XIV. De cómo el Almirante volvió al campo de Santa Fe y se despidió de los Reyes Católicos sin haber llegado a ninguna resolución con ellos

Partido, pues, el Almirante del monasterio de la Rábida, que está cerca de Palos, junto con Fray Juan Pérez, al campamento de Santa Fe, donde por entonces estaban los Reyes Católicos para sitiar Granada, dicho fraile informó a la reina y le hizo tantas instancias, que Su Majestad accedió a que se volviese a discutir de nuevo el descubrimiento. Como el parecer del prior del Prado y de sus secuaces le era contrario, y por otra parte el Almirante demandaba el almirantazgo, el título de virrey y otras cosas de grande estimación e importancia, le pareció cosa recia concedérselas. Como quiera que, saliendo verdadero lo que proponía, estimaban en mucho lo que demandaba; y resultando lo contrario, les parecía ligereza el concederlo; de lo que resultó que el negocio se convirtió en humo.

No dejaré de decir que yo estimo grandemente el saber, el valor y la previsión del Almirante, porque siendo tan desventurado en esto, y estando tan deseoso como he dicho de permanecer en estos reinos, reducido en aquel tiempo a un estado en el que con cualquier cosa debía de contentarse, fue animosísimo en no querer aceptar sino grandes títulos y estado, pidiendo tales cosas que, si hubiese previsto y sabido con seguridad el fin venturoso de su empresa, no habría podido pedir ni negociar mejor ni más gravemente de como lo hizo. De modo que por fin hubo que concederle cuanto pedía, esto es, el ser almirante de todo el mar Océano, con los títulos, prerrogativas y preminencias que tenían los almirantes de Castilla en sus jurisdicciones; y que en todas las islas y la tierra firme fuese virrey y gobernador con la misma autoridad y jurisdicción que se les concedía a los almirantes de Castilla y León; que los oficios de la administración y justicia en todas las dichas islas y tierra firme fuesen en absoluto provistos y removidos a su voluntad y arbitrio; que todos los gobiernos y regimientos se debiesen dar a una de las tres personas que él nombrase; y que en cualquier parte de España donde se traficase y contratase con las Indias, él pusiese jueces que resolviesen sobre aquello que a tal materia perteneciera. En cuanto a las rentas y utilidades, además de los salarios y derechos propios de los susodichos cargos de almirante, virrey y gobernador, exigió la décima parte de todo aquello que se comprase, permutase, hallase o rescatase y estuviese dentro de los confines de su almirantazgo, descontando solamente los gastos hechos en adquirirlo: de modo que si en una isla se encontraran mil ducados, ciento habían de ser suyos. Como sus contrarios decían que él no aventuraba cosa alguna en aquel viaje más que ser capitán de una armada mientras ésta pudiese durar, pidió también que le fuese entregada la octava parte de lo que trajese a su regreso, y que él habría puesto la octava parte de los gastos de dicha armada.

Siendo estas cosas tan importantes, y no queriendo Sus Altezas concedérselas, el Almirante se despidió de sus amigos y emprendió el camino de Córdoba para disponer su viaje a Francia, porque estaba resuelto a no volver a Portugal, aunque el rey le había escrito, como se dirá más adelante.

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