Microhistoria y ciencias sociales * | 
    
 
        EL PUEBLO TERRUÑOAl que me referí en primera persona si ustedes, 
            me lo permiten, del que salí a los doce años de edad 
            para incorporarme a la segunda urbe de la República Mexicana 
            por siete años, y a la ciudad hoy más poblada del mundo 
            por treinta y tres, era visto por la gente de corte urbano, como todas 
            las poblaciones chicas, con un dejo peyorativo. Los oriundos de la 
            comunidad de San José de Gracia no escapaban a la regla de 
            ser objeto de desdenes y chistes. Yo lo fui al llegar tocado con gorra 
            a una escuela de Guadalajara en una época fanáticamente 
            sinsombrerista y al hacer uso de una lengua paya, pueblerina. Logré deshacerme del sombrero con rapidez y me hice de palabras 
            y gestos gentiles que me permitieron departir pasablemente con profesores, 
            profesionistas, políticos y potentados de la urbe, y cuando 
            ya iba muy adelantado en el camino de la urbanización, empecé 
            a percibir que los valores de la gente campesina dejaban de ser asunto 
            de la humorística, eran cada vez menos el hazmerreír 
            de los citadinos. Quizá hayan colaborado a convertir en meritorio 
            lo poco antes desdeñable las películas po bladas de 
            charros cantores y novias hacendosas, la radiodifusión de corridos 
            y de canciones rancheras, las novelas de asunto rural que culminan 
            en Pedro Páramo de Juan Rulfo y las actividades étnicas 
            del  Aunque las modas del cine de jinetes, la radiodifusión de 
            canciones folclóricas y las novelas de tema rústico 
            pasaron relativamente pronto, los estudios académicos sobre 
            la vida mexicana rústica y semiurbana han seguido multiplicándose. 
            Son cada vez más numerosas las monografías de comunas 
            indígenas hechas por antropólogos sociales. Son cada 
            vez más apreciadas las historias pueblerinas escritas por aficionados 
            y mejor acogidos los historiadores profesionales que consideran historiable 
            la trayectoria de los miles de microcosmos de la República 
            Mexicana. Por distintos conductos se produce la revalorización 
            académica de los pueblos. Mi pueblo, mi San José de 
            Gracia, antes ignorado o visto peyorativamente llega a ser tema de 
            debate intelectual en universidades de México, San Diego de 
            California, Maracaibo, Madrid, San Juan de Puerto Rico y Bogotá. 
            Mi pueblo, en su papel de asunto, le ha acarreado miles de lectores 
            a Pueblo en vilo, el volumen que escribí en 1967, cuando 
            todavía el interés por las minisociedades no se volvía 
            torrencial. Ahora lo es, y las preguntas sobre la meta, el método 
            y la situación microhistoriográfica me son planteados 
            con frecuencia. A las preguntas respondo, para empezar, con la definición 
            del microcosmos social objeto de la microhistoria. Suelo decir: Terruño, parroquia, municipio o simplemente minisociedad sólo 
            sabría definirlos a partir de mi patria chica o matria. Desde 
            esta perspectiva los veo como pequeños mundos que no cesan 
            de perder, en estos tiempos de comunicaciones masivas y transportes 
            rapidísimos, sus peculiaridades. Quizá desaparezcan 
            en un futuro próximo, pese a la revalorización de que 
            son objeto. Ahora todavía conforman a la mitad de los habitantes 
            de la República Mexicana y a diez millones de mexicanos que 
            han sufrido el doble destierro de su patria y de su patria, de su 
            terruño y de su nación, como los que trabajan en tierras 
            estadounidenses. Hasta hace poco, no más de treinta años, 
            la gran mayoría de la gente mexicana provenía de sociedades 
            pueblerinas o terruños que ofrecían como características 
            más visibles y comunes las siguientes: Un espacio corto, abarcable de una sola mirada hecha desde las torres 
            de la iglesia pueblerina o desde la cumbre del cerro guardián. 
