A la gloria, a los placeres, a la grandeza, a la galantería que ocuparon los primeros años de su gobierno, Luis XIV quiso añadir las dulzuras de la amistad; pero le es difícil a un rey elegir con acierto. De los dos hombres en quienes puso mayor confianza, uno lo trató indignamente, el otro abusó de su favor. El primero fue el marqués de Vardes, confidente del rey en su amor por madame de La Vallière. Es sabido que cediendo a intrigas de la corte trató de perder a madame de la Vallière, que por la posición que ocupaba debía provocar la envidia y, por su carácter, no debía tener enemigos. Se sabe que de acuerdo con el conde de Guiche y la condesa de Soissons, se atrevió a escribir a la reina reinante una carta falsificada, en nombre de su padre, el rey de España. La carta informaba a la reina de cosas que debía ignorar, y que, de ser conocidas, servirían tan sólo para turbar la paz de la casa real. Aumentó su perfidia con la maldad de hacer recaer la sospecha sobre las personas más honradas de la corte, el duque y la duquesa de Navailles. (1665) Estas dos personas inocentes fueron sacrificadas al resentimiento del monarca engañado. La atrocidad de la conducta de Vardes se conoció demasiado tarde, y Vardes, a pesar de su crimen, apenas si fue más castigado que los inocentes acusados por él, quienes se vieron obligados a renunciar a sus cargos y abandonar la corte.
El otro favorito fue el conde después duque de Lauzun, tan pronto rival del rey en sus amores pasajeros, como su confidente; muy conocido más tarde por el matrimonio que quiso contraer a los ojos de todo el mundo con Mademoiselle, y realizado luego en secreto, a pesar de la palabra dada a su soberano.
El rey, engañado por sus elegidos, dijo que habiendo buscado amigos, encontró tan sólo intrigantes. Este conocimiento negativo de los hombres, que se adquiere demasiado tarde, le hacía decir también: "Cada vez que doy un cargo vacante, creo cien descontentos y un ingrato".
Ni las diversiones ni el embellecimiento de las casas reales y de París, ni la vigilancia de la policía del reino, cesaron durante la guerra de 1666.
El rey bailó en los ballets hasta 1670. Tenía entonces treinta y dos años. Se representó en su presencia, en Saint-Germain, la tragedia Britannicus; y quedó impresionado por estos versos:
Pour toute ambition, pour vertu singulière,
Il excelle à conduire un char dans la carrière;
A disputer des prix indignes de ses mains;
A se donner lui-même en spectacle aux Romains.
Act.IV,
esc.IV.
Desde entonces, no volvió a bailar en público; el poeta reformó al monarca. Seguía unido a la duquesa de La Vallière, a pesar de las frecuentes infidelidades cometidas por él. Estas infidelidades lo inquietaban poco. Casi no había mujeres que se le resistiesen; por lo que volvía siempre a la que, con su dulzura y su bondad de carácter, por su amor verdadero y hasta por la fuerza de la costumbre, lo había subyugado sin mañas; pero en el año de 1669, ella se dio cuenta de que madame de Montespan comenzaba a adquirir ascendiente sobre el monarca, combatió con su dulzura habitual, soportó casi sin quejarse la pena de ser largo tiempo testigo del triunfo de su rival; sintiéndose todavía feliz en su dolor, al ser mirada por el rey, a quien seguía queriendo, y viéndolo sin ser querida por él.
Por último, en 1675 tomó la decisión de las almas tiernas que necesitan sentimientos vivos y profundos que las subyuguen. Creyó que sólo Dios podía suceder en su corazón a su amado. Su conversión fue tan célebre como su ternura; se hizo carmelita en París, y perseveró. Cubrirse con un cilicio, caminar descalza, ayunar rigurosamente, cantar de noche en el coro, en un idioma desconocido, todo esto no hirió la delicadeza de una mujer acostumbrada a tanta grandeza, regalo y placeres. Vivió con esa austeridad desde 1675 hasta 1710, con el nombre de hermana Luisa de la Misericordia. El rey que castigara de esta manera a una mujer culpable sería un tirano; y, sin embargo, así se ha castigado a muchas mujeres por haber amado. Muy pocos ejemplos hay de políticos que hayan tomado resolución tan rigurosa, aunque los crímenes de la política parecen exigir mayor expiación que las debilidades del amor; pero los que gobiernan las almas apenas si mandan sobre las de los débiles.
