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          La batalla de Molino del Rey demostró plenamente todo
          el poder de resistencia de que eran capaces las tropas mexicanas, dirigidas
          con acierto, entereza y valor... Jornada fue aquella que costó
          al enemigo torrentes de sangre y varios elementos de guerra, sin lograr
          obtener las ventajas que merecían semejantes sacrificios.
 El general Scott, corno dijimos ya, dirigió sus fuerzas contra
          el Molino del Rey y sus posiciones adyacentes, creyendo adquirir trofeos
          inestimables y gran cantidad de pólvora, en cuyo concepto, y
          deseando avanzar por la vía occidental sobre México, amagándolo
          desde el mismo Chapultepec golpe de terrible efecto moral sobre
          el ejército y la población, tuvo cruel y profundo
          desengaño al ver el tristísimo resultado de la batalla
          que le costó considerables pérdidas. Vio que en los depósitos
          de Molino del Rey y Casa Mata no había el rico material de guerra
          que creyó adquirir, ni mucho menos pudo tener con tan arriesgada
          y sangrienta conquista puntos estratégicos que compensaran la
          suma de energías vitales y pecuniarias vertidas en sus operaciones
          del 8 de septiembre y las que le precedieron.
 
 Bien sabido es que los generales Worth y Scott tuvieron agrio altercado
          porque aquél se oponía al proyecto de su general en jefe,
          juzgándolo inconducente y antiestratégico. Y efectivamente,
          poco avanzó el caudillo norteamericano después de la sangrienta
          jornada del Molino del Rey, si se tiene en cuenta que bien pudo evitar
          aquel choque general, rehuyendo las posiciones sobre las que lanzó
          sus brigadas, concretándose a tomar Chapultepec, para seguir
          sin obstáculo hasta la garita occidental de Belén.
 
 Sin embargo, para la causa mexicana la acción de armas que hemos
          referido fue uno de los últimos desastres, uno de los últimos
          eslabones trágicos de la lúgubre cadena que, tendiéndose
          de oeste a oriente, limitó las fronteras de nuestra patria, retrocediéndola
          centenares de millas al sur.
 
 Nuestras pérdidas en el Molino del Rey fueron terribles, pues
          cayeron en poder del enemigo, según sus mismos partes, más
          de 800 hombres, inclusive 51 oficiales, en su mayor parte de la brigada
          León; pero el adversario sufrió también hondamente,
          teniendo 58 oficiales y 729 soldados fuera de combate, amén de
          multitud de prisioneros y dispersos.
 
 Mas si para el enemigo esta jornada fue costosa, para nosotros tuvo
          un efecto moral decisivo, produciendo el mayor desencanto en la población
          de la capital, estremecida dolorosamente por esta catástrofe,
          no obstante que el general Santa Anna la hizo celebrar como un triunfo,
          con repiques y dianas.
 
 ¡Quería el general en jefe arrojar velos de apoteosis triunfales
          a sus postreros descalabros!
 
 ¡Y pensar que todavía el día 7, en la misma víspera,
          se convirtió en paseo y regocijamiento público la extensión
          que ocupaban el oeste de Chapultepec, los Molinos, la Casa Mata y calzadas
          de Anzures y la Verónica!... ¡Pensar que de nuevo después
          de tan inauditos desastres había sonreído la esperanza
          de victoria, tanto que la muchedumbre frenética de entusiasmo
          patriótico, saludó a Santa Anna con gloriosos vivas, redoblando
          con el griterío universal las sonoras cajas de guerra, los repiques
          de las campanas y el rimar flamígero, vibrante y bélico
          de cien trompetas y clarines!... ¡Triste apoteosis militar de
          aquel hombre siniestro que tanto había ido amontonando pesadumbres
          y atroces infortunios sobre la patria!
 
 
 ¡Traición! ¡Traición! ¡Traición!...
 
 Resurgía la fatídica palabra, vibrando en todas las clases
          sociales con chasquidos de látigo vengador que azotara vergonzosamente
          encorvadas espaldas de esclavos.
 