            Los terruños de mi país son trozos de tierra de quinientos 
            a mil kilómetros cuadrados que suelen equivaler a un municipio 
            o una parroquia. Este ámbito es unas diez veces más 
            corto que una región y cincuenta veces mas chico que el promedio 
            de los estados de la República Mexicana. En ésta caben 
            dos mil trescientos setenta y ocho patrias chicas o municipios, distinguibles 
            entre si pese a tener todos ellos muchos rasgos comunes. La población de la gran mayoría de los municipios mexicanos 
            no suele ser numerosa. Para decir algo, el noventa por ciento de los 
            municipios de la República Mexicana rara vez pasa de los quince 
            mil o veinte mil habitantes; en parte juntos en el pueblo o la villa, 
            y en parte dispersos en el campo, todos en estrecha relación 
            con el ambiente físico, ya por prácticas agrícolas 
            o ganaderas, ya por el afecto. Los vecinos de una comunidad pequeña, 
            parroquial, no sólo viven de actividades campestres, sin ruido 
            de máquinas ni vistosos anuncios mercantiles. También 
            se sienten emotivamente unidos a su tierra. Los lugareños hablan 
            de ¡mi tierra! entre signos de admiración. En el destierro, 
            la fijación afectiva al terruño es mayor. En cualquier 
            tertulia de gente pueblerina que se ha ausentado de su pueblo se cae 
            en la canción nostálgica y en la conversa sobre el paisaje 
            nativo y el deseo de volver al regazo maternal de la tierra propia, 
            ya para morir allí o ya para hacerla florecer de nuevo. Cada municipio de la especie pequeña posee sus límites 
            administrativos que lo separan de otros; cada uno suele tener su pueblo 
            y sus rancherías; en todos pulula una población corta, 
            unos miles de seres humanos que se conocen entre sí, que se 
            llaman por su nombre y apellido o por su apodo. En sentido estricto, 
            la sociedad municipal no es de ninguna manera anónima como 
            la de las urbes. En uno a uno de los pueblos cada quien conoce a su 
            vecino y muchas veces lo unen a él vínculos de sangre. 
            Hay tierrucas, como la mía, donde todos los vecinos son parientes, 
            donde va uno por la calle diciéndoles a los que encuentra: 
            "buenos días, tío", "qui'hubo, primo", 
            "ándale, sobrino"... En ningún terruño 
            se da el caso extremo a que alude el aforismo ("entre sí 
            parientes y enemigos todos"), pero no son raras las enemistades 
            entre parroquianos que desaparecen y se mudan en amistad cuando los 
            distanciados llegan a coincidir en el mismo destierro. En las comunidades 
            pequeñas, las ligas de orden social son poco acusadas en el 
            orden económico y mucho en el orden sanguíneo. En cuestión 
            de discordias, la lucha entre familias le hace sombra a la lucha de 
            clases. No en todos los terruños mexicanos existe o ha existido un 
            mandamás o cacique, pero sí en la enorme mayoría. 
            En pocos municipios el presidente municipal y los munícipes 
            son las verdaderas autoridades. Los ayuntamientos suelen ejecutar 
            las órdenes del líder comunitario que ha conseguido 
            imponerse a sus coterráneos ora por ascendencia moral, como 
            sucede con los curas caciques, ora por su poderío económico 
            o su fuerza física, como es el caso del don Perpetuo, el de 
            las caricaturas de Rius. Es raro el terruño (y lo era más 
            en el pasado inmediato) sin templo parroquial, sin palacio municipal 
            y sin mandamás. Éste, por supuesto, casi siempre en 
            buenas relaciones con una élite en la que no faltan el todista, 
            el mentiroso, los ricos y los viejos de la comuna mayor y de las rancherías. Sería exagerado decir que en cada parroquia o municipio imperan 
            valores culturales totalmente propios, una filosofía y una 
            ética diferentes, o si se quiere, una distinta visión 
            del mundo. Con todo, en tratándose de México, es posible 
            escribir ampliamente de las culturas locales, de los valores que le 
            dan sentido y cohesión a cada uno de los tres mil de la República. 
