos falsos y ojerosos 
            de mujeres; ojos entornados, casi expirantes, entre los párpados 
            enrojecidos por el llanto, o legañosos por la enfermedad; todos 
            los ojos del mundo vi en torno mío, fijos en mí, en 
            esos días. Me parecía que los cuerpos habían 
            desaparecido, y que en el mundo existían únicamente 
            ojos, ojos separados de todo, que se movían aquí y allá 
            para mirarme. Tenía la impresión de que todos aquellos 
            ojos me espiaban para descubrir lo que hacía. Compliqué el misterio y redoblé las precauciones, pero 
            apenas me hallaba fuera de casa, sentía sobre mí las 
            miradas de amenaza o de burla, como si todos hubiesen "visto" 
            mi vida secreta, y me parecía que me hallaba todavía 
            libre, únicamente para que todas aquellas infinitas pupilas 
            pudiesen disfrutar de mi terror. Esta sensación, como pude 
            persuadirme más tarde, no tenía una fundada realidad, 
            porque ninguno de ellos dio muestras de haber descubierto lo que había 
            hecho, y a nadie se le ocurrió vigilarme o acusarme. Pero, desde aquel momento, martirizado por aquel íncubo, experimenté 
            una gran irritación contra mí mismo. Hasta entonces 
            había cometido mis homicidios con fría calma y sin sombra 
            de remordimiento, y únicamente cuando el mundo estuvo poblado 
            para mí tan sólo de ojos, comprendí claramente 
            que era un monstruo peligroso que merecía el castigo. Además, 
            después de los primeros delitos tan bien tramados, el placer 
            de ocultarlos se había amortiguado mucho. Preparar un homicidio 
            impunible era para mí una cosa tan fácil que todo riesgo 
            había ya desaparecido, y experimentaba entonces muy poco gusto 
            leyendo en los periódicos las investigaciones inútiles 
            de la justicia. El delito ya no me divertía. ¿Qué 
            otra cosa podía hacer? Todo lo demás no vale la pena 
            de que sea ocultado. Una sola cosa "nueva" podía hacer: castigarme. Pero 
            ¿cómo? No tuve ni un solo momento la intención 
            de denunciarme. Mis coartadas eran tan ingeniosas, todos los instrumentos 
            y documentos habían sido tan cuidadosamente destruidos, que 
            no podía esperar que consiguiese persuadir a la Policía 
            ni a los jueces. Me hubieran creído loco y me habrían 
            encerrado en un manicomio, donde no hubiera tenido la suficiente tranquilidad 
            para una verdadera expiación. Pensé que la pena debía ser oculta como la culpa y 
            que debía esconder la prisión como había escondido 
            los delitos. Yo mismo fui mi acusador, mi juez, mi defensor. Revisé 
            uno a uno mis asesinatos, todas las circunstancias en que los había 
            cometido; los cálculos, las premeditaciones y las circunstancias 
            agravantes; mi dura crueldad, mi hipocresía monstruosa. Consideré 
            los sufrimientos de las víctimas, las lágrimas y los 
            daños de los que habían quedado, la piedad y el pavor 
            de los ciudadanos, las inútiles fatigas de la Policía, 
            los gastos del Estado, y todo lo demás que había arrostrado 
            sin temblar. Me defendí cuanto pude con todos los sofismas 
            aprendidos en Stendhal, en Stirner, en Nietzsche, en Oscar Wilde y 
            en otros inmoralistas más oscuros; pero de nada valieron los 
            subterfugios de mi inteligencia contra la convicción de mi 
            alma. Los ojos de los hombres habían despertado mi conciencia: 
            había destruido muchas vidas humanas y debía ser castigado 
            sin piedad. Cuando habló en mí el juez, reconocí inmediatamente 
            que la muerte no era una pena suficiente. El suicidio es un castigo 
            demasiado rápido y por eso poco doloroso. Es más bien 
            la liberación que el castigo. No quedaba más que la 
            completa separación de los hombres, para siempre o por largo 
            tiempo. Confieso que no tuve el valor de condenarme a cárcel perpetua. 