 ¿Por qué, por qué no había cargado la caballería?
          se preguntaban peritos y profanos en el arte de la guerra,
          ¿por qué Santa Anna desguarnecía siempre las líneas
          que iban a ser atacadas, y cuando estallaba el conflicto no iba en auxilio
          de los angustiados combatientes, o cuando lo hacía era para llegar
          tarde como en esta batalla a cuyo campo se dirigió a la cabeza
          del 1er regimiento ligero, acudiendo sólo a presenciar
          los estragos de la infausta rota del bosque de Chapultepec?...
 
 Habiéndose retirado los norteamericanos a Tacubaya dejando destacamentos
          en las posiciones conquistadas, con artillería ligera y gruesa
          para batir el bosque y lo alto del cerro, siguióse un duelo de
          artillería entre la suya y la nuestra, que contestaba dignamente
          desde la almenada corona del castillo. Pero al fin los enemigos tuvieron
          que abandonar el campo, hostigados por nuestros fuegos.
 
 Del 8 al 11, el ejército norteamericano se concretó a
          reorganizarse, haciendo aprestos desde su cuartel general que estaba
          en Tacubaya, para dar un vigoroso asalto contra el poniente de la ciudad
          de México. Las tropas enemigas de Tlalpan, Churubusco y Coyoacán
          reforzaron en parte a las de San Ángel y Tacubaya y las avanzadas de
          las lomas, mientras otras fracciones tenían orden de hacer una
          demostración de ataque sobre las garitas de San Antonio Abad
          y la Candelaria.
 
 El general Scott, después de haber hecho reconocimientos importantes
          por las regiones del sur de la ciudad, se decidió a efectuar
          el ataque, principalmente por el oeste, apoderándose de la altura
          de Chapultepec.
 
 Con este objeto hizo instalar cuatro baterías para que bombardearan
          el castillo hasta destrozarlo, produciendo terrible efecto moral entre
          sus defensores. La primera, compuesta de dos piezas de dieciséis
          y un obús de ocho pulgadas, se instaló en la hacienda
          de la Condesa para batir el sur del castillo; defendiendo sus fuegos
          al mismo tiempo la calzada de Tacubaya y Chapultepec. La segunda, constituida
          de un cañón de veinticuatro y un obús de ocho pulgadas,
          se situó en la loma del Rey, frente al ángulo sureste
          del fuerte; colocándose, la tercera, con un cañón
          de dieciséis y un obús de ocho pulgadas, a doscientos
          cincuenta metros de los molinos; mientras la cuarta, con un grueso obús
          de diez pulgadas, quedó abrigada dentro del mismo edificio del
          Molino.
 
 A estos elementos esenciales que para efectuar el bombardeo acumuló
          el adversario al poniente y sur del castillo, hay que agregar numerosa
          artillería de reserva, compuesta en su mayor parte de nuestros
          mismos cañones de sitio y plaza arrebatados en Cerro Gordo, Churubusco
          y Padierna, sostenido todo este apresto por densas líneas de
          infantería, cubiertas, por baterías ligeras y Exploradores
          ligeros a caballo.
 
 Hábilmente engañó Scott a Santa Anna, haciéndole
          creer que intentaría el ataque por el sur de México, enviando
          a la división Quitman de Coyoacán a unirse con la de Pillow,
          de día, amenazando las garitas meridionales; pero con orden
          de estos jefes de volver, en la noche, con el mayor sigilo y
          silencio a Tacubaya, donde estaba el cuartel general norteamericano.
 
 El general Twiggs con la brigada Rayler y dos baterías de campaña
          quedaron ante dichas garitas en actitud amenazadora.
 
 Nuestro general presidente cayó en el lazo, y al instante que
          supo lo de las maniobras enemigas contra el sur de la población,
          retiró fuerzas de Chapultepec y otros puntos para engrosar sus
          reservas, dirigiéndose con ellas hacia San Antonio Abad, Niño
          Perdido y la Candelaria.
 
 Al amanecer del día 12, las baterías norteamericanas rompieron
          sus fuegos sobre el bosque y el castillo, produciendo espantosos estragos,
          y después de que aquéllas rectificaron sus punterías
          pudieron al fin enviar con el más terrible éxito sus cohetes
          a la Congréve, sus granadas y sus bombas de hierro...
 