Es sabido que cuando le fue anunciada a la hermana Luisa de la Misericordia la muerte del duque de Vermandois, hijo suyo y del rey, dijo: "Debo llorar más su nacimiento que su muerte". Le quedó una hija de todos los hijos del rey, la más parecida a su padre, que se casó con el príncipe Armand de Conti, sobrino del gran Condé.
Entretanto, la marquesa de Montespan gozaba de su favor con tanto brillo e imperio como modestia había tenido madame de La Vallière.
Mientras madame de La Vallière y madame de Montespan se disputaban el primer lugar en el corazón del rey, la corte entera se entregaba a intrigas amorosas. Hasta Louvois era sensible a ellas. Una de las amantes que tuvo este ministro, cuya dureza de carácter no parecía avenirse con el amor, fue madame Dufresnoi, mujer de uno de sus comisarios, para la cual creó un cargo en casa de la reina, valiéndose de su prestigio. La hicieron camarera, y tuvo el privilegio de entrar en la cámara del rey.
El rey favorecía los gustos de sus ministros para justificar los suyos.
Ejemplo notable del poder de los prejuicios y de la costumbre es el de que fuera bien visto que todas las mujeres casadas tuvieran amantes y no se le permitiera a la nieta de Enrique IV tener marido. Mademoiselle, después de haber rechazado a tantos soberanos, de haber tenido la esperanza de casarse con Luis XIV, quiso hacer, a los cuarenta y cuatro años, la felicidad de un gentilhombre. Obtuvo permiso de casarse con Péguilin, de la familia de Caumont, conde de Lauzun, último capitán de una de las dos compañías de los cien gentiles hombres del bec de corbin, que no existen ya, y el primero para quien el rey creó el cargo de coronel general de dragones. Había cientos de ejemplos de princesas casadas con gentileshombres: los emperadores romanos daban sus hijas a senadores; las hijas de los soberanos de Asia, más poderosos y más despóticos que un rey de Francia, se casan sólo con esclavos de sus padres.
Mademoiselle le entregaba todos sus bienes, estimados en veinte millones, al conde de Lauzun, más cuatro ducados, la soberanía de Dombes, el condado de Eu y el palacio de Orléans, llamado el Luxemburgo. (1669) No se reservaba nada para ella, entregada por completo a la idea halagadora de darle a aquél a quien quería la fortuna más grande que rey alguno haya dado a un súbdito. El contrato fue redactado: Lauzun fue por un día duque de Montpensier. Todo estaba preparado y sólo faltaba la firma cuando el rey, asediado por las argumentaciones de príncipes, ministros y enemigos de un hombre demasiado feliz, faltó a su palabra y prohibió la alianza. Había escrito a las cortes extranjeras anunciando el enlace, y volvió a escribir comunicando la ruptura. Lo censuraron por permitirlo y por prohibirlo. Lloró por hacer infeliz a Mademoiselle; pero el mismo príncipe que se había enternecido al faltar a su palabra, mandó encerrar a Lauzun, en noviembre de 1670, en el castillo de Pignerol, por haberse casado en secreto con la princesa, con la que le permitiera algunos meses antes casarse en público. Lauzun estuvo preso diez años enteros. Más de un reino hay donde el monarca no tiene este poder y quienes lo tienen son más queridos cuando no lo usan. ¿El ciudadano que no ofende las leyes del Estado debe ser castigado tan severamente por el que representa al Estado?¿No hay una gran diferencia entre desagradar al soberano y traicionar al soberano? ¿Un rey debe tratar a un hombre con más dureza de la que usaría la ley?
Los que han escrito que madame de Montespan, después de impedir el matrimonio,
irritada contra el conde de Lauzun, de quien sufrió violentos reproches, exigió
de Luis XIV esta venganza, no le hacen favor al monarca.14
Hubiera sido, a la vez, tiránico y pusilánime sacrificar a la cólera de una mujer un hombre bueno, un favorito privado por él de la mayor felicidad, y cuya única falta era la de haberse quejado demasiado de madame de Montespan. Perdónense estas reflexiones que los derechos de la humanidad provocan. Pero no habiendo cometido Luis XIV, durante todo su reinado, ninguna acción de esta naturaleza, la equidad quiere que no se le acuse de una injusticia tan cruel. Es verdad que se excedió al castigar tan severamente un matrimonio clandestino, una unión inocente, que debió más bien ignorar. Retirar su favor fue muy justo, la prisión fue demasiado dura.