            Después de algunas dudas me condené a treinta años 
            de completa separación. Tenía entonces veintisiete años: 
            habría podido volver al mundo, si la vida me hubiese durado, 
            a los cincuenta y siete años, cercano ya a la muerte. Apenas dictada la sentencia, pensé cumplirla inmediatamente. 
            Vendí lo que poseía en la ciudad y busqué en 
            el campo una casa que se prestase para mi propósito. Después 
            de semanas de investigaciones, tuve la suerte de poder comprar un 
            caserón de feo aspecto, en el fondo de un valle solitario, 
            que había sido antiguamente un castillo lindero. Lo único 
            sólido que había quedado era una tosca torre de piedra 
            que servía de granero y, en lo alto, de palomar. Habilité 
            lo mejor que pude la estancia más alta de la torre, hice construir 
            una puerta maciza con cerraduras perfeccionadas, cerré la única 
            ventana con gruesos barrotes de hierro, hice llevar una camita de 
            hierro, un taburete, una mesa, una jarra, una palangana, un espejo 
            y cuatro libros. Cuando todo estuvo dispuesto, busqué carcelero. 
            Encontré un joven campesino huérfano, no muy inteligente, 
            pero de confianza, al que asigné un salario que podía 
            cobrar solamente con mi firma, a condición de que viniese todos 
            los días a la torre para traerme agua y comida, y mantuviese 
            oculta a todos mi existencia. Por lo demás, la casa se hallaba 
            muy alejada de las carreteras y de los pueblos, y mi carcelero fingió 
            haberla alquilado para guardar el heno y la cebada. En la tarde de un límpido día de abril, después 
            de haber paseado por el campo respirando el aire puro y el perfume 
            de las flores, me encerré en la cárcel voluntaria y 
            entregué las llaves al campesino. Desde el primer día comprendí que había conseguido 
            lo que mi alma buscaba desde su nacimiento. Mi voluntad más 
            constante había sido la de esconder mi vida, pero hasta entonces 
            no había conseguido esconder más que "algunas" 
            de sus partes las más odiosas ciertamente, pero 
            pocas. Mucha parte de mi vida, aquella práctica, externa, animal, 
            social, se había desenvuelto ante los ojos de los otros, y 
            la mayor parte de mis actos habían sido un espectáculo 
            diario para los extraños. Cada uno de nosotros vive y "es 
            mirado" por alguien, y casi en todos los momentos es "actor" 
            para alguien: es entrevisto, visto, observado, espiado. Ahora, en 
            cambio ¡finalmente!, mi vida entera quedaba escondida 
            y secreta. Para todos los hombres, a excepción de uno, estaba 
            ausente, desaparecido, desconocido, como muerto. Seguía viviendo, 
            pero como encerrado en un ataúd, en un sepulcro, bajo la tierra, 
            fuera de la tierra. Podía pensar, pero nadie sabía nada 
            de mis pensamientos; podía hablar, pero nadie escuchaba mis 
            palabras; podía obrar, pero a nadie ver y contar acciones. 
            Desde aquel día, por treinta años, por trescientos sesenta 
            meses, por casi once mil días, estaría separado de los 
            hombres; sin ver una cara nueva, sin oír una voz conocida, 
            sin recibir un saludo lejano, sin ocuparme en un asunto, sin saber 
            lo que ocurre en el mundo. Cuando reapareciese entre los hombres, 
            ninguno me reconocería; todos los que conocí estarían 
            dispersos, desaparecidos, sepultados, y yo ya no comprendería 
            las palabras de los nuevos hombres, después de tantos años 
            de alejamiento y de mudanzas. Para el presente y el futuro mi vida quedaría absolutamente 
            ignorada para los hombres. Tenía pocos parientes y aun estos 
            lejanos; ninguno se daría cuenta de mi desaparición. 
            No tendría luz, no cantaría, no podría asomarme 
            a la ventana; nadie descubriría mi cárcel solitaria. 
