Anexo 2

El niño que no existía

Emilio Carballido

Pues verán que iba a haber un gran sorteo: diez premios, diez. El mejor, una bicicleta.

Fulgencio había juntado la colección de treinta y nueve estampitas, pegadas en un álbum. Y el álbum lo cambió por un boleto para la rifa. Ya sólo le quedaba esperar, tener paciencia y esperar. Los otros premios no estaban mal; había patines, radios y relojes... ¡pero la bicicleta! Con tres velocidades, podía subir y bajar cerros, podía correr sobre la arena o en los terrenos pedregosos. ¡Maravillosa bicicleta!

Las treinta y nueve estampitas relataban la historia de tres osos y una niña malísima, que se metía de intrusa en casa de ellos: se tragaba la cena y rompía la silla del osito. También había desordenado las camas. Se durmió por fin, para salir después dando tremendos gritos de temor, con los ricitos dorados en desorden, mientras los pobres osos estaban más espantados que ella, y con buena razón.

Un cuento interesante y Fulgencio casi lamentaba haberlo cambiado por un boletito de cartón, que además se le traspapeló cuando vino el sorteo. Fue hasta el siguiente día que lo halló entre la ropa sucia, y a punto de caer en la lavadora.

Fue a cotejar el número y no lo podía creer: ¡la bicicleta era suya! Ese boleto había ganado el mejor premio. Bailó, brincó, les gritó la noticia sus papás y a sus amigos:

¡Ya me gané la bicicleta, ya me gané la bicicleta!

— Sólo faltaba ir a recogerla, “con identificación adecuada”, decían las bases del concurso.
—¿Identificación? Pues aquí está mi boleto.
—Y aquí está el álbum que mandaste, con tu nombre. Sólo falta confirmar que eres tú.
—¿Pues quién más podría ser? ¡Claro que soy yo!
—Podrías tal vez ser el niño que se robó tu boleto. O el que lo halló tirado. O el niño de a la vuelta. Tienes que demostrarnos que tú no eres los otros.
—Pero, pues ¿cómo?
—Una credencial, o tu acta de nacimiento. —Ah, credencial. ¿Acta? Mh... Eh, bueno.
Voy a buscarlas a mi casa.
Muy disgustado, volvió con sus papás.
—Necesito una credencial, o un acta de nacimiento.
—¿Cómo? ¿Acta? Mira nada más—. Dijo el papá.
—¿Ves cómo sí hace falta? —Dijo la mamá. Y después de un silencio le aclararon:
—pues no tienes acta de nacimiento, hijo. Ni modo. La ranchería en que naciste quedaba lejos del Registro Civil. Pero eso sí, hicimos invitaciones a tu bautizo. Llévales una, a ver si ésa sirve.

Llevó la invitación, la leyeron los del concurso, con mucho asombro. Porque hablaba del niño Tiburcio Robles Campos, y él se llamaba Fulgencio Campos Robles.

—Pues es que Fulgencio me empezaron a decir después. Lo de Tiburcio fue idea de mi madrina, que es tonta.
—¿Y tú te llamas Robles?
—Campos Robles, y lo pusieron al revés.
—Pues no, no eres tú. Y no nos sirve. Ahora sí, con mayor razón: tráenos la credencial y el acta de nacimiento. Sólo así te podremos dar la bicicleta.
—Mh. ¿Me dejan verla? —Un momento nada más.

Se la enseñaron: era mejor aún que en la publicidad. Apenas la tocó con la punta de los dedos y ya se la habían llevado.

En la escuela nunca le habían dado credencial. Fue a pedirla y se enteró de algo horrible: ni siquiera le valía la inscripción, porque estaba debiendo el acta de nacimiento. Ni esperanza de credencial alguna.

A sus amigos les contó luego:
—Esa bicicleta me reconoció. ¡Me guiñó luces, de pura amistad!
Y no era cierto: le había hecho ruidos de desconfianza con los frenos.

Se sintió mal. Se vio al espejo y algo raro estaba empezando a sucederle. Tenía la cara borrosa; de la nariz ya no más se veían los hoyitos; las orejas, apenas. El espejo mostraba un borrón con pelos, boca y ojos.
—¿Si se borra la boca, cómo voy a comer?
—Hijo, qué raro estás, —le dijo su mamá.
—Quiero mi acta de nacimiento.

—Mira, las dan en el Registro Civil. ¿Por qué no vas y les pides una?
—Eso voy a hacer.