            Lo común es encontrar comunidades con sus propias maneras de 
            dar gusto al cuerpo, sus propios comestibles y fritangas. En la mayoría 
            de estas células de la sociedad mexicana hay matices éticos 
            o costumbres que las diferencian de sus vecinas. Cada terruño 
            de México tiene su liturgia específica para mantener 
            providente y amigo a su patrono celestial, a su santo patrono. Cada 
            una de las miles de las fiestas patronales que se celebran en México 
            tiene su modo particular de ser. Lo mismo puede decirse de las artesanías 
            locales. Ignacio Ramírez, el hombre de la reforma liberal de México 
            cuya perspicacia no se pone en duda, llegó a decir que México 
            no era una nación sino un conjunto de naciones diferentes. 
            Afirmar de México que es un mosaico multicolor suena a verdad 
            de a kilo. No es necesario insistir en la osatura troceada de México, 
            en los miles de Méxicos, en "many mexicos", en multiMéxico, 
            en un país altamente plural desde antes de la conquista española 
            y confirmado en su multicolorismo por esa conquista. Los españoles 
            que forjaron la nacionalidad mexicana provenían de un país 
            que era suma de muchas particularidades, de muchos compartimentos 
            estancos. En México, y no sólo en él, el terruño 
            (espacio abarcable de una sola mirada, población corta y rústica, 
            mutuo conocimiento y parentesco entre los pobladores, fijación 
            afectiva al paisaje propio, régimen político patriarcal 
            o caciquil, patrono celeste y fiesta del santo patrono, sistema de 
            prejuicios no exento de peculiaridades), también llamado mi 
            tierra, el municipio, la parroquia, el pueblo y la tierruca, fue en 
            la época precapitalista, desde la dominación española 
            hasta el ayer de los días del presidente Cárdenas, una 
            realidad insoslayable y todavía lo es en menores proporciones. 
            Los esfuerzos de la modernización no le han quitado a México 
            su naturaleza disímbola. Es un país de entrañas 
            particularistas que revela muy poco de su ser cuando se le mira como 
            unidad nacional; hay que verlo microscópicamente, como suma 
            de unidades locales, pero sin dejar de atender a esas otras unidades 
            de análisis que son la región, el estado y la zona. 
            En pocos países del mundo, como en México, se justifica 
            el análisis microhistórico. LA MICROHISTORIAComo método para dar con la clave de una nación, en 
            1971 propuse la microhistoria para el multiMéxico, y catorce 
            años después sigue válida, a mi modo de ver, 
            la propuesta, aunque con variantes en su formulación. Entonces 
            tenía vagos los conceptos de terruño y microhistoria. 
            No se me alcanzaba la diferencia entre la breve comunidad del terruño 
            donde predominan los lazos de sangre y de mutuo conocimiento y la 
            mediana comunidad de la región donde son particularmente importantes 
            los lazos económicos. No distinguía a plenitud entre 
            un pueblo, cabeza de una tierruca, y una ciudad mercado, núcleo 
            de una región. Por lo mismo, confundía la historia regional 
            con la historia parroquial. A una y otra las llamé microhistoria 
            o historia matria. El término de microhistoria pienso hoy habrá 
            que reservarlo para el estudio histórico que se haga de objetos 
            de poca amplitud espacial. Es un término que debería 
            aplicarse a la manera espontánea como guardan su pretérito 
            los mexicanos menos cultos, mediante la historia que se cuenta o se 
            canta por los viejos en miles de terruños. El papá grande 
            de la microhistoria que se postula aquí es el papá grande 
            de cada pueblo que narra con sencillez, a veces en forma de canción 
            o corrido, acaeceres de una minicomunidad donde todos se conocen y 
            reconocen. De la microhistoria contada o cantada por los "viejitos" 
            se suele pasar a la microhistoria escrita por los muchos aficionados 
            o "todistas" pueblerinos. En México abundan las historias 
            parroquiales escritas por gente de cultura general. Se trata de microhistoriadores 
            sin contacto con la vida universitaria, que sí en vigorosa 
            comunicación con la vida lugareña. No frecuentan aulas, 
            pero sí cafés y bares. Por lo demás, es difícil 
            definirlos porque a la microhistórica acude gente de muy distinta 
            condición. Y sin embargo, es posible rastrear en ellos algunos 
            rasgos comunes: la actitud romántica, entre otros. Lo he repetido muchas veces y lo hago una más: "Emociones, 
            que no razones, son las que inducen al quehacer microhistórico. 