            Confortado con estos pensamientos, pensé sin espanto en los 
            largos años que debería pasar encerrado para obedecerme 
            a mí mismo. Los primeros días pasaron rápidamente. En torno de 
            mi casa había campos pedregosos y poco reputados y, más 
            lejos, los espesos zarzales de los cerros y de las hayas. Los únicos 
            rumores eran pero raras veces las esquilas de las ovejas 
            y de las cabras, las canciones melancólicas del pastor y el 
            suspirar del viento entre los árboles. Únicamente cuando 
            soplaba la tramontana oía, por la mañana y por la tarde, 
            los tañidos desvanecidos de una campana. En los primeros tiempos estuve ocupado en el estudio de esos rumores. 
            Conseguí pronto distinguir los sonidos de las esquilas de los 
            diferentes rebaños que pastaban en las cercanías, las 
            voces de las pastoras, la dirección y la fuerza del viento 
            según el rumor de las hojas. Por la ventana no veía más que el cielo, el sol, las 
            nubes y alguna vez la luna y, apoyando el rostro contra la reja, podía 
            columbrar, muy a lo lejos, un breve horizonte de campos solitarios. Durante muchos meses seguí confusamente con la mirada los 
            momentos de la vida agreste, vi el verde tierno cambiarse en verde 
            oscuro, luego palidecer y aparecer el amarillo, luego reaparecer y 
            aparecer el rastrojo quemado, ennegrecerse las vides; rojas las hojas, 
            morenos los surcos; despojarse toda la campiña, cubrirse de 
            nieve y reaparecer, al fin, el verde tierno de la primavera. Pero 
            el estudio más dulce era seguir las mutaciones y los viajes 
            de las nubes, seguir el ritmo del viento entre las ramas y el de la 
            lluvia en el techo. Conocí todas las fases y los colores de 
            la luna: observé todas las gradaciones de la luz solar; descubrí 
            nuevos reflejos de auroras y nuevos desvanecimientos de crepúsculos. 
            El trocito de cielo y de tierra que podía contemplar era un 
            mundo que comenzaba a conocer en cada uno de sus átomos e instantes, 
            como Dios. Los seres vivientes me parecían desaparecidos del 
            mundo; algún pájaro que atravesaba "mi" cielo, 
            una oveja lejana, las manchas blancas de los bueyes, la cara apática 
            de mi campesino, eran las únicas cosas animadas que veía. En verano mi cárcel era menos solitaria. Las moscas, los mosquitos 
            y las abejas llegaban hasta mi torre y me dieron ocasión para 
            largas y aventureras cacerías; las pulgas invadieron mi lecho, 
            y su destrucción me ocupó durante muchas horas; un día 
            una luciérnaga parda llegó hasta mi ventana, y conseguí 
            hacerla prisionera y tenerla conmigo durante casi dos meses. Dos arañas 
            habían tejido sus telas entre las vigas del techo y me divertía 
            observando sus asechanzas y sus pacientes viajes de tejedoras. Tuve 
            también la bulliciosa visita de los vencejos, pero ninguno 
            hizo nido cerca de mí. En invierno la soledad fue absoluta. En la estancia sin calefacción, 
            y que yo no quería calentar hacia frío y me veía 
            obligado a permanecer en la cama incluso durante el día. La 
            mayor parte del tiempo estaba adormecido, pero en las horas de vigilia 
            ¡pocas, pero qué largas! no podía 
            hacer más que estudiar minuciosamente mi prisión. Cuando 
            la primavera llegó, conocía palmo a palmo las seis superficies 
            que me encerraban. Cada vena de las vigas, cada grieta de los montantes, 
            cada desconchadura de la pared, cada agujero de los ladrillos me eran 
            tan perfectamente conocidos que los hubiera podido encontrar en la 
            oscuridad. Conté los ladrillos del suelo, los agujeros de las 
            paredes, las desconchaduras del techo, las manchas de orín 
            de los hierros; seguí, día por día, los síntomas 