A los que dudan de ese matrimonio secreto les bastará con leer atentamente las Memorias de Mademoiselle. En estas memorias leemos lo que ella no dijo. Vemos en ellas que la princesa, que se quejó tan amargamente al rey por la ruptura de su casamiento, no se atrevió a lamentarse por la prisión de su marido. Confiesa que la creían casada, pero no lo desmiente; aunque sólo hubiera escrito estas palabras: No puedo ni debo cambiar para él, serían decisivas.
Lauzun y Fouquet se sorprendieron al encontrarse en la misma prisión; sobre todo Fouquet, porque en su gloria y su poder había visto de lejos a Péguilin, entre la multitud, como a un gentilhombre de provincia sin fortuna, y cuando éste le contó que había sido el favorito del rey, y que había obtenido permiso de casarse con la nieta de Enrique IV, con todos los bienes y títulos de la casa de Montpensier, lo creyó loco.
Tras de consumirse diez años en la prisión, salió por fin, después de que madame
de Montespan comprometió a Mademoiselle a ceder la soberanía de Dombes y el
condado de Eu al duque de Maine, todavia niño, que los poseyó después de la
muerte de la princesa. Le hizo esta donación con la esperanza de que Lauzun
fuera reconocido como su esposo, pero se equivocó: el rey le permitió tan sólo
entregarle a ese marido secreto e infortunado las tierras de Saint-Fargeau y
Thiers, además de otras grandes rentas que a Lauzun le parecieron insuficientes.
Se vio reducida a ser su esposa en secreto, y sopotar desaires en público a
causa de ello. Desgraciada en la corte y desgraciada en su casa efecto
común de las pasiones, murió en 1693.15
En cuanto al conde de Lauzun, se fue a Inglaterra en 1688. Predestinado a las aventuras extraordinarias, condujo a Francia a la reina, esposa de Jacobo II, y a su hijo, todavía en mantillas. Lo hicieron duque. Mandó en Irlanda con poco éxito, y volvió con más fama, ganada por sus aventuras, que consideración personal. Lo hemos visto morir a edad muy avanzada y olvidado, como les pasa a todos aquellos a quienes les han sucedido grandes cosas, pero que no han hecho nada extraordinario,
Madame de Montespan era todopoderosa desde el comienzo de las intrigas que acabamos de referir.
Athénais de Mortemart, mujer del marqués de Montespan; su hermana mayor, la marquesa de Thianges, y su hermana menor, para quien obtuvo la abadía de Fontevrault, eran las mujeres más bellas de su tiempo, y las tres unían a esta ventaja singulares atractivos espirituales. Su hermano, el duque de Vivonne, mariscal de Francia, era también uno de los hombres más instruidos de la corte y de mayor gusto. Un día el rey le pregunto: "¿Pero para qué sirve leer?" El duque de Vivonne, robusto y con buenos colores, le contestó: "La lectura hace al espíritu lo que vuestras perdices hacen a mis mejillas".
Estas cuatro personas agradaban a todo el mundo por el giro singular de su conversación mezclada de broma, ingenuidad y sutileza, al que llamaban el espíritu de los Mortemart. Escribían todas con una agilidad y una gracia particulares. Por esto resalta la ridiculez de ese cuento, que circula de nuevo, según el cual madame de Montespan se veía obligada a hacer escribir sus cartas al rey por madame Scarron, por lo cual ésta se convirtió en su rival, y en rival afortunada.
Madame Scarron después madame de Maintenon tenía, en verdad, una mayor ilustración, adquirida por la lectura; su conversación era más dulce, más insinuante. Hay cartas suyas en las que el arte embellece la naturaleza y cuyo estilo es sumamente elegante. Pero madame de Montespan no necesitaba valerse del talento de nadie; y fue la favorita, mucho antes de que madame de Maintenon le fuera presentada.
El triunfo de madame de Montespan se hizo ostensible en el viaje que el rey hizo a Flandes en 1670. En ese viaje se preparó la mina de los holandeses en medio de las diversiones: fue una fiesta continua, dada con el más pomposo aparato.