            Las microhistorias manan normalmente del amor a las raíces", 
            el amor a la madre. "Sin mayores obstáculos, el pequeño 
            mundo que nos nutre y nos sostiene se transfigura en la imagen de 
            la madre... Por eso, a la llamada patria chica le viene mejor el nombre 
            de matria"; y a la narrativa que reconstruye su dimensión 
            temporal puede decírsele, además de microhistoria, historia 
            matria. En la gran mayoría de nuestros cronistas locales anida 
            el "mamaísmo", la "mamitis", el amor impetuoso 
            al ámbito maternal. El microhistoriador espontáneo trabaja 
            "con el fin, seguramente morboso, de volver al tiempo ido, a 
            las raíces, al ilusorio edén, al claustro del vientre 
            materno". Con todo, al microhistoriador edípico no solía desdeñársele 
            por eso. Si los científicos sociales lo han mirado como al 
            pardear es porque se ocupa de nimiedades e hilvana sus relatos con 
            poco oficio. Quizá sólo cursó la primaria. Quizá 
            sea profesionista, pero no historiador con título. Normalmente 
            le falta tesitura intelectual; no posee la teoría de su práctica. 
            "Con mucha frecuencia ignora las fuentes de conocimiento histórico" 
            y no sabe hacer acopio de fichas. También padece de mucha credulidad 
            y poca pericia crítica. Sus libros están generalmente 
            hartos de amor al terruño y ayunos de investigación 
            rigurosa. Por su poco oficio, cae con frecuencia en el vicio de la 
            hybris, rebasa la medida de la razón. Según Leuilliot: 
            "El microhistoriador tiende a desbordarse, en lugar de restringirse 
            a un tema. No dudará en meter una digresión, a menudo 
            muy erudita, en una monografía aldeana; no eliminará, 
            sistemáticamente, todo lo que pueda aparecer sin relación 
            con su tema... Lo multidisciplinario se realiza vigorosamente en los 
            cronistas". Casi todos muestran una enorme capacidad para referirse 
            a todo y una soberana incapacidad de síntesis. Sus obras suelen 
            ser verdaderos mazacotes; libros de todas las cosas y de algunas más. Pero la historiografía parroquial o microhistoria no está 
            comprometida con la impericia hasta el grado de no poder superarla. 
            No es esencial en la microhistoria el ser simple enumeración 
            de hechos y el no saber esculpir imágenes interinas del pasado, 
            acopiar pruebas, hacer crítica de monumentos y documentos, 
            percibir las intenciones de la gente y realizar, como mandan los manuales 
            de metodología científica, las operaciones de síntesis. 
            De hecho, ya se está haciendo una microhistoria de carácter 
            científico, guiada por el criterio de la veracidad de los hechos 
            y la comprensión de los hacedores. La nueva microhistoria sale al encuentro de su pequeño mundo 
            con un buen equipo de preguntas, programa, marco teórico, ideas 
            previas y prejuicios y, en definitiva, con una imagen provisional 
            del pasado que se busca. El nuevo microhistoriador, el que ha recibido 
            formación universitaria para investigar lo sido, se somete 
            a rigores de método más penosos en algunas etapas del 
            viaje, que los padecidos por quienes practican las demás historias. 
            En la etapa heurística, de aprendizaje para uno mismo, de acopio 
            de información, la especie microhistórica está 
            sujeta a leyes más ásperas que las demás especies 
            metidas en la averiguación del pasado. La gente encopetada y los hechos de fuste asunto de las macrohistorias 
            tradicionales, han dejado muchos testimonios de su existencia, no 
            así la gente humilde y la vida cotidiana, objetos de la microhistoria. 
