Las gotas de agua | 
    
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           Era un día de los más calurosos 
            en la mitad del verano. El sol derramaba torrentes de fuego y de luz 
            sobre la tierra, cruzando por un cielo profundamente azul, y en el 
            que no flotaba ni la más ligera nubecilla. Dormían los vientos en las húmedas grutas de los bosques; 
            se abrigaban los pájaros en lo más tupido de la selva; 
            los insectos silbaban entre la hojarasca, y todo en la Naturaleza 
            parecía desmayar de sed y de fatiga. Las hojas lánguidas colgaban en sus tallos, y unas flores 
            cerraban sus corolas y otras se inclinaban lanzando su perfume para 
            pedir la lluvia, porque el perfume es la plegaria de las flores, como 
            es también su canto de amor. Pero ninguna murmuraba en el bosque, 
            y esperaban resignadas a la nube bienhechora que debía traerles 
            la lluvia. Sólo en uno de los valles, esas pequeñas florecillas 
            que brotan entre la hierba, y que son como niños entre las 
            otras flores, murmuraban y pedían agua con toda la irreflexión 
            de la infancia. Envuelta en transparentes cendales de color de rosa, cruzó 
            entonces una Hada sobre aquellos campos: no hicieron las florecillas 
            más que mirarla, y comenzó entre ellas una especie de 
            sublevación para pedirla el agua. En vano la Hada les hizo ver que sin la preparación de la 
            sombra que llega con las nubes antes que la lluvia, y después 
            con esa veladura que a la luz del sol le dan las últimas gasas 
            que deja tras de sí la tempestad, el agua podría serles 
            muy dañosa. Las florecillas no escucharon su razonamiento, 
            y tanto insistieron, que la Hada se resolvió a darles lo que 
            pedían. Entonces hundió su regadera de oro en uno de los estanques 
            vecinos; la tranquila superficie del agua se rompió con estrépito, 
            formándose en todas direcciones movedizos círculos bordados 
            por los rayos del sol, de luces y colores, y que se ensanchaban, se 
            multiplicaban, se cruzaban sin confundirse y seguían trémulos 
            y caminando hasta morir entre las rosas que en los bordes se inclinaban 
            para mirarse en las aguas del estanque. La Hada retiró la regadera henchida, y arrojando pequeñas 
            gotas que, heridas por los rayos del sol, parecían una cascada 
            de estrellas, comenzó a derramar improvisada lluvia sobre las 
            florecillas del prado. Ávidas presentaban todas ellas su cáliz y se sacudían 
            de placer sobre sus tallos, como hacen los pajaritos después 
            de la lluvia, y todas quedaron ostentando, como una joya en sus corolas, 
            menudas gotas de agua, que ya tomaban la forma de una esfera de cristal, 
            o ya la de un disco convexo. Partió la Hada, y en los primeros momentos todo fue alegría 
            entre aquellas florecillas; pero poco a poco comenzaron a sentir un 
            calor desconocido y terrible. Los rayos del sol, concentrándose 
            en aquellas gotas de agua, penetraban como dardos de fuego hasta el 
            corazón de las flores; y antes de que esas gotas se hubieran 
            evaporado, las flores doblaban la cabeza mustias y marchitas. Cuando soplaron en la noche las auras, ninguna flor de aquellas pudo ya sentir sus caricias.  | 
    
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