El rey, que había hecho todos sus viajes de guerra a caballo, hizo éste, por vez primera, en una carroza con cristales; las sillas de posta no se habían inventado aún. La reina, Madame, su cuñada, la marquesa de Montespan, iban en esa soberbia comitiva, seguida de muchas otras; cuando madame de Montespan iba sola tenía cuatro guardias de corps a las portezuelas de su carroza. Luego llegó el delfín con su corte, y Mademoiselle con la suya: esto ocurría antes de la fatal aventura de su enlace, y gozaba en paz de todos estos triunfos, viendo complacida a su prometido, favorito del rey, al frente de su compañía de guardias. Hacían traer a las ciudades en que dormían los más hermosos muebles de la corona. En cada ciudad se encontraban con un baile de máscaras o de fantasía, o con fuegos artificiales. Todo el cuarto militar acompañaba al rey, y toda la casa de servicio lo precedía o seguía. Las mesas se servían como en Saint-Germain. La corte visitó con esta pompa todas las ciudades conquistadas, y las principales damas de Bruselas y de Gante acudían a ver tanta magnificencia. El rey las invitaba a su mesa y les hacía presentes plenos de galantería. Todos los oficiales de las tropas de guarnición recibían gratificaciones. Más de una vez se gastaron, en un solo día, mil quinientos luises de oro, en obsequios.
Todos los honores, todos los homenajes eran para madame de Montespan, excepto los que el deber confería a la reina. Sin embargo, esta dama no estaba en el secreto, pues el rey sabía distinguir los asuntos de Estado de los placeres.
Encargada, ella sola, de la unión de los dos reyes y de la destrucción de Holanda, Madame se embarcó en Dunkerque en la flota del rey de Inglaterra, Carlos II, su hermano, con una parte de la corte de Francia. Llevaba consigo a mademoiselle de Keroual, más tarde duquesa de Portsmouth, cuya belleza igualaba a la de madame de Montespan, que fue después en Inglaterra lo que madame de Montespan era en Francia, pero con más autoridad. El rey Carlos fue gobernado por ella hasta el último momento de su vida, y, a pesar de sus infidelidades, fue siempre dominado. Jamás mujer alguna conservó más tiempo su belleza; le hemos visto, a la edad de setenta años, un rostro todavia amable y, agradable que los años no habían marchitado.
Madame se dirigió a Cantorbery a ver a su hermano y volvió con la gloria de
haber alcanzado el éxito. Gozaba del triunfo cuando una muerte súbita y dolorosa
se la llevó a la edad de veintiséis años, el 30 de junio de 1670. Esta desgracia
sumió a la corte en un dolor y una consternación que la índole de su muerte
aumentaba. La princesa se creyó envenenada; el embajador de Inglaterra, Montaigu,
estaba convencido de ello; la corte no lo dudaba y toda Europa lo decía. Uno
de los antiguos criados de la casa de su marido me nombró al que (según él)
le dio el veneno. "Ese hombre me decía, que era rico, se retiró inmediatamente
después a Normandía, donde compró una tierra y vivió largo tiempo en la opulencia.
El veneno agregaba era polvo de diamante puesto en lugar de azúcar
en las fresas." La corte y la ciudad pensaron que Madame había sido envenenada
con un vaso de agua de achicoria,16
después de lo cual sintió horribles dolores y en seguida las convulsiones de
la muerte. Pero la malignidad humana y la inclinación por lo extraordinario
fueron las únicas razones de esta creencia general. El vaso de agua no podía
estar envenenado, puesto que madame de La Fayette y otra persona bebieron el
resto sin sentir la más ligera molestia. El polvo de diamante no es más venenoso
que el polvo de coral.17
Hacía mucho tiempo que Madame estaba enferma de un absceso que se le formaba
en el hígado; además, tenía muy mala salud; hasta dio a luz a un niño completamente
gangrenado. Su marido, de quien se sospechó mucho en Europa, no fue acusado
ni antes ni después de este acontecimiento de ninguna acción que pudiera indicar
su perversidad; y rara vez se encuentran criminales que sólo hayan cometido
un gran crimen. El género humano sería infinitamente desdichado si fuese tan
común hacer como creer cosas atroces.
Se aseguró que el caballero de Lorena, favorito de Monsieur, para vengarse de un destierro y de una prisión ocasionados por su conducta culpable hacia Madame, había cometido esa horrible venganza.