Llegó al Registro en la tardecita. Había gente esperando. Un señor como de noventa años, muy angustiado, había reunido unos ancianos mayores que él y habían firmado como testigos.

Al fin, iban a darle su acta de nacimiento. La recibió con lágrimas de la pura alegría.
—¡Ahora sí ya me puedo morir! —decía, muy contento.
—¿Y para eso la sacó?
—¡Pues claro! Sin la prueba de que nací, ¿cómo iba yo a morirme?

Afuera lo esperaba una carroza de funeraria. Ahí se subió, contento, con su acta entre las manos, despidiéndose de los que lo habían ayudado.

Por otro lado iba llegando una boda. La novia vestía de blanco, con un gran velo largo, corona de azahares y un ramo enorme de rosas blancas entre los brazos. Tenía dieciocho años recién cumplidos.

Un señor gallardo, de pelo blanco, venía al frente del cortejo. Muy elegante, con diamantes en varios dedos y un bello bastón con puño de oro.

Fulgencio empezó a decir “yo llegué antes” pero el señor le regaló cincuenta pesos y él le dejó de buena gana el turno.

—Venimos a casarnos. —Anunció él.
—Miren qué novia tan preciosa.
—¿Su nietecita? ¡¿Dónde está el novio?
—Yo soy el novio.
Los del Registro se disculparon. Los dos del brazo, novia y novio, presentaron a sus testigos.
— ¿En qué régimen van a casarse?
—Comunidad de bienes, —dijo ella.
—Bienes separados —dijo él.
—Comunidad
—Separados
—Comunidad
—Separados, mi amor.
—Comunidad, mi vida.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Fulgencio, muy confianzudo, a un testigo.
—Comunidad de bienes es que todo lo que él tenga de dinero y propiedades es de ella, y todo lo de ella es de él.
—Ah. ¿Y ella tiene mucho dinero?
—Sh. Habla quedito. No, no tiene nada.
— ¿Y propiedades?
—Un perrito cojo y un perico que no sabe hablar
—¿Y él?
—Está podrido en pesos, terrenos y negocios.
—¡Aaah! —Fulgencio entendió todo.

Los novios pidieron permiso para ir afuera y ponerse de acuerdo. Fulgencio los vio salir, ella ronroneando y haciéndole caricias al novio; él le daba besitos y le decía cosas muy cariñosas en secreto. Pasó un rato y volvieron a entrar.
— ¿Ya están de acuerdo?
— ¡Ya estamos! —dijeron los dos.
Les hicieron otra vez la pregunta

—Bienes separados, —dijo él.
—Comunidad de bienes, —dijo ella
—Separados
—Comunidad
—Separados
—Comunidad

Él seguía diciéndolo tranquilo y amable. Ella empezó a subir la voz y a gritar. Al fin, con el ramo de rosas empezó a pegarle al novio, gritándole “¡comunidad, comunidad!”.

Ahí se desbarató el ramo. El novio quedó cubierto de pétalos blancos y de hojas verdes, también como arañado por once gatos, pues las rosas tenían espinas...

La novia se largó, alzándose mucho la falda, y en la puerta tiró el velo en un charco y lo pisoteó

—No va a haber boda, —dijo el novio—. Dispensen las molestias. Los invito a la fiesta de todos modos, ya está lista con banquete y tragos, no la vamos a desperdiciar. Nada más dejen que antes vaya a una farmacia, a ponerme curitas...

Fueron saliendo.
—Eh, señor, ¿dónde es la dirección? —preguntó Fulgencio, entusiasmado con la fiesta. Pero ya lo llamaban.
—¿Qué se te ofrece, niño?

Él les contó la historia de su bicicleta y su falta de acta.
—Mh, sí. Se nota. Ya apenas podemos verte.
—¿Y eso por qué?

—Sin el acta no existes. No tienes nombre, ni puedes ser dueño de nada, ni recibir tu bicicleta.
—¡¿No existo?!
—Deja que oscurezca y ya no te va a ver nadie.
—¿Cómo fantasma?
—Peor: ésos sí existen, de modo histórico y anecdótico.
—¡No es cierto, no existen!
—Claro que sí. Aquí nos visita muy seguido don Benito Juárez. Siéntate a verlo, no tarda. Hoy le toca venir.

Fulgencio se sentó. Él nunca había pensado que en un Registro Civil pasaran tantas cosas tan interesantes.

