La burra perdida | 
    
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         —Te acuerdas de Quintín? Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo; aquel 
            muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y 
            que ahora dicen que está muy rico? El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que 
            realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí. ¿Aquí? Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver 
            si adivinas con quién quiere casarse. Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino. No. Entonces con Brígida, la del indiano. Tampoco. Pues con la hermana del juez. Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, 
            que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! 
            Con Serafina. ¿Qué Serafina? ¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que 
            es su sobrina. Pero ¡hombre, si apenas tiene quince años, y está 
            hecha una brutica!...  Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita 
            Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, 
            y dentro de dos años volverá para casarse con ella, 
            y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más 
            rica quizá de la provincia. ¡Pero eso será mentira! No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, 
            que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome 
            con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole 
            la fortuna que va a tener, y que mañana desde temprano, esté 
            vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín. ¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido 
            esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no 
            había sacado hierba para la vaca... Pues nada, nada; procura contentarla, y no se le cuente lo 
            del tío hasta la noche después de cenar; porque si no, 
            descuida sus obligaciones. Voy mientras al correo a ver si he tenido 
            carta de Madrid, que ya llegaron los coches de la estación, 
            y volveré a cenar. El tío Santiago tomó un grueso bastón y salió 
            por la carretera, en tanto que la tía Elena se quedaba refunfuñando 
            y murmurando entre dientes: ¡Qué cosas pasan en el mundo! ¡Quién 
            lo había de pensar! *** Las sombras de la noche se condensaban rápidamente. Los colores 
            y los contornos del caserío iban fundiéndose en la obscuridad, 
            y aparecían en algunos puntos pequeñas lucecillas que 
            salían por las ventanas a lo lejos, como el ojo colorado de 
            un gallo negro. Tranquila estaba la casa del tío Santiago. En el corral las 
            gallinas se acomodaban unas en las perchas, otras sobre los viejos 
            maderos abandonados allí, otras sobre los bordes de los pesebres, 
            esponjando las plumas, acurrucándose unas al lado de las otras, 
            y con ese ronquido tenue que lanzan como un indicio de completo bienestar. En los árboles se apagaba la bulliciosa conversación 
            que entablan los gorriones antes de dormir, y que semeja el ruido 
            melodioso de un hervor, y unos buscaban la mayor rama para acomodarse, 
            mientras que otros habían metido ya la cabecita debajo del 
            ala para pasar una noche tranquila. La vaca rumiaba filosóficamente en el establo. La cerda dormía 
            tendida indolentemente, y sólo de cuando en cuando lanzaba 
            un pequeño gruñido, cuando alguno de los lechoncillos 
            mamaba con demasiada energía. No quedaban en pie más que los gansos, que, desconfiados siempre, 
            andaban pausada y cautelosamente, volviendo la cabeza a uno y otro 
            lado, anunciándose con esa especie de carcajadita burlona como 
            si fueran diciendo: ¡Ajá; a nosotros ninguno nos 
            la pega! A lo lejos, y como ahogados por la obscuridad, se oían el 
            chirrido de algún carro que volvía del campo cargado 
            de hierba, y el monótono sonar de los cencerros de las vacas 
            que iban recogiéndose en los establos. Algunas veces los cascabeles de un coche que pasaba rápidamente 
            por la carretera, y, como una nota sostenida, el canto de los grillos 
            entre la hierba. Y sin embargo, como dicen algunas veces los que describen una fiesta, 
            brillaba por su ausencia en aquel cuadro la Generosa, 
            es decir, la burra de la casa. Serafina salió para cerrar la puerta que daba al campo y registrar 
            si estaban en su lugar todos los animales. Ya tenía cierta 
            sospecha de que algo pasaba con la burra, porque no la había 
            oído rebuznar, y la chica sabía que los burros rebuznan 
            con una precisión matemática, mejor dicho, astronómica, 
            a cada cuarto de hora, como si llevaran un cronómetro en el 
            cerebro; así es que su primer cuidado fue buscar a la burra, 
            y creyó que soñaba, que era una verdadera pesadilla, 
            cuando, después de registrar por todas partes, adquirió 
            el terrible convencimiento de que la burra no estaba. ¿Qué iba a pasar allí? El maldito animal, encontrando, 
            sin duda, la puerta abierta, se habría salido al campo, y la 
            chica sintió que el mundo se la venía encima. Se sintió 
            responsable; creyó la burra perdida para siempre; miró 
            delante como a un fantasma a la tía Elena diciéndole 
            toda clase de improperios y pegándole un número infinito 
            de bofetadas, y mandándola a media noche a buscar la burra; 
            y como la escena de la tarde estaba aún fresca en su memoria, 
            la pobre chica se puso a llorar, y, sin saber lo que hacía, 
            salióse al campo en busca de la burra, a tiempo que pasaba 
            un chico que iba por vino a la taberna. ¿Adónde vas tan llorona, Serafina? dijo 
            el muchacho, burlándose de ella. ¿Que te importa? contestó Serafina; y sin 
            detenerse, siguió el primer atajo que se presentó a 
            su vista. Se había levantado la luna, y con su indecisa claridad, los 
            árboles, las peñas, los matorrales y hasta los accidentes 
            del terreno, fingían extrañas y fantásticas formas. 