No se tiene en cuenta que el caballero de Lorena estaba entonces en Roma, y que le es muy difícil a un caballero de Malta de veinte años, que se halla en Roma, comprar en París la muerte de una gran princesa.
Es más que cierto que una debilidad y una indiscreción del vizconde de Turena fueron la primera causa de todos aquellos rumores odiosos, que todavía hay quien se complace en despertar. A los sesenta años de edad, era amante de madame de Coëtquen, que lo engañaba, como lo había engañado madame de Longueville. Le reveló a madame de Coëtquen el secreto de Estado que se le ocultaba al hermano del rey, y ella, que amaba al caballero de Lorena, se lo contó a su amante; éste advirtió a Monsieur. Los más amargos reproches y los celos más terribles se enseñorearon de la casa del príncipe. Las discordias se produjeron antes del viaje de Madame, y a su regreso se recrudeció la amargura. Los arrebatos de Monsieur, las querellas de sus favoritos con los amigos de Madame, llenaron su hogar de confusión y de dolor. Madame, poco antes de su muerte, le reprochaba con dulces y enternecedoras quejas a la marquesa de Coëtquen las desdichas que le había causado. Ésta, arrodillada junto al lecho, mojando sus manos en llanto, le contestó con los versos de Wenceslao:
J'allais ... J'étais... l'amour a sur moi tant d'empire ...
Je me confonds, madame, et ne puis rien vous dire...
ActoIV,
esc.IV.
El caballero de Lorena, causante de estas disensiones, fue enviado primero por el rey a Pierre-Encise; al conde de Marsan, de la casa de Lorena, y al marqués después mariscal de Villeroi, los desterraron. Por último, se vio como la consecuencia culpable de estas disputas la muerte natural de la desventurada princesa. Lo que confirmó en el público la sospecha de envenenamiento fue el que se comenzara a conocer este delito en Francia, sobre poco más o menos, por aquel tiempo. Jamás se había empleado esa venganza de cobardes en los horrores de la guerra civil, y, por una fatalidad singular, contaminó a Francia en la época de la gloria y los placeres que dulcificaban las costumbres, como se introdujo en la antigua Roma durante los más hermosos días de la República.
Dos italianos, uno de ellos llamado Exili, trabajaron mucho tiempo con un boticario alemán de apellido Glaser, en busca de la piedra filosofal. Los dos italianos perdieron en ello lo poco que tenían y quisieron remediar el error de su locura con el crimen, vendiendo venenos secretamente. La confesión, el mayor freno de la maldad humana, pero de la cual se abusa creyendo lícito cometer crímenes que se podrían expiar; la confesión, digo, hizo saber al gran penitenciario de París que algunas personas habían muerto envenenadas. Le avisó al gobierno, y los dos italianos sospechosos fueron encerrados en la Bastilla, donde murió uno de ellos. Exili permaneció allí sin enmendarse, y desde el interior de su prisión desparramó por París sus funestos secretos, que costaron la vida al teniente civil de Aubrai y a su familia, e hicieron fundar la cámara ardiente.
El amor fue la causa primera de estas horribles aventuras. El marqués de Brinvilliers,
yerno del teniente civil Aubrai, alojó en su casa a Sainte-Croix,18
capitán de su regimiento, de muy bella apariencia. Su mujer le hizo temer las
consecuencias, pero el marido se obstinó en hacer residir al joven con su mujer,
también joven, bella y sensible. Lo que debía suceder sucedió: se enamoraron.
El teniente civil, padre de la marquesa, fue lo bastante severo y lo bastante
imprudente para solicitar una orden de aprehensión con el sello real, y para
hacer enviar a la Bastilla al capitán, a quien bastaba con mandar a su regimiento.
Desgraciadamente, pusieron a Sainte-Croix en la habitación en que estaba Exili.
El italiano le enseñó a vengarse. Las consecuencias ya conocidas
hacen temblar. La marquesa no atentó contra la vida de su marido, que había
sido indulgente con un amor que él mismo había provocado; pero el furor de la
venganza la llevó a envenenar a su padre, a sus dos hermanos y a su hermana.