            Por lo mismo, ésta se ve obligada a echar mano de pruebas vistas 
            desdeñosamente por la grande y general historia. La micro se 
            agarra de luces tan mortecinas como las proporcionadas por las cicatrices 
            terrestres de origen humano; por los utensilios y las construcciones 
            que estudian los arqueólogos y por la tradición oral, 
            cara a los etnólogos. Echa mano también de papeles de 
            familia (cartas privadas y escrituras contractuales); registros eclesiásticos 
            de bautizos, confirmaciones, matrimonios, pago de diezmos y muertes; 
            registros notariales de compra-venta, disposiciones testamentarias 
            y tantas cosas más; censos de población y de índole 
            económica; informes de curas, alcaldes, gobernadores y otras 
            personas que sirven de enlace entre el poder municipal y los poderes 
            de mayor aliento. La microhistoria que se ha venido haciendo en México 
            en los últimos años se sirve también de libros 
            de viajeros, de crónicas periodísticas y de las relaciones 
            hechas por historiadores aficionados. El microhistoriador ha de hacer 
            grandes caminatas o investigación pedestre, larguísimos 
            sentones en archivos públicos y privados y en bibliotecas. La microhistoria puede ofrecer una información abundante y 
            firme si los investigadores tienen la paciencia del santo Job y la 
            múltiple sabiduría del rey Salomón. El microhistoriador 
            recibe ayuda de un numeroso ejército de archiveros, bibliógrafos 
            numismáticos, arqueólogos, sigilógrafos, lingüistas, 
            filósofos, cronólogos y demás profesionales de 
            las disciplinas auxiliares de la historia. El microhistoriador, en 
            las jornadas de recolección y de crítica de documentos, 
            se rasca generalmente con sus propias uñas; establece solo, 
            o con pocos auxilios, la autoría, la integridad, la sinceridad 
            y la competencia de documentos y reliquias. Un buen microhistoriador, 
            don Rafael Montejano y Aguiñaga, escribe. "Los historiadores 
            de provincia [los ocupados en historias locales] somos ermitaños 
            reclusos en las cavernas de una problemática muy dura... En 
            nosotros se ha hecho verdad lo que cantó Machado: "Caminante: 
            no hay camino, se hace camino al andar". El microhistoriador llega a lo microhistórico a través 
            de un arduo viacrucis cuya última estación es la hermenéutica 
            o comprensión de los fines de los seres humanos. El historiador 
            de grandes hazañas nacionales cumple si explica los hechos 
            por causalidad eficiente, y el que traza las líneas del devenir 
            del género humano satisface a sus lectores si acude a la explicación 
            formal, si se saca de la manga leyes del desarrollo histórico. 
            El microhistoriador, para cumplir con sus antepasados y con los lectores 
            de la comunidad que historia, requiere ser comprensivo; necesita comprender 
            por simpatía a hombres de otras épocas; se ve obligado 
            a someterlos a juicio a partir de los ideales de la gente que estudia. 
            La microhistoria, más que al saber, aspira al conocer. El relato 
            microhistórico comporta, por definición, la comprensión 
            de los actores. La historia matria, más que por la fundación de la 
            comunidad que estudia, se interesa en los fundadores y el sentido 
            que le dieron a su obra. En un nivel microscópico de historización 
            cuentan sobre todo los seres humanos y sus intenciones. En una tarea 
            que es parte del culto a los ancestros, es más importante revivir 
            difuntos que hacer la simple enumeración de sus conductas o 
            el establecimiento de las leyes de su devenir. El saber microhistórico 
            se dirige al hombre de carne y hueso, a la resurrección de 
            los antepasados propios, de la gente de casa y sus maneras de pensar 
            y vivir. Por otra parte, la microhistoria se interesa en todos los 
            aspectos de las minisociedades. La historia sin más, y sobre todo en los tiempos que corren, 
            pretende ser científica hasta en las etapas de regreso del 
            fundo histórico. Mientras la macro intenta descubrir leyes 
            causales, la microhistoria se reduce al desentierro de hombres de 
            estatura normal y de comunidades pequeñas. Para conseguir la 
            resurrección del mejor modo posible, no se requiere de ayuda 
            científica y sí de los auxilios del arte. La micro se 
            comporta como ciencia cuando va hacia lo histórico y como arte 
            a su regreso de lo histórico. La microhistoria no se ha academizado 
            hasta el punto del aburrimiento. Exponer la historia concreta es siempre 
            de algún modo contar historias interesantes, narrar sucedidos 
            a la manera como lo hacen de viva voz los cronistas del común. 
