El hombre en la ventana: fragmentos autobiográficos

Él me desprecia porque no me conoce. Yo desprecio sus acusaciones porque me conozco.

Varias veces he sido censurado por faltas que mi censor no tuvo el ingenio o la energía de cometer.

¿Crees que persigo lo singular porque desconozco lo hermoso? No; porque tú desconoces lo hermoso, busco lo singular.

Si al cielo le pareciera útil y necesario volverme a editar en la vida, me gustaría comunicarle algunas vanas observaciones que se refieren, sobre todo, al dibujo del retrato y al plan general.

Viví en una casa donde aprendí el sonido y el tono de cada peldaño de la vieja escalera de madera; también el ritmo al que percutía cada uno de los amigos que iba a verme. Debo confesar que temblaba cada vez que un par de pies tocaba los escalones en un tono desconocido.

En ocasiones paso ocho días sin salir de casa y vivo muy contento. Un arresto domiciliario de la misma duración me enfermaría. Si hay libertad de pensamiento, uno se mueve con ligereza en su círculo; si hay control de pensamiento, aun las ideas permitidas llegan con gesto asustadizo.

Soy inepto como censor tan sólo por el hecho de cada letra manuscrita, excepción hecha de la propia, es para mí como una traducción a un idioma que no puedo tomar a la ligera, y esto distrae siempre.

Me precipité. Lo hice con el ardor sin el cual mi vida valdría menos; pero un poco antes de dormirme me hice amargos reproches para mitigar un golpe de bastante peso moral.

¡Ah, cuántas veces me habré confesado a la noche, con esperanzas de que me absuelva! ¡Y no lo ha hecho!

Me dan dolor muchas cosas que a otros sólo les dan lástima.

El cuchillo de preocupación: mensura curarum. Mi rostro es uno.

Con frecuencia he deseado encontrar un trocito de tierra a salvo de los vaivenes de la moda, la costumbre y todos los prejuicios, para observar este sistema enloquecido, así fuera por una vez y sólo de San Miguel a la Pascua, pues quisiera arriesgarme a escribir un ensayo sobre los hombres. Por desgracia, los observadores del hombre están muy mal parados; tienen más derecho a quejarse sobre la falta de un terreno firme y adecuado que los astrónomos marítimos y terrestres tomados en conjunto [...]

Una vez más me veo obligado a recordar que carezco de ínfulas de poder, aunque pudieran sonar así. Mis ideas son las de un hombre, por eso las exhibo. El filósofo conocedor del hombre no conoce la burla; tan sólo se alza de hombros cuando el sabio Swedenborg escribe que el Día del Juicio Final realmente ocurrió el 9 de enero de 1757, es decir, que ya pasó.

Tengo el corazón por lo menos un pie más cerca de la cabeza que el resto de los hombres. De ahí mi enorme equidad. Las decisiones pueden ser ratificadas cuando todavía están calientes.

A lo largo de mi vida me han otorgado tantos honores inmerecidos que bien podría permitirme alguna crítica inmerecida.

Mi hipocondría es ciertamente la capacidad de extraer en cualquier suceso de la vida, llámese como se llame, la mayor cantidad de veneno en beneficio propio.

He vuelto a comer todo lo que me está prohibido y, gracias a Dios, me encuentro tan mal como antes (no peor).

¡Si al menos una vez pudiera tomar una decisión para estar sano! Valere aude!

Mientras dura la memoria varios hombres trabajan dentro de uno mismo: el de veinte años, el de treinta. En cuanto ésta falla, uno se empieza a quedar más y más solo, las generaciones del yo se alejan y se burlan del viejo inerme. Sentí esto con gran fuerza en agosto de 1795.

La pérdida de la memoria me hizo cobrar conciencia de mi avanzada edad. Más tarde atribuí esto a la falta de práctica, luego otra vez a las consecuencias de la edad. A lo largo de toda mi vida he sentido estas oleadas de temor y esperanza.

A los 46 años empecé a observar los días más largos y los más cortos del año con un interés que sin duda es fruto de la edad. Todos las señas de obsolescencia en las cosas externas son indicadores del millaje de mi propia vida. Sin embargo, hasta la "sabiduría superior" (como me ha dado en llamarla en estos años) que implica percibir todo esto me parece sospechosa.

El 10 de octubre de 1793 le envié a mi querida mujer una flor artificial del jardín, hecha con hojas de distintos colores que el otoño tiró al suelo. Representa mi estado actual. Pero no se lo dije.

Solía hablar con gran libertad en sitios donde ponían caras piadosas y, en cambio, predicaba la virtud donde nadie más la predicaba.

Aunque mi filosofía tampoco descubra nada, al menos tiene suficiente corazón para considerar inexistentes los pensamientos establecidos.

También yo estoy despierto, amigo, y he llegado a un grado del razonamiento filosófico en que no hay más guía que el amor a la verdad: con esa luz prestada voy al encuentro de todo lo que considero un error, sin decir que me parece un error y mucho menos que es un error.

Siempre he procurado imponerme leyes que sólo entren en vigor cuando me sea casi imposible violarlas.

Hay cierto estado (bastante frecuente, al menos para mí ) en el que la presencia de una persona queridísima es tan insoportable como su ausencia, o al menos en su presencia no sentimos el placer que anticipábamos durante la insoportable ausencia.

Uno no puede estar tan feliz como cuando tiene la certeza de vivir sólo en este mundo. Mi desgracia estriba en no vivir jamás en este mundo sino en sus posibles desarrollos [...]

Cuando la historia cierre sus libros todo será bueno, no tengo la menor duda; pero mientras tanto, ¿quién puede reprocharme que también yo haga zumbar mi bajo en el concierto?

Sé que he pensado mucho más de lo que he leído; por eso ignoro muchas de las cosas que el mundo sabe. Al estar en sociedad me equivoco con frecuencia y esto me inclina a la timidez. Si pudiera decir todo lo que he reflexionado, íntegro, tal y como está en mí, no hay duda de que obtendría el aplauso del mundo, pero ciertas cosas no se pueden extirpar de un modo provechoso.

¡Ah, si pudiera abrir canales en mi cabeza para fomentar el comercio entre mis provisiones de pensamiento! Pero yacen ahí, por centenas, sin beneficio recíproco.

He notado claramente que tengo una opinión acostado y otra parado [...]

Hay que recomendar como insistencia el método de los borradores; no dejar de escribir ningún giro, ninguna expresión. La riqueza también se obtiene ahorrando verdades de a centavo.

Nada me alienta tanto como cuando he entendido algo difícil y, sin embargo, trato de entender algo menos difícil. Debo intentarlo más a menudo.

Cuando releo mis viejos cuadernos de reflexiones, a veces doy con una idea propia que me satisface. Me sorprende que una idea se pueda volver tan ajena para mí y mi sistema, y me alegro tanto como si se le hubiera ocurrido a un antepasado.

En el camino de la ciencia recorrí cien veces el mismo tramo, de ida y vuelta, como los perros que salen a pasear con sus dueños. Y cuando llegué estaba exhausto.

Tenía entonces 54 años, una edad en que —aun en los poetas— el entendimiento y la pasión empiezan a conferenciar sobre artículos de paz, y por lo general la alcanzan no mucho después.

Daría parte de mi vida con tal de saber cuál era la temperatura promedio en el paraíso.

Ya que se escribe en público de pecados secretos, me he propuesto escribir en secreto de pecados públicos.

He escrito buena cantidad de borradores y pequeñas reflexiones. No esperan el último toque sino los rayos de sol que los despierten.

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