 Chapultepec apenas estaba defendido por muy ligeras obras de fortificación:
          en el exterior un hornabeque en el camino que va a Tacubaya. En la puerta
          de la entrada oriental: un parapeto, y en la cerca débil e impropia
          como defensa militar, que entonces rodeaba el bosque por la parte sur,
          se construyó una flecha, abriéndose en torno un foso de
          siete metros de profundidad. Éste debía rodear todo el
          bosque; pero semejante obra, como otras muchas que se empezaron a ejecutar
          en una posición que debió haber llamado poderosamente
          la atención de Santa Anna ante un enemigo que tan bien demostraba
          su designio de atacar la capital por el oeste, no quedó terminada,
          y apenas si se colcocaron tablones y morillos cavándose al derredor
          algunas cortaduras entre zanja y zanja. Otras flechas tendiéronse
          al poniente y al pie del cerro, colocando fogatas y trampas en combinación,
          por el trayecto que se suponía siguieran las columnas asaltantes.
 
 El recinto del edificio pomposamente llamado castillo se rodeó
          en gran parte con parapetos de sacos a tierra y revestimientos de madera,
          ramajes y adobes, blindándose los techos que cubrían los
          dormitorios del Colegio Militar y los principales depósitos.
 
 Apenas siete piezas de artillería defendían esta posición
          tan descuidada, en suma, por Santa Anna: dos de veinticuatro, una de
          ocho, tres de campaña de cuatro y un obús de sesenta y
          ocho.
 
 Era el jefe del punto el ilustre y beneméríto general
          don Nicolás Bravo, quien tenía como segundo al general
          Mariano Monterde, contando con una guarnición de tropas bisoñas
          y desmoralizadas, que a la hora del conflicto sumaban unos 800 hombres,
          los que se distribuyeron en las obras del bosque y en la propia defensa
          del edificio, en lo alto del cerro.
 
 En vano el general Bravo hizo ver a Santa Anna lo peligroso que era
          abandonar la posición al cuidado de tropas reducidas y de mala
          calidad (contingente de reclutas indígenas de varios estados),
          a los que no se supo o no se pudo, o tal vez no se quiso, ni se intentó,
          hacer penetrar en sus conciencias la fe patriótica, enderezando
          el viejo temple heroico de su raza hacia el denuedo provechosísimo
          de una gran resistencia ante el invasor.
 
 Al amanecer del día 12, las baterías norteamericanas principiaron
          el bombardeo sobre el bosque y el llamado castillo, contestando sus
          fuegos muy escasamente nuestra pobre artillería.
 
 Al principio fueron nulos los efectos de los primeros disparos dirigidos
          contra el fuerte; pero muy pronto los jefes ingenieros del enemigo rectificaron
          sus punterías, y durante todo el día cayó sobre
          Chapultepec una lluvia de granadas, bombas y cohetes a la Congréve,
          produciendo estragos espantosos en el material de las fortificaciones
          y en la escasa tropa que las guarnecía. Hubo necesidad de retirar
          gran parte de ella para que no sufriera impunemente tan mortíferos
          fuegos, colocando tras del cerro, hacia el oriente, a todos los defensores
          que no pertenecían a la artillería y a los no empleados
          en las obras de defensa. El enemigo mantuvo en el aire una bomba, en
          toda la jornada del día 12, terminando la actividad de sus baterías
          al oscurecer.
 
 En la noche, mientras el general Nicolás Bravo urgía con
          desesperación, como ya indicamos, por que se reforzaran las tropas
          de su mando con parte de las reservas intactas que Santa Anna llevaba
          de un extremo a otro de la ciudad y sus contornos, sin que, por supuesto,
          el jefe del punto fuera atendido, el general Scott combinaba sus últimas
          evoluciones que debían preparar el asalto de Chapultepec.
 
 Apenas se inició la terrible noche del 12 al 13, cuando se comprendió
          en un instante los desastres ocasionados por el bombardeo, el que, según
          el plan del enemigo, había desmantelado cuanto pudiera servir
          para operar una resistencia, si no imposible de ser domada, al menos
          gloriosa para nuestras armas y costosísima para el asaltante.
 
 A última hora se efectuaron las reparaciones más urgentes,
          aprovechando las tinieblas, no sin que entre tanto desertaran reclutas,
          indígenas incapaces de comprender la trascendencia y la ignominia
          de su acción frente al enemigo, atribulados y desmoralizadísimos
          como estaban, y sobre todo sin que hubieran surgido voces inteligentes
          y patrióticas que les hiciesen luz en sus pobres cerebros ensombrecidos.
 
