|  
          El 28 de octubre de 1917 se ordenó de sacerdote. Un mes 
          más tarde iba a comenzar sus labores, que recuerdan las de varios 
          misioneros eximios como Motolinía, Sahagún y Durán, 
          cuyas obras había de estudiar y en cierto modo emular. Primero 
          fue a Xílotepec, en el Estado de México, en donde estuvo 
          hasta marzo de 1919. Fue entonces cuando comenzó a aprender el 
          otomí y a recoger textos y tradiciones en esa lengua. En 1919 
          tuvo que interrumpir sus labores de misionero al ser nombrado profesor 
          del seminario. Cinco años permaneció allí y pudo 
          formar a una generación de estudiantes, ya que, en vez de enseñar 
          siempre los mismos cursos, acompañó a sus discípulos 
          a través de los cinco años, desde los principios de la 
          gramática latina y griega, hasta las humanidades y la retórica. 
          Entre sus discípulos se cuentan hombres bien conocidos: don Sergio 
          Méndez Arceo, doctor en historia y obispo de Cuernavaca, el licenciado 
          y escritor Guillermo Tardiff, el académico e historiador padre 
          Octaviano Valdés. Todos ellos guardaron grato recuerdo del maestro 
          Garibay. Por encima de todo, fue él, y continuó siéndolo 
          en la Universidad Nacional, el hombre que supo despertar vocaciones 
          y que puso siempre el acento en los valores propios y en las raíces 
          de la cultura en México.
 De 1924 a 1941 volvió el padre a su vida de párroco misionero. 
          Primero fue San Martín de las Pirámides, después 
          Huizquilucan, más tarde Tenancingo y finalmente Otumba. Al igual 
          que sus predecesores, los misioneros humanistas del siglo
 XVI, él 
          también aunó sus labores eclesiásticas con el interés 
          por comprender el alma indígena y el empeño por introducir 
          mejoras sociales y económicas en las diversas comunidades donde 
          le tocó trabajar.
 Muchas anécdotas podrían referirse acerca de su vida de 
          párroco durante 17 años. Entre otras, vale la pena recordar 
          las palabras de gentes sencillas que decían: "Parece que 
          este padre no ha terminado sus estudios, porque siempre lo encontramos 
          leyendo en sus libros, haciendo preguntas y tomando notas..."
 
 Pero si el padre Garibay estudiaba en los libros y recogía tradiciones 
          y leyendas, todo ello iba dirigido a adentrarse más en la realidad 
          y los problemas del mundo indígena. Le preocupaba no sólo 
          su bien espiritual, sino también su mejoramiento material. Estando 
          en San Martín de las Pirámides, no descansó hasta 
          conseguir en beneficio del pueblo la introducción de agua potable. 
          En otros lugares, reunía también a los campesinos jóvenes 
          para enseñarles diversas técnicas que podrían ayudarlos 
          a mejorar sus cultivos y pequeñas industrias.
 
 Fue precisamente durante el tiempo de su acción como párroco 
          misionero, cuando profundizó aún más el estudio 
          de los idiomas otomí y náhuatl. En su aislamiento de lugares 
          como San Martín y Otumba continuaba por la noche el estudio de 
          códices y manuscritos, en los que se conserva el legado cultural 
          del mundo precolombino. Perfeccionó al mismo tiempo el conocimiento 
          de otras lenguas necesarias para el estudio de las culturas clásicas. 
          Poseyendo el francés, el italiano, el alemán y el inglés, 
          a pesar de hallarse apartado en apariencia del movimiento científico 
          y literario, estaba al tanto de las investigaciones más recientes, 
          gracias a las revistas y libros que recibía.
 
 Siendo todavía muy joven había comenzado a escribir en 
          varias revistas. Su primer artículo apareció en 1913 en 
          una publicación de aquella época, Lábaro. 
          Trataba en él la figura de Federico Ozanam, el célebre 
          filántropo y pensador francés. Más tarde publicó 
          varios poemas y artículos, entre otras, en la revista El estudiante, 
          que dirigía don Julio Jiménez Rueda. En 1932 apareció 
          una publicación suya un poco más amplia. Fue el Poema 
          de los árboles, que reflejaba la finura y sensibilidad de 
          su espíritu. Vinieron luego sus colaboraciones en la revista 
          Ábside, dirigida por dos discípulos suyos, los 
          prematuramente desaparecidos Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte. 
          En Ábside dio a conocer por vez primera algunas traducciones 
          de poesías y cantares del mundo náhuatl. Poco después 
          salieron a la luz, como un símbolo de su profunda actitud humanista, 
          dos libros suyos en verdad importantes: La poesía lírica 
          azteca (Bajo el Signo de Ábside, México, 1937), y 
          su versión directa y en verso de la Trilogía de Orestes, 
          de Esquilo (publicada igualmente [por] Bajo el Signo de Ábside).
 
 Estando en Otumba recibía el padre Garibay la visita de amigos 
          y conocidos, entre ellos varios maestros de la Universidad Nacional, 
          como los doctores Justino Fernández, Edmundo O'Gorman y Agustín 
          Yáñez. Gracias a las gestiones que realizó este 
          último, apareció en 1940, publicada por la Imprenta Universitaria; 
          la primera edición de su Poesía indígena de 
          la altiplanicie, obra clásica que ha alcanzado muchas reimpresiones. 
          Igualmente, y con pie de imprenta de Otumba, salió también 
          ese mismo año de 1940 su Llave del náhuatl obra 
          que ha servido a muchos estudiosos como instrumento para aprender la 
          lengua de los antiguos mexicanos.
 |