            Serafina seguía rápidamente caminando; pero, aunque 
            llorosa, miraba cuidadosamente para todas partes. Cualquier matorral 
            a lo lejos movido por el vientecillo de la noche, le parecía 
            que era la burra, y emprendía el camino hasta desengañarse; 
            el más ligero ruido lo creía un denuncio de la fugitiva, 
            y se figuraba conocer el rebuzno de la Generosa en cualquiera 
            de los muchos rebuznos que se oían a lo lejos. No sentía miedo al encontrarse sola en el monte y en aquella 
            penumbra: el terror que le inspiraba doña Elena y la angustia 
            por la pérdida de la burra, embargaban por completo todas sus 
            facultades, y seguía andando por aquellas largas veredas, que, 
            blanquecinas, se prolongaban entre la vegetación como víboras 
            inmensas, que más crecían mientras más caminaba 
            sobre ellas, y que tenían la cabeza perdida en un horizonte 
            tan vago, que ni era obscuro ni era luminoso. Por fin, después de tres horas de inútiles pesquisas, 
            fatigada, rendida y sin saber en dónde se encontraba, sentóse 
            a descansar al pie de un árbol. A lo lejos brillaban algunas 
            lucecitas en los caseríos; llegaban desde allí los ladridos 
            de los perros, y alguna que otra vez el sonido de los campanos 
            de las vacas que se movían en los establos. Pero poco a poco 
            a Serafina le pareció que todas aquellas luces se iban extinguiendo; 
            que los ruidos se alejaban; que el terreno se hundía dulcemente; 
            que la obscuridad se hacía más densa: entornó 
            los párpados y se quedó profundamente dormida. *** La tía Elena llegó a extrañar que la muchacha 
            no anduviera por la cocina: la llamó; nadie contestaba; entonces 
            salió a ver qué hacía, y no la encontró 
            por ninguna parte. Sólo Isidro, el mozo de labranza, sentado 
            a la puerta de la cocina, esperaba tranquilamente que le llamaran 
            a cenar. Sidro, ¿has visto a Serafina? Puede que haya salido, porque la puerta del campo está 
            abierta. ¡Demonio de muchacha! ¿Si se le habrá ocurrido 
            escaparse por haberla pegado esta tarde? Y acertó a salir a la puerta del campo en los momentos en 
            que el chico regresaba de la taberna. Pedrín dijo la tía Elena, ¿has 
            encontrado por ahí a Serafina? Cuando pasé para la taberna a comprar el vino para mi 
            padre, salía de aquí, le pregunté a dónde 
            iba y me contestó que no me importaba. Iba llorando. De seguro exclamó en alta voz la vieja esa 
            pícara se ha escapado; si no fuera...; y luego el compromiso 
            de entregarla mañana; nos van a hacer muchos cargos. ¿Por 
            dónde se fue?  dijo, dirigiéndose al muchacho. Pues por ahí, por ese camino. Voy a buscarla. ¿Adónde se habrá ido? 
            No tiene pariente ninguno... Entonces por primera vez se arrepintió de haberla tratado 
            siempre tan mal; no por lástima, sino por las consecuencias 
            que podría traer aquella fuga. *** Media hora después llegó a casa el tío Santiago. 