            La microhistoria, cuyo principal cliente es el pueblo raso, ha de 
            comunicarse en la lengua de la tribu, en el habla de los buenos conversadores. 
            Por el uso de un lenguaje accesible y sabroso, la microhistoria no 
            va a ser excluida de la república de
                    LAS CIENCIAS SOCIALESA la que pertenece con igual derecho que la economía, la sociología, 
            la demografía, la jurisprudencia, la ciencia política 
            y las demás historias. Si las ciencias sistemáticas 
            del hombre no son susceptibles de expresiones tan cálidas e 
            interesantes como las de la narración microhistórica, 
            no es porque sean más científicas, que sí menos 
            humanas. Como el quehacer microhistórico suele estar saturado 
            de emoción, se expresa, de modo natural, en forma grata, artística, 
            atrayente, no árida y fría como la expresión 
            de asuntos ajenos al prójimo; tampoco retórica, cursi, 
            que es la manera de expresar la falsa emoción. La historia 
            matria exige un modo de decir hijo del sentimiento. La microhistoria es la menos ciencia y la más humana de las 
            ciencias del hombre. Su antípoda es la economía. Si 
            no me equivoco, la economía se aleja cada vez a mayor velocidad 
            del hombre de carne y hueso. La más joven de las ciencias humanas 
            se fue del hogar, concretamente de la cocina, antes que los otros 
            saberes de pretensión humanística. Tras la ciencia económica 
            marcha la sociología que ocupa un sitio intermedio entre la 
            muy matematizada economía y la antropología social. 
            Aunque ésta se niega a permanecer en la simple descripción 
            de costumbres lugareñas o regionales, aún no se remonta 
            al cielo de las teorías. La reflexión política 
            o politología también mantiene los pies en la tierra. La historia local o del terruño, la microhistoria, es una 
            ciencia de lo particular anterior a cualquier síntesis. Es 
            una disciplina que arremete contra las explicaciones al vapor. Es 
            el aguafiestas de las falsas generalizaciones. Siempre da lata. Siempre 
            le busca excepciones a la teoría que esgrimen las demás 
            ciencias del hombre. Su principal ayuda a la familia de las humanidades 
            es la de poner peros a las simplificaciones de economistas, sociólogos, 
            antropólogos, politólogos y demás científicos 
            de lo humano, de un asunto tan complejo que se presta poco a generalizaciones. 
            La microhistoria sirve antes que nada para señalar las lagunas 
            en los territorios de las otras ciencias sociales. Tiene también una función desmitificadora cuando irrumpen 
            en el mundo del conocimiento las seudociencias. En México es 
            muy frecuente la inclinación a sacralizar los mitos provenientes 
            de los países poderosos. Con bastante frecuencia esgrimimos 
            filosofías que pretenden sustituir la observación. Mediante 
            diversos trucos de propaganda se nos da gato por liebre, ideología 
            en vez de ciencia. Para evitar ser víctima de los impostores, 
            también se recomienda, como preventivo, la microhistoria. Y ya puesto en este plan de doctor pedante y soporífero, diré 
            que no sólo sirve para rectificar y desmentir. También 
            nutre y no únicamente cura. Cuida de caer en la excesiva confianza 
            a que conduce la ciencia, pero también proporciona conocimiento 
            científico. Muchos científicos sociales le conceden 
            un valor ancilar, en primer término, los microhistoriadores. 
            Don Alfonso Reyes le escribía a don Daniel Cosio Villegas. 