            de envejecimiento de lo que me rodeaba. La tosquedad de los hierros, las huellas de la humedad en las paredes, 
            los arañazos de la puerta, las grietas de la cal, el empañado 
            del espejo me absorbían días enteros. Muchas veces soñaba con los ojos abiertos; volvía a 
            ver los momentos, los espectáculos de mis años de libertad; 
            todos los rostros que había visto o entrevisto se me aparecían 
            en la memoria, uno a uno, todos con una leve sonrisa bonachona; me 
            parecía volver a oír voces de mucho tiempo olvidadas; 
            recordaba, de pronto, un chiste insulso oído en el teatro o 
            una frase oscura cogida al vuelo por la calle. Durante muchos años no me ocurrió casi nunca que me 
            acordase de mis delitos, y si me venían a la memoria, conseguía 
            rechazar el recuerdo sin mucho trabajo. Mi sueño estaba vacío: 
            no soñaba, o no me acordaba de mis sueños. Pasaba largas 
            horas contemplándome en el espejo. Algunas veces, a fuerza 
            de contemplar mi imagen, me parecía que ya no era yo: me olvidaba 
            de quién era y de dónde estaba. Entonces comenzaba a 
            gritar, a llamarme y, finalmente, me reconocía. Con el espejo 
            pude seguir, mes por mes, año por año, mi rápida 
            decadencia. Todos los días hacía un atento examen de 
            mi color, de mi delgadez, de las manchitas de mi piel, del color de 
            mis cabellos, y podía asistir, grado a grado, a la disolución 
            de mi cuerpo. Así pasaron muchos años sin que yo sintiese, ni por 
            un solo momento, el deseo de la libertad. El verdadero aburrimiento 
            de la separación comenzó únicamente después 
            de trece años. Todo aquello que podía observar y estudiar 
            en torno mío ya me era conocido, familiar hasta la náusea. 
            Había leído y releído numerosas veces los cuatro 
            libros que había llevado conmigo Las mil y una noches, 
            el Gil Blas, un tratado de química y la Historia 
            de Port-Royal, de Sainte-Beuve hasta el punto de que me 
            los había aprendido de memoria, desde la primera hasta la última 
            palabra, y habría podido recitarlos comenzando por cualquier 
            página. Había explicado y comentado, para mí, 
            dentro de mí, cada narración, cada frase, cada fórmula. 
            Había reescrito más de una vez, en mi cabeza, las mismas 
            aventuras y las mismas teorías; había imaginado continuaciones, 
            ideado modificaciones, reunido posibles glosas e hipotéticos 
            comentarios. Mi alimentación por voluntad mía era sencilla: 
            pan y fruta. No haciendo trabajo alguno y ningún esfuerzo muscular, 
            no tenía necesidad de comer mucho, pero la extremada sobriedad 
            me hacía caer, más a menudo de lo que yo deseaba, en 
            una especie de éxtasis, de cansancio, en el que mi cerebro, 
            sin freno, perdía la exacta intuición del mundo y me 
            conducía lejos, a esferas de existencia nuevas para mí. En uno de esos sopores comencé a sentir que no me hallaba 
            solo. No oía voces ni se me aparecían fantasmas; pero 
            estaba seguro de que alguien se hallaba cerca de mi cama y se divertía 
            contemplándome vivir. No se trataba de alucinaciones exteriores. 
            En todo esto no había nada concreto, material, "verdadero". 
            Estaba cierto de que alguien se hallaba junto a mí y pensaba 
            cerca de mi pensamiento. No oía, sin embargo, suspiro alguno 
            ni columbraba ninguna sombra; pero escuchaba los pensamientos de mis 
            compañeros y, alguna vez, mi alma contestaba, vacilante, a 
            las almas desconocidas. En los primeros tiempos, estas apariencias invisibles me ocurrieron 
            tan sólo cuando me hallaba sumido en el sopor del cansancio; 
            pero, al cabo de dos años, llegaron a ser constantes; y tuve 
            siempre, en todo momento, algún compañero en mi habitación. 
            Los que venían con más frecuencia eran mis víctimas. 
