LLUEVE. Del sol glorioso 
          los rayos fulgurantes 
          refléjanse en el agua, 
          cual sobre níveo tul. 
         
         Topacios encendidos 
          y diáfanos brillantes 
          desfilan temblorosos, 
          rayando el cielo azul. 
         
         El oro de la tarde, 
          bañado por la lluvia, 
          inunda todo el éter 
          espléndido y triunfal; 
          sacude sobre el campo 
          su cabellera rubia 
          para empaparlo en gotas 
          de fúlgido cristal. 
         
         La aldea allá a lo lejos, 
          detrás del sembradío, 
          del impalpable velo 
          que cúbrela, a través, 
          su blanca torre muestra 
          su alegre caserío, 
          enamorada siempre 
          del aire montañés. 
         
         Se escapan del ardiente 
          fogón de los jacales 
          penachos criniformes 
          de cándido algodón, 
          que luego desmenuzan 
          los vientos boreales, 
          prendiéndolos al pico 
          más alto del peñón. 
         
         Agita gravemente 
          sobre la verde falda 
          sus cien robustos brazos 
          el índico nopal, 
          que siente coronarse 
          sus pencas de esmeralda 
          por tunas cremesinas 
          de grana y de coral. 
        
         Para pintar las cumbres 
          el sol, divino artista, 
          aglomeró colores 
          de audaz entonación: 
          azul de lapislázuli, 
          violáceo de amatista 
          y rojo flameante 
          de ardiente bermellón. 
         
         La lluvia, que gotea 
          en perlas virginales, 
          enciende más los vivos 
          matices de la luz; 
          el sepia en los troncones, 
          el flavo en los jacales 
          y el glauco en la colgante 
          melena del sauz. 
         
         Son carne las canteras, 
          las lajas obsidiana, 
          es mármol y alabastro 
          la aguja del crestón, 
          y son gigantes bloques 
          de tersa porcelana 
          los riscos de la sierra 
          que descuajó el turbión. 
         
         La tarde va cayendo, 
          y aún llueve. Ya reclina 
          el sol en la montaña 
          su coruscante sien; 
          con ópalos y perlas 
          esmalta la colina, 
          irisa los picachos 
          con ópalos también. 
         
         El iris, sobre el cielo 
          que el sol poniente dora, 
          estalla en luminosa 
          polícroma explosión; 
          de rosa y amarillo 
          las cúspides colora 
          y canta en el espacio 
          la universal canción. 
         
         Tendido tras la sierra, 
          cruzado por las gotas 
          de la sonante lluvia 
          que cae sin cesar, 
          es una lira etérea 
          de cristalinas notas 
          que se oye con los vientos 
          unísona vibrar. 
         
         Aún llueve. El sol oculta 
          su agonizante disco, 
          dejando un horizonte 
          perlino y flor de lis. 
          Se van desvaneciendo 
          la cúpula, y el risco, 
          y el sauce, sobre un vago 
          y enorme fondo gris. 
         
         A los arroyos mansos 
          el agua pura y fresca 
          desciende borbollante 
          del limpio manantial; 
          se quiebra con las gotas 
          que en danza hechiceresca 
          palpitan, bullen, saltan 
          sobre el azul cristal. 
         
         Y en torno del pantano 
          que a poco se ennegrece, 
          bajo la red hojosa 
          que el saucedal tejió, 
          el fuego fatuo corre, 
          fulgura, palidece, 
          travieso duendecillo 
          que el fósforo engendró. 
         
         ¡Oh lluvia alegre y buena! 
          Tras tu fulgente velo, 
          ebria de luz y vida, 
          ve el alma aparecer 
          el aire alborozado, 
          y esplendoroso el cielo, 
          y el campo rebosante 
          de amor y de placer. 
         
         Y puede, tras tus gasas 
          flotantes y ligeras, 
          mirar, allá a lo lejos, 
          el labrador feliz, 
          cubiertas las campiñas 
          de blondas sementeras, 
          repletos los graneros 
          de trigo y de maíz. 
         
         ¡Oh lluvia, no decrezcas!, 
          fecunda las simientes 
          que bajo el hondo surco 
          ya germinando están; 
          que son tus diminutos 
          aljófares lucientes 
          para los campos, gloria; 
          para los pobres, pan.
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