 Algo reanimó el general abatimiento en aquella noche, la presencia,
          a lo lejos, de una fuerza del Estado de México que llegaba a
          reforzar las del Valle, al mando del mismo gobernador don Francisco
          M. Olaguíbel, perseguida por algunos escuadrones norteamericanos
          qué no se atrevían a atacarla.
 
 Aquellas tropas, unidas a ciertas fracciones de la caballería
          del general Álvarez, que vagaba tristemente e inútil,
          por los campos occidentales, debía de ser de un gran efecto táctico
          a retaguardia de las divisiones enemigas que, desprendiéndose
          de sus posiciones de Molino del Rey y adyacentes, irían a dar
          los fulminantes asaltos contra el quebrantado Chapultepec.
 
 Mas, por desgracia, se repitieron las mismas, las eternas faltas de
          esta lamentable campaña. Hubo órdenes y contraórdenes
          del general presidente; fatigóse a la tropa sin resultado práctico:
          tras mil evoluciones tuvo que entrar aquel auxilio del Estado de México
          a la capital, lo mismo que las reservas y el pomposo estado mayor del
          general Santa Anna.
 
 Para cooperar a la defensa del castillo, se dispusieron en la falda
          del cerro, por la parte oeste que era entonces la más accesible,
          unas fogatas de barrenos de pólvora, que no llegaron a encenderse
          por no bajar a tiempo el teniente de artillería encargado de
          hacerlas estallar.
 
 Al amanecer del día 13, el enemigo principió más
          activo que el día anterior el bombardeo, desde las posiciones
          de Molino del Rey y la batería del sur. A las seis de la mañana,
          el general Bravo comunicó al ministro de la Guerra la deserción
          de gran parte de sus tropas, desmoralizadísimas por los estragos
          y sangre que causara la artillería enemiga, encareciendo la necesidad
          de que se cambiara su fuerza por cualquiera otra en diferentes circunstancias.
          Santa Anna insistió en no enviarle auxilio alguno hasta la hora
          del asalto.
 
 Entonces Bravo, sabiendo que la brigada de reserva del general Rangel
          se hallaba al oriente muy inmediata, solicitó de éste
          algún refuerzo, pero se le contestó que no era posible
          sin orden del general presidente.
 
 A las nueve de la mañana, el enemigo lanzó sobre el bosque
          tres columnas de asalto, una por la parte occidental y las otras a derecha
          e izquierda, llevando a su frente secciones de zapadores con palas,
          barretas, hachas y escalas.
 
 Los norteamericanos avanzaron con resolución, haciendo a trechos
          certeras descargas de rifle sobre los parapetos del bosque, donde nuestros
          escasos soldados respondieron con su fusilería a los gritos de
          ¡viva México! Al llegar a ellos trabóse desesperada
          refriega al arma blanca, mas los defensores fueron arrollados por el
          impulso de aquella masa superior erizada de bayonetas penetrando al
          bosque las columnas. En estos instantes el general Santa Anna, no obstante
          el último aviso apremiante de Bravo, se contentó con enviar
          por todo refuerzo al castillo, al batallón de San Blas al mando
          del bizarro teniente coronel Santiago Xicoténcatl.
 
 Esta fuerza no tuvo tiempo de subir al castillo; pero su jefe, con admirable
          denuedo y energía, la tendió entre el bosque, oponiéndose
          al desemboque de las columnas asaltantes, rompiendo al punto sus fuegos
          sobre ellas. Entretanto, otra sección norteamericana se dirigía
          hacia el norte, amagando la calzada de Anzures, con el intento de llamar
          la atención de nuestro general en jefe que se encontraba con
          la brigada Lombardini y el batallón Hidalgo en la calzada de
          Belén. Otra demostración semejante efectuaba al mismo
          tiempo el enemigo sobre la calzada de la Condesa.
 