            Los perros salieron a recibirle haciendo fiestas, como quien dice: 
            Bendito sea Dios que ha vuelto usted; que ya tenemos hambre. Pero se encontró con la casa a obscuras y por único 
            habitante a Isidro, sentado en la puerta de la cocina. ¿Dónde están las mujeres? le preguntó. Pues la tía Elena se ha ido a buscar a la Serafina, 
            que creo que se ha escapado porque la pegaron mucho en la tarde. Vamos, ¡qué tonta! Iré yo a ver si las encuentro por ahí. ¡Qué compromiso para mañana! ¡Y don Quintín que vendrá temprano a buscar a la chica! Vamos, voy a ver si las encuentro. Me llevaré los perros para que me ayuden. Silbó ligeramente; los perros comprendieron que se trataba 
            de un paseo a la luz de la luna, y salieron retozando delante del 
            tío Santiago por la puerta del campo. Esto de la cena va muy largo dijo Isidro después 
            de haber esperado más de una hora . Voy mientras a la 
            taberna a echar un vaso. Y salió por la puerta de la carretera. La casa quedó 
            enteramente sola; pero como mientras unos duermen otros velan, los 
            gritos de los gansos y el cacarear de las gallinas y el ruido que 
            se oyó por los establos, no dejaron duda de que los zorros 
            aprovechaban la ocasión. Y aquello fue la catástrofe. 
            Unas gallinas morían, otras se salían por los bardales, 
            otras por la puerta del campo, que se quedó abierta, y entre 
            aquel sálvese el que pueda, hasta los gansos perdieron su dignidad 
            y salieron a escape. *** Serafina se despertó asustada por el ruido de un carruaje 
            que se acercaba, abrió los ojos, y vio que estaba al borde 
            de una carretera. Comenzaba a amanecer. Sobre el limpio azul del cielo 
            se iba tendiendo como una gasa color de rosa; la luz azulada penetraba 
            ligera por todos los vericuetos de la montaña, como si buscara 
            algo que había dejado olvidado el día anterior; cruzaba 
            entre el follaje, se deslizaba hasta debajo de las hojas que había 
            caídas, y todo lo recorría, preparando la tierra para 
            recibir engalanada la visita de los rayos del sol. Serafina se levantó a tiempo que el carruaje pasaba a un lado. ¡Serafina! exclamó uno de los dos caballeros 
            que iban dentro. ¡Para! dijo al cochero. ¡Alto! El landó se detuvo, y los dos hombres descendieron rápidamente. Pero ¿qué andas haciendo por aquí y tan 
            temprano? Serafina reconoció en aquel caballero a don Félix, 
            que había estado la tarde anterior en la casa hablando mucho 
            tiempo con el tío Santiago. Esto la alentó, y no sin 
            llorar algunas veces, contóle lo que había pasado. ¡Pobrecita! dijo don Félix. Pero ¿tú 
            no sabías que ayer tarde, y delante de mí, le prestó 
            Santiago la burra a un vecino? ¡Entonces no se ha perdido! exclamó la muchacha 
            como si le quitaran un enorme peso del corazón. No, no se ha perdido. Pero ahora te vas con nosotros. Pero ¿adónde? A mi casa, con mi mujer y con mis hijos. Este caballero que 
            ves aquí es tu tío Quintín, que ha llegado de 
            América. ¡Ay, mi tío Quintín! ¡Qué 
            gusto! ¡Cuánto me hablaba mi madre de usted! ¿Cómo 
            le va a usted, tío Quintín? Ahora pondrá usted 
            casa, ¿es verdad? y me llevará usted a servirle: ya 
            verá usted cómo estará contento. Yo soy muy trabajadora, 
            y no quiero volver a la casa de la tía Elena, porque me pega 
            mucho, mucho... Don Quintín sentía como si se hubiera tragado un pedazo 
            de pan sin masticar, y en los ojos un cosquilleo como si le pasaran 
            cabellos por allí. Estuvo un rato silencioso, y después fingiendo una tos que 
            no tenía, le dijo a su amigo: Regresaremos: ya no tenemos para qué ir al pueblo. *** El tío Santiago y la tía Elena, que no habían 
            podido dormir en toda la noche, vieron a lo lejos por una carretera 
            un coche que se alejaba del pueblo; pero era imposible que creyeran 
            quiénes iban adentro aun cuando se lo hubieran dicho; y jamás 
            pudieron saber lo que había pasado, pues lo único que 
            llegó a sus noticias fue que a Serafina la había puesto 
            su tío en un colegio de señoritas en Madrid.  |