A pesar de todos estos crímenes, practicaba el culto e iba con frecuencia a
confesarse; incluso, cuando la detuvieron en Lieja, se encontró una confesión
general escrita de su puño y letra, que sirvió no de prueba contra ella, pero
sí de presunción. Es falso que haya ensayado sus venenos en los hospitales,
como lo decía el pueblo y como se lee en las Causas célebres, obra de
un abogado sin causas y hecha para el pueblo; pero es verdad que tuvo, lo mismo
que Sainte-Croix, relaciones secretas con personas acusadas más tarde de los
mismos crímenes. La quemaron en 1676 después de cortarle la cabeza. Pero desde
1670, año en que Exili comenzó a preparar venenos, hasta 1680, este delito infestó
París. No puede ocultarse que Penautier, recaudador general del clero, amigo
de aquella mujer, fue acusado poco tiempo después de haber usado sus secretos,
ni tampoco que le costó la mitad de sus bienes detener las acusaciones.
La Voisin, La Vigoureux, un sacerdote llamado Le Sage y otros traficaron con
los secretos de Exili so pretexto de entretener a las almas curiosas y débiles
con apariciones de espíritus. Se creyó este crimen más difundido de lo que en
realidad estaba. La cámara ardiente se estableció en el Arsenal, cerca de la
Bastilla, en 1680, y fueron citadas las más importantes personas, entre otras
dos sobrinas del cardenal Mazarino,19
la duquesa de Bouillon y la condesa de Soissons, madre del príncipe Eugenio.
La duquesa de Bouillon recibió tan sólo orden de comparecer, pues no estaba acusada más que de una curiosidad ridícula, muy común entonces, que no era de la competencia de la justicia. La antigua costumbre de consultar adivinos, de hacerse sacar el horóscopo, de buscar secretos para ser querido, subsistía todavía en el pueblo y hasta en los principales del reino.
Ya hicimos notar que al nacer Luis XIV fue introducido en la cámara de la reina madre el astrólogo Morin para que hiciera el horóscopo del heredero de la corona. Hemos visto también al duque de Orléans, regente del reino, interesado por esta charlatanería que sedujo a toda la Antigüedad, y al célebre conde de Boulainvilliers, a quien toda su filosofía no pudo curarlo nunca de semejante quimera. Las mismas debilidades eran muy perdonables en la duquesa de Bouillon y en todas las señoras. El sacerdote Le Sage, La Voisin y La Vigoureux se habían hecho de una renta con la curiosidad de los ignorantes, que eran numerosísimos. Decían el porvenir y hacían ver al diablo, y si no hubieran pasado de ahí, sólo se habrían cubierto de ridículo, tanto ellos como la cámara ardiente.
La Reynie, uno de los presidentes de la cámara, tuvo la imprudencia de preguntarle a la duquesa de Bouillon si había visto al diablo; a lo que contestó que lo veía en ese momento, que era muy feo y muy desagradable, y que estaba disfrazado de consejero de Estado. El interrogatorio no fue llevado mucho más lejos.
El asunto de la condesa de Soissons y el mariscal de Luxemburgo fue más serio. Le Sage, La Voisin, La Vigoureux y otros cómplices más, que estaban presos, acusados de haber vendido venenos con el nombre de polvo de herencia, inculparon a todos los que los que habían consultado. La condesa de Soissons se contó entre ellos. El rey tuvo la condescendencia de aconsejarle a esta princesa que, si se creía culpable, se alejara. Ella afirmó ser completamente inocente, pero agregó que no le gustaba ser interrogada por la justicia. Luego se retiró a Bruselas, donde murió a fines de 1708, cuando su hijo el príncipe Eugenio la vengaba con tantas victorias y triunfaba sobre Luis XIV.
François-Henri de Montmorency Boutteville, duque, par y mariscal de Francia, que unía el ilustre nombre de Montmorency al de la casa imperial de Luxemburgo, célebre en Europa por sus acciones de gran capitán, fue denunciado a la cámara ardiente. Uno de sus agentes de negocios llamado Bonard, que deseaba recobrar papeles importantes que se le habían perdido, se dirigió al sacerdote Le Sage para que hiciera que los pudiera encontrar. Le Sage comenzó por exigirle que se confesara y que fuera después durante nueve días a tres iglesias distintas, en las que recitaría tres salmos.
A pesar de la confesión y los salmos, los papeles no aparecieron; estaban en manos de una joven de apellido Dupin. En presencia de Le Sage, Bonard hizo, en nombre del mariscal de Luxemburgo, una especie de conjuro por el cual la Dupin debía volverse impotente en el caso de no devolver los papeles. No tenemos una idea muy clara de lo que pueda ser una joven impotente. La Dupin no devolvió nada y no tuvo por ello menos amantes.