 Y he ahí a Santa Anna dando órdenes y contraórdenes
          a sus fuerzas de reserva, mandándolas de un lado a otro, inútilmente,
          mientras el verdadero asalto sobre el castillo desarrollaba en el bosque
          espantosa tragedia de sangre y fuego; mientras el batallón San
          Blas, rodeado por enemigos superiores, caía épicamente
          al pie del cerro, muriendo la mayor parte de sus oficiales y soldados,
          lo mismo que su valiente jefe, cuyo nombre célebre, Xicoténcatl,
          quedó otra vez inmortalizado... Bajo la alta bóveda de
          los viejos ahuehuetes, en medio de una aureola de fuego, nubes de pólvora,
          relámpagos de sables y bayonetas, cae el héroe envuelto
          en su bandera atravesado por veinte balas, gritando: ¡Viva México!
 
 El enemigo subió por la rampa y por las partes practicables,
          aprovechándose de las asperezas, rocas y arbustos del cerro,
          para hacer fuego tras ellos, en tanto que de las defensas que rodeaban
          el castillo brotaban las descargas de sus defensores, deteniendo a los
          asaltantes. Reforzados éstos por nuevas tropas, llegaron bajo
          una granizada de plomo hasta el edificio que coronaba la altura, donde
          todavía encontraron heroica resistencia en los alumnos del Colegio
          Militar, quienes tuvieron la gloria espléndida de ser los últimos
          que hicieron morder el polvo al invasor en aquella jornada.
 
 Éstos, no obstante la orden de retirarse que les había
          dado el general Bravo, prefirieron morir con honra, y desde que aparecieron
          a su alcance los enemigos estuvieron haciendo fuego desesperadamente,
          y cuando cayó la mayor parte del Colegio se retiraron con algunos
          soldados al jardín que quedaba sobre el velador, donde fueron
          hechos prisioneros.
 
 ¡Eterna es la gloria de aquellos niños héroes que
          admiraron al enemigo con su entereza de bronce honrando la bandera de
          su patria y sellando con luz de sol luz roja de crepúsculo
          trágico, luz roja como su sangre la leyenda del augusto
          Chapultepec!
 
 ¡Qué noble orgullo para los jóvenes alumnos del
          Colegio Militar de México iniciarse en la bizarra carrera de
          las armas en una academia cuya historia esplende con tan sublime página!
          ¡Qué aliento para seguir a través de catástrofes
          y obstáculos, recordando el sacrificio de los valientes niños!
 
 Murieron defendiendo el último reducto del Colegio Militar los
          siguientes alumnos cuyos nombres no debemos olvidar nunca: teniente
          Juan de la Barrera, y los subtenientes Francisco Márquez, Fernando
          Montes de Oca, Agustín Melgar, Vicente Suárez y Juan Escutia;
          y siendo heridos el subteniente Pablo Banuet y los alumnos de fila Andrés
          Mellado, Hilario Pérez de León y Agustín Romero.
          Quedaron prisioneros con el general Monterde, director del Colegio,
          los capitanes Francisco Jiménez y Domingo Alvarado; los tenientes
          Manuel Alemán, Agustín Díaz, Luis Díaz,
          Fernando Poucel, Joaquín Argaiz, José Espinosa y Agustín
          Peza, y los subtenientes Miguel Poucel, Ignacio Peza y Amado Camacho,
          con el sargento Teófilo Nores, el cabo José Cuéllar,
          el tambor Simón Álvarez, el corneta Antonio Rodríguez,
          y 37 alumnos de fila.
 
 Tomado el castillo, hecho prisionero su jefe, el general Bravo, llegaron
          nuevas fuerzas norteamericanas a la posición, que eran las que
          habían atacado vigorosamente a la derecha de la línea
          organizada por Santa Anna y que sostuvieron reñidos combates
          por entre el acueducto y la calzada. La brigada del general Rangel resistió
          el choque hasta que, empujada por enemigo superior, tuvo que ceder,
          abandonando su reducida artillería, retirándose a las
          garitas de la capital.
 
 El enemigo quedó, pues, nuevamente victorioso en estos últimos
          combates, no sin que su triunfo le costara sangrientos sacrificios,
          perdiendo la quinta parte de su fuerza, dejando bajo las hermosas enramadas
          de Chapultepec ensangrentada, muerta o herida la flor magnífica
          de su oficialidad.
 
 ¡Y también quedaron bajo el antiguo bosque de Moctezuma
          y Netzahualcóyotl, aquellos radiantes jóvenes mexicanos
          alumnos del Colegio Militar, eternamente glorioso en los anales
          patrios sucumbiendo en la refriega heroica, de cara al deber,
          mirando al cielo!...
 
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