            Una tras otra sentía cómo se acercaban a mí para 
            mirarme sin odio. Alguna de ellas me contó, sin hablar, su 
            historia, me describió su vida, especialmente las sensaciones 
            que precedieron a la muerte. Me confesaron que al quitarles la vida 
            no les había hecho aquel daño que creían los 
            que habían quedado. Algunos de los asesinados se hallaban ya aburridos y desesperados 
            en el momento en que los había asesinado; los demás 
            reconocieron que el resto de su vida "ahora que sabían" 
            hubiese sido más triste que la tranquila del cementerio. Esos coloquios me hacían bien; comenzaba a recordar mi existencia 
            pasada sin remordimiento. Durante un año intenté reconstruir 
            las teorías sobre la infelicidad de la vida, y conseguí 
            llegar a creerme un generoso filántropo que había arriesgado 
            su libertad para salvar algunas almas del sufrimiento y se había 
            castigado injustamente cediendo a un estúpido remordimiento. 
            Pero la duda me asaltaba sin descanso. La teoría sobre el dolor 
            de la vida y el mal del mundo tenía necesidad, para aparecer 
            del todo cierta, de estar apoyada en un sistema que abarcase toda 
            la realidad. Pasé un año en reflexiones metafísicas 
            de toda especie, intentando reconstituir con el pensamiento aquello 
            que ya conocía e inventar cosas nuevas. Pero este estéril 
            ejercicio me agotó la mente por mucho tiempo. Comencé a sufrir angustias, espasmos, desmayos; mi cerebro 
            permaneció oscurecido días enteros. Durante meses viví 
            como un loco gritando día y noche palabras sin sentido, arañándome 
            el rostro, retorciéndome las manos. De pronto me despertaba lleno de melancolía, con las uñas 
            ensangrentadas, los miembros doloridos, y en mi cerebro comenzaban 
            a girar de nuevo las fantasías más absurdas. En aquellos momentos experimentaba un deseo inquieto de huir; me 
            debatía entre las cuatro paredes como una bestia furiosa; aullaba 
            en la ventana, con objeto de que alguien viniese a liberarme; mordía 
            los barrotes de hierro y, cuando venía el campesino a traerme 
            el pan, caía de rodillas llorando y le rogaba que me llevase 
            con él. Pero no se conmovió nunca; antes de encerrarme 
            le había expuesto claramente las condiciones y sabía 
            que, si me hubiese liberado, habría perdido el salario y tal 
            vez la vida.  Así transcurrieron más de veinte años en mi 
            prisión lejana y solitaria, sin que ningún acontecimiento 
            viniese a cambiar mi vida. Una vez o dos, el campesino permaneció 
            dos días seguidos sin venir porque se hallaba enfermo las 
            voces de las pastoras cambiaron cada tres o cuatro años; 
            una vez oí voces de hombres bajo mi torre; una noche mi habitación 
            se vio alumbrada por el fuego que se había declarado en un 
            bosque vecino; éstos, para mí, fueron los hechos importantes 
            de todo aquel tiempo. Había llegado casi a los cincuenta años y ya no sabía 
            cómo llenar mi vida. Conocía, átomo por átomo, 
            todo lo que me rodeaba había pensado, imaginado, soñado 
            y llorado durante años enteros. Me hallaba aburrido de 
            los compañeros invisibles que, con demasiada frecuencia, me 
            tomaban como un juguete y me trataban como a un muchacho. Los tres años que siguieron a los primeros veinte fueron los 
            más singulares de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo tendido 
            en la cama, sumido en un sopor perpetuo que no era ni vigilia, ni 
            sueño, ni ensueño. Durante el día no discernía 
            nada; me parecía únicamente que una luz intensa, blanca, 
            cegadora cubría como una niebla luminosa todo lo que existía. 
            Cuando llegaba el campesino, tenía que coger a tientas el pan 
            que me ofrecía y, apenas había comido, apoyaba la pesada 
            cabeza sobre la almohada, y mi boca estaba amarga y seca como al día 
            siguiente de una sucia borrachera. Por la noche desaparecía la luz, pero era peor; experimentaba 
            la sensación de hallarme absolutamente solo, no solamente solo 
            en mi habitación, sino solo en el Universo, en medio de la 
            nada. Me parecía que las paredes, los campos, las ciudades 
            habían desaparecido para siempre; que toda la tierra se disolvía, 
            que el Sol y las estrellas se apagaban, que callaba todo rumor, y 
            que yo únicamente, tranquilo y eterno, permanecía solo, 
            literalmente único en medio del vacío infinito. Luego, 
            poco a poco, el mundo se iba rehaciendo, reconstituyendo, en torno 
            mío primero la habitación, luego el campo; luego 
            el Sol, luego la tierra; pero apenas despuntaba el día 
            sentíame de nuevo sumido en una luz ardiente, más allá 
            de la cual imaginaba el mundo atroz, duro, peligroso. Esta terrible existencia cesó, no por mi culpa, al comienzo 
            del vigésimo cuarto año de mi prisión. El campesino 
            no compareció durante dos días seguidos; pero, como 
            no era la primera vez, no hice caso. Tenía siempre, por lo 
            demás, fruta en conserva suficiente para no morirme de hambre. 