Después de un buen rato, cuando ya casi era la hora de cerrar, llegó don Benito: vestido de oscuro, con sencillez. Traía de la mano a una muchacha muy guapa.
—¿Él también quiere casarse? —preguntó Fulgencio.
—No. Ésa es su hija, y ahí llega doña Margarita, su esposa.
—¡Es muy bonita! Y su hija también, qué bueno que salió a la mamá.
—Don Benito fundó el Registro Civil de México, y lo hizo en el puerto de Veracruz. La primera ciudadana, esto es, el primer ciudadano legal es esta hija, Gerónima Francisca Juárez Maza.

Juárez, su esposa y su hija se fueron muy contentos, con el acta en la mano de él.

—¿Ya viste?
—Ya. Y yo no tengo acta y cada vez existo menos.

Se fue muy triste a su casa. Se apuró mucho a merendar, no fuera a borrársele la boca.
—Ya voy a ser menos que un fantasma, por culpa de ustedes, que no me registraron.

Los papás se vieron, con mucho remordimiento.
—Ay, hijo: ya veo a través de ti.
—Pues sí, a ver sí mañana amanezco o si ya me borré todito. Y me voy a borrar sin bicicleta y sin que me valga la escuela.
—No, hijito, no te va a pasar eso, y menos por culpa nuestra. Vete a dormir tranquilo.

Mientras se iba a su cama, comiéndose todavía una garnacha, por las dudas, los padres hicieron un consejo de familia, muy serio, entre ellos dos. Llamaron un taxi, para alquilarlo por muchas horas.
—Nos va a salir muy caro.
—Más caro va a ser quedarnos sin Fulgencio. ¡Mira cómo se está borrando, pobrecito!

Salieron a la noche, muy misteriosos. El taxi que tomaron se perdió por la carretera, en una curva llena de estrellas y platanares, con una luna llena y sabia que los miraba, muy dispuesta a ayudarlos.

La siguiente mañana, los papás despertaron lo que quedaba de Fulgencio. En buena hora no se había acabado: tenía boca y ojos, las manos completas pero flotando en el aire, sin brazos, y los pies aislados del cuerpo, pero todavía capaces de transportarlo.
—Ven hijito, que ya vas a existir. ¡Y hasta vas a tener bicicleta!

Lo sacaron de la casa rumbo al Registro Civil: venía con ellos un cortejo de vecinos de la ranchería: todos iban a atestiguar que Fulgencio era Fulgencio. Estaban la partera que lo ayudó a nacer, la madrina chocante que lo llamó Tiburcio y el cura que lo bautizó.

Todos dieron fe de que Fulgencio sí era él mismo, todos traían sendas actas de nacimiento mostrando que sí existían.
—Atestiguo, pero tienen que ponerte también Tiburcio, —exigió la madrina, y así hubo que ponerle en un acta excelente, que al tenerla en las manos lo llenó de substancia existencial: otra vez tuvo brazos, orejas, pelo, todo. Una sólida presencia de ciudadano.

Mientras estaban celebrando llegó un señor a cambiarle el nombre a su hija. Ella no quería.
—Me gusta mucho llamarme Magdalena. Y que me digan Magda.
—Esa santa no era decente, ya me enteré. Por muy amiga de Cristo que fuera, ya supe su vida. ¡te vas a llamar Fidelia!
—Me van a decir Fide, como sopa de fideos.
—Aunque te digan mondonga. Magdalena no te vas a llamar.

Ella con cara de terca, no parecía muy dispuesta al cambio. A Fulgencio le pareció muy bonita y le murmuró al oído:
—Yo te voy a decir Magda. Pero tienes que pasear conmigo en mi bicicleta.
—¡¿Tienes bicicleta?!
—Nueva, de tres velocidades.

También llegó un señor que no tenía dinero para unas copias de acta de su hijo y ofreció, en pago, cantarles unas canciones. Le aceptaron el trato y empezó a entonar con su guitarra, con una voz tan sentida y con un ritmo tan animado que se pusieron a bailar todos.

Así salieron, zapateando, y así llegó a recoger su bicicleta y la recibió Fulgencio Tiburcio. Y ahora sí, la bicicleta parpadeó de contento, reconociéndolo amorosamente como su dueño.

Muchos atardeceres la vieron pasar rodando con su dueño encima, pero también con Magdalena Fidelia, que se abrazaba a él, contentísima.
—Esos dos, existen.
—Existen. Existen muchísimo. —Comentan los del Registro Civil.