Bonard, desesperado, hizo que el mariscal le diera de nuevo pleno poder, y entre el pleno poder y la firma se encontraban dos líneas de escritura diferente, según las cuales el mariscal se entregaba al diablo.
Encerraron en la Bastilla a Le Sage, Bonard, La Voisin, La Vigoureux y más de cuarenta acusados; Le Sage declaró que el mariscal se había dirigido al diablo y a él para hacer morir a la Dupin, que se había negado a devolver los papeles; sus cómplices agregaban que, por orden suya, habían asesinado a la Dupin, la habían descuartizado y arrojado al río.
Estas acusaciones eran tan poco probables como atroces. El mariscal debía comparecer ante la corte de los pares y el parlamento, y los pares debían reivindicar el derecho de juzgarlo, pero no lo hicieron. El propio acusado se presentó en la Bastilla, paso que probaba su inocencia en ese supuesto asesinato.
(1679) El secretario de Estado Louvois, que no lo quería, lo hizo encerrar en una especie de calabozo de seis pasos y medio de largo, donde cayó muy enfermo. Lo interrogaron el segundo día y después lo dejaron cinco semanas enteras sin continuar el proceso; injusticia cruel con un particular y más condenable aún con un par del reino. Quiso escribirle al marqués de Louvois y no se lo pemitieron; por fin lo interrogaron. Le preguntaron si había dado botellas de vino envenenado para matar al hermano de la Dupin y a una joven a quien éste mantenía.
Parecía absurdo que un mariscal de Francia, ex comandante de ejércitos, hubiese querido envenenar a un infeliz burgués y a su mujer, sin que pudiera obtener fruto alguno de un crimen tan grande.
Por último, lo carearon con Le Sage y otro sacerdote llamado de Avaux, junto con los cuales se lo acusaba de haber realizado sortilegios para hacer perecer más de una persona.
Toda su desgracia provenía de haber visto una vez a Le Sage y haberle pedido el horóscopo.
Una de las imputaciones horribles que constituían la base del proceso era la de que el mariscal, duque de Luxemburgo, según dijo Le Sage, había hecho pacto con el diablo a fin de poder casar a su hijo con la hija del marqués de Louvois. El acusado contestó: "Cuando Matthieu de Montmorency se casó con la viuda de Luis el Gordo, no se dirigió al diablo sino a los Estados generales, que declararon que, para ganar para el rey menor el apoyo de los Montmorency, era necesario que se realizara esa boda".
Era una respuesta altiva, y no la de un culpable. El proceso duró catorce meses y no se dio fallo a favor ni en contra de él. La Voisin, La Vigoureux y su hermano el sacerdote, también de apellido Vigoureux, fueron quemados con Le Sage en la Grève. El mariscal de Luxemburgo se retiró por unos días al campo, y volvió luego a la corte a desempeñar las funciones de capitán de las guardias, sin ver a Louvois y sin que el rey le hablara de todo lo pasado.
Hemos visto cómo tuvo después el mando de los ejércitos sin pedirlo, y con cuántas victorias impuso silencio a sus enemigos.
Podemos imaginarnos los terribles rumores que hacían circular por París todas esas acusaciones. El suplicio de la hoguera con el que fueron castigados La Voisin y sus cómplices puso fin a las investigaciones y a los crímenes. Esta abominación encontró adeptos entre algunos particulares solamente, y no corrompió las costumbres tranquilas de la nación; pero dejó en los ánimos una funesta inclinación a sospechar que las muertes naturales habían sido violentas.