            Por la mañana del tercer día, oí abrir la puerta 
            del exterior y subir la escalera, pero me di inmediatamente cuenta 
            de que no era el paso acostumbrado. Cuando la puerta de mi habitación 
            se abrió, después de muchas tentativas, me vi ante una 
            pobre mujer de unos cuarenta años que me miraba con espanto 
            y no sabía qué decirme. ¡Era el segundo rostro 
            humano que veía después de veintitrés años! 
            La enorme novedad del acontecimiento me devolvió un poco de 
            lucidez y pregunté a la mujer quién era y qué 
            quería. Después de grandes esfuerzos conseguí 
            comprender que era la mujer del campesino carcelero, y que éste 
            se había vuelto loco casi repentinamente, y que había 
            recomendado repetidas veces, antes de ser recluido, que fueran a liberarme, 
            porque él era la causa de todo y había un hombre que 
            sufría por su culpa. Había dado minuciosas noticias 
            sobre el lugar donde me hallaba y sobre mi extraña vida, pero 
            nadie quiso creerle. Finalmente, la mujer, un poco por curiosidad 
            y un poco por descargar su conciencia, había ido a ver y me 
            había encontrado. La libertad se ofrecía a mí, después de tantos 
            años, sin que yo la hubiese buscado. Por otra parte, ¿qué 
            hacer? Ahora el secreto ya estaba descubierto y no me hubiesen dejado 
            tranquilo. Tal vez la justicia hubiese querido ocuparse de mí, 
            y era preferible huir antes de que llegasen los curiosos. Rogué 
            a la mujer que hiciese venir un coche hasta la torre; al día 
            siguiente me hice llevar a la ciudad más cercana y desde allí 
            me dirigí a mi patria. Y ahora, desde hace más de un año, estoy aquí 
            en la ciudad que me vio nacer y de la que me marché todavía 
            joven para enterrarme hasta la vejez. Todo lo que veo me cansa; no 
            reconozco muchas cosas; otras son completamente nuevas para mí. 
            Me parece que amo a los hombres como un niño ama a la madre 
            que ha vuelto a encontrar y, sin embargo, nadie me quiere a su lado. 
            Mi aspecto singular, mi ignorancia de la vida presente, la torpeza 
            inexplicable de mis movimientos, la lentitud de mis ideas, la imposibilidad 
            de encontrar a esta edad nuevos amigos me hace vivir solo en medio 
            de millones de hombres, como en mi torre. He intentado, alguna vez, 
            parar en la calle a algún joven para contarle mi historia, 
            pero todos sienten repugnancia hacia mí y me juzgan un enfermo 
            fastidioso salido de repente de lo desconocido. Mi casa ha sido destruida 
            para hacer sitio a una calle más ancha; mi nombre ha desaparecido 
            de los registros de la ciudad y de la memoria de los hombres. Ya no 
            soy nada para los demás y casi nada para mí. Desde que 
            he vuelto entre los demás, no puedo respirar bien, mi pecho 
            está oprimido por un aire pesado; todo lo que me rodea parece 
            lleno de polvo. No consigo apasionarme, y recuerdo únicamente, 
            casi con deseos, los balidos desgarrados y tristes de las ovejas lejanas. No sé cuánto tiempo permaneceré aquí, no sé dónde iré. La muerte está próxima, pero no deseo morir. Tengo miedo de volver a encontrar a "mis" muertos, y tener que volver a empezar con ellos, una vez más, mi vida. |