XII. De la marcha del Almirante de Portugal y de las pláticas que tuvo con los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel

Dejando ahora de contar lo que Bartolomé Colón había negociado en Inglaterra, volveré al Almirante, quien, a fines del año 1484, salió en secreto con su hijito Don Diego, de Portugal, por miedo a que se lo impidiese el rey, pues conociendo éste cómo le habían fallado los que había enviado con la carabela, quería volver a su gracia al Almirante y tratar de nuevo de su empresa; pero como no empleó en ello la misma presteza que el Almirante empleó para marcharse, perdió la ocasión, y el Almirante entró en Castilla a probar la suerte que le estaba aparejada.

Habiendo, pues, dejado a su hijo en un monasterio de Palos, llamado la Rábida,32[Nota 32]fue con presteza a la corte de los Reyes Católicos, que estaba entonces en Córdoba, donde por ser persona afable y de dulce conversación, hizo amistad con aquellas personas en las que encontró mejor acogida y mayor gusto de su empresa y que era más a propósito para persuadir a los reyes a que la aceptasen. Entre los cuales estaba Luis de Santángel, caballero aragonés y escribano de ración de la casa real, hombre de mucha autoridad y prudencia. Pero como el asunto debía tratarse más con fundamento de doctrina que con palabras o favores, Sus Altezas lo encomendaron al prior del Prado, que después fue arzobispo de Granada,33[Nota 33]ordenándole que junto con los peritos en cosmografía informasen de ello por extenso y luego les comunicasen su opinión.

Como en aquellos tiempos no había tantos cosmógrafos como hay ahora, los que se reunieron no entendían lo que debían, ni el Almirante se quería dejar entender del todo, por temor a que le ocurriese lo mismo que en Portugal, y se le alzasen con el santo y la limosna. Por lo cual las respuestas e información que dieron los cosmógrafos a Sus Altezas fueron tan diversas como lo eran sus ingenios y pareceres. Algunos decían que si al cabo de tantos millares de años que Dios había creado el mundo, tantos y tantos sabios y entendidos en las cosas de la mar no habían tenido nunca conocimientos de semejantes tierras, no era verosímil que el Almirante supiese más ahora que todos los pasados y presentes. Otros, que se apoyaban más en la cosmografía, decían que el mundo era de tan inmesa magnitud que no era creíble que bastasen tres años de navegación para llegar al fin del Oriente, adonde él quería navegar; y para confirmar su opinión aducían la autoridad que Séneca relata en una de sus obras, por vía de disputa, diciendo que muchos sabios estaban en desacuerdo acerca de la cuestión de si el Océano era infinito, y dudaba que pudiese ser navegado, y aun cuando fuese navegable, si de la otra parte se encontrarían tierras habitables y si se podría ir a ellas. A estas cosas añadian que de esta esfera inferior de agua y de tierra no estaba poblado más que un casquete o pequeña faja, que nuestro hemisferio quedó encima del agua, y que todo lo demás era mar, y que no se podía navegar ni recorrer sino cerca de las costas y riberas. Y que cuando los sabios concediesen que se pudiera llegar al fin del Oriente, concederían también que se pudiese ir desde el fin de España al extremo Occidente. Y otros disputaban sobre esto, como ya lo habían hecho los portugueses sobre la navegación a Guinea, diciendo que si alguno se alejase para hacer rumbo derecho del Occidente, como decía el Almirante, no podía regresar a España, por la redondez de la esfera. Pues tenían por certísimo que todo aquél que saliese del hemisferio conocido por Ptolomeo andaría hacia abajo, y después le sería imposible dar la vuelta, afirmando que esto sería casi lo mismo que subir a lo alto de un monte. Lo que no podrían hacer los navíos ni siquiera con grandísimo viento.

Aunque a todas estas objeciones el Almirante diese conveniente resolución, cuanto más eficaces eran sus razones, tanto menos las entendían a causa de su ignorancia. Pues cuando uno envejece con escaso fundamento en las matemáticas, no puede ya alcanzar la verdad, por las reglas falsas grabadas desde un principio en su mente. Finalmente, todos ellos se atenían al proverbio castellano que, en aquello que no parece razonable, suele decir "duda San Agustín", porque dicho santo, en el capítulo IX del libro XXI de la Ciudad de Dios tiene por imposible pasar de un hemisferio a otro; y se apoyaban contra el Almirante en aquellas fábulas que se dicen de las cinco zonas y en otras mentiras que tenían por muy verdaderas; y se resolvieron a juzgar la empresa por vana e imposible y que no convenía a la gravedad y alteza de tan grandes príncipios actuar a base de informaciones tan débiles.

Por lo cual, después de haber gastado mucho en este asunto, Sus Altezas respondieron al Almirante que estaban ocupados en muchas otras guerras y conquistas, y especialmente en la de Granada, que entonces llevaban a cabo, y que no tenían vagar para atender a una nueva empresa; pero que con el tiempo se encontraría mejor oportunidad para examinar y entender lo que el Almirante les ofrecía. Y en realidad los reyes no quisieron prestar atención a las grandes promesas que el Almirante les hacía.

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