            "Es tiempo de volver los ojos hacia nuestros cronistas e historiadores 
            locales... Muchos casos nacionales se entenderían mejor procediendo 
            a la síntesis de los conflictos y sucesos registrados en cada 
            región" y en cada terruño. Al valor ancilar, de 
            criada, de la microhistoria se refieren también diversos estudiosos 
            de la naturaleza humana. No pocos profesionales de las disciplinas 
            que tienen por asunto al hombre juzgan que la mejor manera de conseguir 
            una imagen redonda de la grey humana en su conjunto es el estudio 
            de principio a fin de una pequeña comunidad de hombres. Lucien Febvre escribe: "Nunca he conocido, y aún no conozco, 
            más que un medio para comprender bien, para situar bien la 
            historia grande. Este medio consiste en poseer a fondo, en todo su 
            desarrollo, la historia de una región". Se ha llegado 
            al momento de asimilar las minucias de los microhistoriadores en la 
            construcción de la gran historia. Claude Morin, un historiógrafo 
            canadiense de reconocida seriedad, dice: "La visión macroscópica 
            mejorará gracias a la ayuda que le prestarán, las monografías 
            locales". En Foster se lee: "Lo que es verdad para Tzintzuntzán 
            parece serlo también para las comunidades campesinas de otras 
            partes del mundo". Según I. M. Lewis, aun "los antropólogos 
            estructuralistas más extremados" requieren de las aportaciones 
            de los reporteros locales. También "los antropólogos 
            de la pelea pasada, los que se disputan el campo bajo las opuestas 
            banderas del evolucionismo y del difusionismo, coinciden en el interés 
            de la corriente de investigación microhistórica". Los sociólogos que no rechazan el conocimiento histórico 
            ven provechosa a la cenicienta de la familia Clío. Según 
            Henri Lefebvre cualquier "trabajo de conjunto debe apoyarse en 
            el mayor número posible de monografías terrúñicas 
            y regionales". Hasta los economistas acuden a los servicios del 
            microhistoriador. Beutin sostiene que "la historia de una hacienda, 
            de un pueblo, de una ciudad puede ser ejemplar para muchos casos semejantes 
            aunque todos estén igualmente estructurados y servir 
            de tipo" o ilustración de amplios sectores de la vida 
            económica. Las manifestaciones de los científicos sociales 
            en pro de la microhistoria son abundantísimas, pero no los 
            voy a someter a un desfile mayor de citas. Lo cierto es que la relación 
            de la microhistoria con la ciencia social crece a medida que se produce 
            el distanciamiento con la filosofía y la literatura, las antiguas 
            aliadas del quehacer histórico. Ya nadie duda de la función de ancila de la historia matria. 
            Ésta, según opiniones generalizadas, ejerce bien el 
            papel de sierva de las otras maneras de historiar y de otros modos 
            de aprehender la vida humana. Por dar respuestas a muchas interrogaciones 
            de las ciencias sociales, según Chaunu, la microhistoria "es 
            útil en el sentido más noble y al mismo tiempo el más 
            concreto". Para el historiador francés, la ciencia microhistórica, 
            sobre todo si sigue el sendero cuantitativo, se convierte en "la 
            investigación básica de las ciencias y las técnicas 
            sociales", el ama de llaves de economistas, demógrafos, 
            politólogos, antropólogos e incluso de historiadores 
            de espacios más anchos que el del terruño. La microhistoria no padece por falta de defensores oriundos de las 
            ciencias sociales. Abundan los abogados de fuera y de casa aunque 
            éstos debieran ser más, pues en pocos lugares como México 
            las disciplinas del pasado interesan a muchos. Los libros microhistóricos 
            tienen ya una abundante clientela en la comunidad de los científicos 
            sociales, sólo superada por el atractivo que ejercen en el 
            público común, en el pueblo raso. La rama microhistórica 
            del saber histórico es todavía más lectura popular 
            que sabia, más alimento de legos que de colegas, pero ése 
            es otro cuento. Para la presente ponencia ya es hora de LA CONCLUSIÓNO epílogo. Concluyo con el resumen de lo dicho de tres términos: 
            terruño, microhistoria y ciencia social. De las instancias que utiliza el mexicano en su presentación 
            (nombre propio, apellido familiar, la matria o el terruño donde 
            nació, la región que lo engloba, la entidad federativa 
            o la patria) aquí hemos esbozado la del terruño, que 
            podría llamarse matria, pero que ordinariamente se denomina 
            patria chica, parroquia, municipio y tierra. El terruño es 
            dueño de un espacio corto y un tiempo largo. El común 
            en la República Mexicana empieza en el siglo  
 
 *Ponencia presentada en el XLV Congreso de Americanistas celebrado en Bogotá, Colombia, del 1o. al 6 de Julio de 1985.  | 
    
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