CANTO PRIMERO 
		Idilio 
		I 
                   ES LA suprema floración del año. 
                      Ya la niebla no oculta los bohíos 
                      y los nidos del bosque, ayer vacíos, 
                      están llenos de pájaros ogaño.
  
                    Los vernales deshielos, como un baño, 
                      el valle inundan en raudales fríos, 
                      donde llenan sus ánforas los ríos 
                      y beben las bandadas y el rebaño.
  
                   Ya de la sierra en el crestón gigante 
                      desbaratóse el gélico turbante 
                      que el invierno formó con sus neblinas,
  
                   y sobre el cielo azul, cuando atardece, 
                    la sarta de las grullas desparece 
                    y flotan las primeras golondrinas. 
                     
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				II 
                  Estremécese el aura tremulenta 
                      y la tierra, a los húmedos halagos, 
                      sigue, ya sin temor a más estragos, 
                      su fecunda labor, constante y lenta.
  
                     Doquier la vida su vigor ostenta: 
                      festonea las lilas y los dragos, 
                      hace brotar los mustios jaramagos, 
                      hincha la yema y el botón revienta.
  
                    Al tronco de los árboles se prende 
                      de la hiedra la azul y verde malla, 
                      que en el bardal su pabellón extiende.
  
                    Y, empapada del éter en las ondas, 
                    del sol al fuego, la campiña estalla 
                    en explosión de pétalos y frondas.
  
					
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                    III 
                    En los collados y en la selva inculta 
                      del maternal amor se muestra el celo: 
                      oye el ave el reclamo, deja el cielo 
                      y acude al nido que el ramaje oculta.
  
                    Entre las hojas de la encina adulta 
                      se siente el ensayar del primer vuelo, 
                      y en el pico de rosa del polluelo 
                      su pico de ámbar la torcaz sepulta.
  
                    Muge la vaca en tanto que se aleja 
                      la cría por las quiebras del camino 
                      y, al blando son de la amorosa queja,
  
                    tiembla, cual amapola sobre el lino, 
                    la roja lengüecilla de la oveja 
                    del cordero en el blanco vellocino.
  
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                    CANTO SEGUNDO 
					Epitalamio 
          			I 
             Resplandece la bóveda infinita 
                      con el fuego abrasante del verano 
                      y, en la inmensa extensión, el soberano 
                      elemento prolífico palpita.
  
                    La vida, como el alma de Afrodita, 
                      todo lo enciende: al hongo en el pantano, 
                      al ave y al cuadrúpedo en el llano 
                      y en el huerto a la humilde bellorita.
  
                    Exhalan sus aromas penetrantes 
                      el apio y la silvestre madreselva 
                      y el laurel odorífero retoña.
  
                    Y al balar de los hatos trashumantes, 
                    en lo más escondido de la selva 
                    tañe Pan su dulcísima zampoña.
  
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                    II 
                    Son las bodas campestres de las flores. 
                      Al beso del amor, antes latente, 
                      estremece sus ondas el ambiente, 
                      írguense los estambres tembladores.
  
                    Se impregnan los insectos zumbadores 
                      en el polen de oro refulgente 
                      y al par le lleva en su regazo ardiente 
                      el viento grácil esparciendo olores.
  
                    ¡Oh céfiro!, ¡oh abeja!, ¡oh mariposa!, 
                      ¡con qué ansiedad tan pudibunda espera 
                      vuestra llegada la naciente rosa!
  
                    Posad sobre su cáliz que el deseo 
                    desflora, mientras canta Primavera 
                    los eróticos cantos de Himeneo.
  
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                    III 
                      Todo, al soplar las brisas tropicales, 
                      mueve la sangre y todo a amar provoca. 
                      Naturaleza entera es una boca 
                      donde palpitan besos inmortales.
  
                    Requiébranse en la rama los turpiales 
                      lanzando su canción alegre y loca 
                      y, en la cortante arista de la roca, 
                      se acarician las águilas reales.
  
                    Tálamo de las tiernas golondrinas 
                      es el aire, del tigre la espelunca, 
                      del triscador ganado las colinas... 
               
                    Nada tu fuerza poderosa trunca, 
                    pues, renaciendo tú de las ruinas 
                    ¡oh fecundante Amor, no mueres nunca!
  
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                    CANTO TERCERO 
                  Elegía 
				 I 
                  En la intrincada senda, y en el rojo 
            peñón, y en la monótona llanura, 
                      no queda ya ni un resto de verdura, 
                      ni una brizna de hierba ni un abrojo.
  
                    Tan sólo cuelga su último despojo 
                      la seca hiedra, de la tapia oscura, 
                      bajo la cual el Abrego murmura 
                      y crujen las hacinas del rastrojo. 
               
                    Viene la tarde cenicienta y fría 
                      y una desolación abrumadora 
                      se extiende sobre el monte y la alquería. 
               
                    Nada se oye vivir. Sólo en la hora 
                    del declinar tristísimo del día, 
                    la parda grulla en el erial crotora.
  
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                    II 
                  Qué tristeza tan honda en el paisaje! 
                      Del Norte frío al destructor aliento 
                      suspendióse en el campo el movimiento 
                      y gimieron los troncos y el ramaje.
  
                    Ya no hay nidos, ni cantos, ni follaje, 
                      no se escucha un murmurio ni un acento 
                      y apenas, junto al lago tremulento, 
                      se oye graznar al ánade salvaje.
  
                   En las regiones do Aquilón desata 
                      su furia y con fragor se precipita, 
                      sin cesar, sin cesar escarcha y llueve;
  
                    mientras inmensamente se dilata 
                    desesperante, trágica, infinita, 
                    la sepulcral blancura de la nieve.
  
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                    III 
                     Si tan helada soledad impera 
                      en el mar, en la tierra y en el cielo, 
                      si ya no corre el límpido arroyuelo 
                      ni se mece el rosal en la pradera,
  
¡ah! no pensemos que la vida muera: 
                      amortajada con su blanco velo, 
                      bajo la opaca crústula del hielo 
                      una inmortal resurrección espera.
  
                    Mas ¿quién puede escuchar las misteriosas 
                      voces que eleva en místico murmullo 
                      el más oculto seno de las cosas?
  
                    Nada sucumbe: el escondido germen, 
                    la crisálida envuelta en su capullo, 
                    la célula y el grano... ¡todos duermen!
 
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