Al igual que se había creído en el destino desgraciado de Enriqueta de Inglaterra, se creyó después en el de su hija María Luisa, casada en 1679 con el rey de España, Carlos II. Esta joven princesa partió a disgusto para Madrid. Mademoiselle le había dicho muchas veces a Monsieur, hermano del rey: "No llevéis tan a menudo a vuestra hija a la corte; será demasiado desgraciada en otra parte". La joven princesa deseaba casarse con Monseñor. "Os hago reina de España le dijo el rey ¿qué más podría hacer por mi hija?" "¡Ah! contesto ella, podríais hacer más por vuestra sobrina." Se fue de este mundo a la misma edad que la madre. Todo el mundo creyó que el consejo austriaco de Carlos II quería deshacerse de ella porque amaba a su país, y podía impedir al rey su marido decidirse por los aliados contra Francia. Hasta le enviaron desde Versalles lo que se creía que era un contraveneno; precaución un tanto ociosa, porque lo que es bueno para curar un mal puede envenenar de otra manera, y no hay antídoto general; el supuesto contraveneno llegó después de su muerte. Quienes conocen las Memorias compiladas por el marqués de Dangeau habrán leído en ellas que el rey dijo mientras cenaba: "La reina de España ha muerto envenenada con una tortilla de anguila; la condesa de Pernits y las camareras Zapata y Nina, que comieron después de ella, han muerto por el mismo veneno".
Después de leer esta extraña anécdota en esas Memorias manuscritas, cuidadosamente hechas, según se dice, por un cortesano que casi no había abandonado a Luis XIV durante cuarenta años, no salí por completo de dudas, y me informé por unos antiguos sirvientes del rey si era verdad que el monarca, siempre circunspecto en su conversación, había pronunciado alguna vez palabras tan imprudentes. Todos me aseguraron que nada era más falso. Le pregunté a la duquesa de Saint-Pierre, recién llegada de España, si era verdad que esas tres personas habían muerto con la reina; me atestiguó que las tres habían sobrevivido largo tiempo a su soberana. Finalmente, supe que las Memorias del marqués de Dangeau, consideradas como un monumento precioso, no eran sino gacetillas, escritas a veces por alguno de sus domésticos; lo cual se nota, a mi entender, con frecuencia en el estilo y en las abundantes inutilidades y falsedades de la colección. Después de todas estas ideas funestas a donde nos ha llevado la muerte de Enriqueta de Inglaterra, debemos volver a los acontecimientos de la corte posteriores a su pérdida.
La princesa palatina le sucedió un año más tarde y fue madre del duque de Orléans, regente del reino. Debió renunciar al calvinismo para casarse con Monsieur; pero conservó siempre por su antigua religión un respeto íntimo difícil de borrar cuando la infancia lo ha impreso en el corazón.
La desdichada aventura de una dama de honor de la reina, en 1673, dio lugar a una nueva fundación. De esta desgracia nos habla el soneto Aborto, cuyos versos han sido tan citados.
Los peligros inherentes al estado de soltera en una corte galante y voluptuosa, determinaron sustituir las doce doncellas de honor que embellecían la corte de la reina con doce damas de palacio; y en adelante la casa de las reinas se formó así. Con esta innovación la corte se hizo más numerosa y magnífica, al fijar en ella la residencia de los maridos y padres de las damas, con lo que aumentó la sociedad y la opulencia.
La princesa de Baviera, esposa de Monseñor, agregó desde los comienzos brillo y vivacidad a esa corte. La marquesa de Montespan seguía atrayendo la principal atención; pero dejó, a su vez, de agradar, y los arrebatos altivos de su dolor no hicieron volver a un corazón que se alejaba. Sin embargo, seguía ligada a la corte por un importante cargo, pues ejercía la superintendencia de la casa de la reina, y al rey por sus hijos, por el hábito y por su ascendiente.
Se guardaban con ella todas las formas debidas a la consideración y la amistad, pero esto no la consolaba; y el rey, afligido por causarle violentos pesares, y atraído por otras predilecciones, encontraba en la conversación de madame de Maintenon una dulzura de la que ya no gozaba al lado de su antigua amante. Se sentía, a la vez, dividido entre madame de Montespan, a quien no podía dejar, mademoiselle de Fontange, a quien amaba, y madame de Maintenon, cuya conversación le era necesaria a su alma atormentada. Es muy honroso para Luis XIV el que ninguna de estas intrigas influyera sobre los asuntos generales, y que el amor, que trastornaba la corte, no haya provocado nunca la menor alteración en su gobierno. Nada prueba mejor, a mi parecer, que Luis XIV tenía un alma tan grande como sensible.
Y creo también que esas intrigas de corte, extrañas al Estado, no deberían entrar en la historia, si el gran siglo de Luis XIV no lo hiciera todo interesante, y si el velo de esos misterios no hubiera sido levantado por tantos historiadores, que, en su mayor parte, los han desfigurado.
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