Anexo

Cuentos sugeridos

El hombre y la serpiente

Un hombre, al pasar por el monte, halló una serpiente que unos pastores habían atado a un árbol. Compadecido de ella, la soltó.

Pero la serpiente, cuando recobró su libertad, arremetió contra su libertador y se le enrolló en el cuello. Dijo el caminante:

—¿Qué haces? ¿Por qué pagas mal por bien?

Ella respondió:

—Sigo las leyes de mi naturaleza.

Continuó el viajero diciendo:

—Pero yo te liberé de las ligaduras que te oprimían.

Acertó pasar por allí una zorra. La llamaron para que fuera juez de la contienda. Ella dijo:

—Yo no sabría juzgar sin enterarme de todo lo que pasó desde el principio.

Entonces ligaron a la serpiente al árbol, como estaba al principio. Luego la zorra dictó su fallo:

—Ahora, tú, serpiente, si puedes escapar, vete; y tú —le dijo al hombre—, no pretendas soltarla.

El cuervo y la zorra

Érase en cierta ocasión un cuervo, el de más negro plumaje, que habitaba en el bosque y que tenía cierta fama de vanidoso.

Ante su vista se extendían campos sembrados y jardines llenos de florecillas... Y una preciosa casita blanca, a través de cuyas abiertas ventanas se veía al ama de la casa preparando la comida del día.

—¡Un queso!— murmuró el cuervo, y sintió que el pico se le hacía agua.

El ama de la casa, pensando que así el queso se mantendría más fresco, colocó el plato con su contenido cerca de la abierta ventana.

—¡Qué queso tan sabroso!— volvió a suspirar el cuervo, imaginando que se lo apropiaba.

Voló el ladronzuelo hasta la ventana, y tomando el queso en el pico, se fue muy contento a saborearlo sobre las ramas de un árbol.

Todo esto que acabamos de referir había sido visto también por una astuta zorra, que llevaba bastante tiempo sin comer. En estas circunstancias vio la zorra llegar ufano al cuervo a la más alta rama del árbol.

—¡Ay, si yo pudiera a mi vez robar a ese ladrón!— suspiró la zorra.

—Buenos días, señor cuervo.

El cuervo callaba. Miró hacia abajo y contempló a la zorra, amable y sonriente.

—Tenga usted buenos días —repitió aquella, comenzando a adularle de esta manera:

— ¡Vaya que está usted bien elegante con tan bello plumaje!

El cuervo, que, como ya sabemos, era vanidoso, siguió callado, pero contento al escuchar tales elogios.

—Sí, sí— prosiguió la zorra—. Es lo que siempre digo. No hay entre todas las aves quien tenga la gallardía y belleza del señor cuervo.

El ave, sobre su rama, se esponjaba llena de satisfacción. Y en su fuero interno estaba convencida de que todo cuanto decía el animal que estaba a sus pies era verdad. Pues, ¿acaso había otro plumaje más lindo que el suyo?

Desde abajo volvió a sonar, con acento muy suave y engañoso, la voz de aquella astuta:

—Bello es usted, a fe mía, y de porte majestuoso. Como que si su voz es tan hermosa como deslumbrante es su cuerpo, creo que no habrá entre todas las aves del mundo la que se le pueda igualar en perfección.

Al oír aquel discurso tan dulce y halagüeño, quiso demostrar el cuervo a la zorra su armonía de voz y la calidad de su canto, para que se convenciera de que el gorjeo no le iba en zaga a su plumaje.

Llevado de su vanidad, quiso cantar.

Abrió su negro pico y comenzó a graznar, sin acordarse de que así dejaba caer el queso.

¡Qué más deseaba la astuta zorra!

Se apresuró a coger entre sus dientes el suculento bocado. Y entre bocado y bocado dijo burlonamente a la engañada ave:

—Señor bobo, ya que sin otro alimento que las adulaciones y lisonjas te has quedado tan hinchado y repleto, puedes ahora hacer la digestión de tanta adulación, en tanto que yo me encargo de digerir este queso.

Nuestro cuervo hubo de comprender, aunque tarde, que nunca debió admitir aquellas falsas alabanzas.

Desde entonces apreció en el justo punto su valía, y ya nunca más se dejó seducir por elogios inmerecidos.

Y cuando, en alguna ocasión, escuchaba a algún adulador, huía de él, porque, acordándose de la zorra, sabía que todos los que halagan a quien no tiene méritos, lo hacen esperando lucrar a costa del que lisonjean.

Y el cuervo escarmentó de esta forma para siempre.