NÁUFRAGO de mi propio sueño,  
        como si transportara en la flor de los labios  
        el silencio desnudo,  
        más que la sangre muda de hospital  
        muerta en el abandono;  
        con la tristeza del que viaja  
        por un aire sin viaje,  
        reducido al silencio  
        bajo un olor de rosa no pensada,  
        cuando el jardín no sabe  
        si la flor es un sueño  
        o la esperanza presentida;  
        fijo en mis latitudes  
        con el límite sueño entre las manos,  
        en su cauce la sangre detenida  
        y el temor de que llegue hasta mi tacto  
        la presión más efímera  
        o la más fina flor ya derribada;  
        límite y carne, sueño ilimitado  
        bajo la sábana, tan blanca,  
        por la que corre sangre  
        como la vena rota  
        en la piel de una virgen;  
        amigo de mí mismo  
        igual al hombre que presiente  
        la altura de su sombra  
        a la hora del último camino,  
        cara al ángel que viaja hacia mi encuentro  
        con la blancura íntima del niño aún no nacido,  
        me recuesto en mis venas  
        doloroso y sediento, sin mis nervios  
        ni el recuerdo inicial,  
        aquel primer encuentro con la muerte  
        tan clara, pura y sombra.  
         Siento que un mar lejano,  
          hundido como puerto bajo niebla,  
          hasta mí llega, cuando poso mi mano ávida  
          sobre el temor de mi sombría piel,  
          igual que un río inmóvil camina por los campos,  
          y de la sombra de mi aliento,  
          lento y desnudo, fiel a mi destino,  
          con mi sangre en el hielo,  
          más fría que la estatua bajo el agua,  
          con el frío en las manos  
          y la desnuda voz enmudecida,  
          hacia mi sombra vuelvo,  
          retorno a mi naufragio.
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