Anexo 1

Epílogo 3

Cómo aprendí a leer
(fragmento)

Debo comenzar por disculparme. Acabo de anotar un título excesivamente presuntuoso. Nadie, en verdad, puede jactarse de haber terminado de aprender a leer. Un lector estará aprendiendo a leer siempre. Pues leer, esa compleja operación de atribuir sentido y significado a los signos que nos rodean, es una habilidad que siempre puede ser perfeccionada...

Fui alfabetizado en casa, sin que me diera cuenta, con la misma naturalidad con la que aprendí a hablar. Había libros y revistas. Mi madre y mi padre leían, nos leían a mí y a mis hermanas, y nos contaban cuentos, episodios históricos, noticias astronómicas, estampas de viajes y de la vida animal. Mi padre era un cuentero más que respetable; algún día, mucho tiempo después, descubrí que, como buen cuentero, no vacilaba para apropiarse historias ajenas; cada vez que he tropezado con las fuentes librescas de sus relatos he vuelto a sonreír y a agradecerle que nos los diera así, sin más explicación que la narración misma. Las lecturas eran otra cosa: allí en las manos de mis padres estaba el libro, ese objeto codiciable que podía llegar a las mías.

Poco a poco fueron llegando mis libros: los que me regalaban, los que me ganaba, los que me llevaban a comprar. No recuerdo cuál fue el primero que compré con mi propio dinero, pero debe haber sido muy temprano en mi vida. Que el dinero pudiera ser cambiado por libros era una clara demostración de su importancia.

Pasaron muchos años para que yo me diera cuenta de que munditos como el mío, donde todos leían, eran espacios de excepción. Quizá nunca me lo pregunté hasta que me vi convertido en maestro y lo descubrí con mis alumnos. No me avergüenza confesar mi ingenuidad: ¡leer era algo tan natural! ¿Quién podía no leer? Ni siquiera sentía como una actividad especial. Y, sin embargo, aunque yo pudiera dar cuenta de muchos libros leídos, no estaba sino comenzando a leer; leía con los ojos semiabiertos, y no lo sabía...

Garrido, Felipe. El buen lector se hace, no nace. México, Ariel, 1999, pp.113-115

“Cuarta de forros” del libro ¿Por qué leemos novelas? de Ana Rodríguez Fischer 4

Para los ilustrados del siglo XVIII, la novela era un género indigno en tanto que desvirtuaba la verdad con ingeniosas invenciones y el novelista una degeneración en especie. Si bien, a través de los siglos, la reputación del novelista continuó siendo sospechosa, la novela, en cambio, evolucionó del costumbrismo hasta alcanzar formas más libres y complejas.

Y hoy ¿por qué leemos novelas? Por hábito y necesidad, para olvidarnos de la vida verdadera, porque amamos los sueños, las palabras y añoramos la acción, porque leyéndolas vivimos y morimos en otros y de muchas formas...

En esta obra, la autora busca en el corazón de 30 novelas, la razón por la cual este género literario se transformó de maldito en favorito, en un par de siglos, y se arraigó en el gusto de la gente.

Nada mejor para dilucidar lo que es,

A fin de cuentas, la novela.

3  El epílogo es la recapitulación de lo dicho en un discurso o en una composición literaria. Es la última parte de algunas obras, desligada en cierto modo de las anteriores, y en la cuál se representa una acción o se refieren sucesos que son consecuencia de la acción principal o están relacionados con ella.

4  La “cuarta de forros” forma parte de la presentación de la mayoría de los libros y generalmente va impresa en la contraportada del libro. En casi todos los libros se aprovecha la cuarta de forros para dar información sobre el contenido, sobre el autor o sobre las opiniones que se han emitido acerca del libro. Su propósito es que el lector pueda determinar, a partir de su lectura, si el contenido del libro es o no de su interés.