En septiembre de 1847 la situaci�n de la Rep�blica era incierta. Gran parte del territorio estaba ocupado y muchas zonas pod�an serlo f�cilmente, mientras otras sufr�an insurrecciones o estaban totalmente aisladas. Santa Anna intent� una vez m�s improvisar otro ej�rcito, pero lo imposibilitaron la depresi�n colectiva y su desprestigio. Despu�s de unas escaramuzas, decidi� exiliarse, esta vez a Colombia.
Parec�a que la rep�blica desaparecer�a, fragmentada o absorbida totalmente, como ped�an los expansionistas norteamericanos, ensoberbecidos por las noticias de las victorias, y algunos mexicanos puros. Los hombres que acompa�aban a De la Pe�a estaban conscientes de la profunda debilidad de la situaci�n y quer�an salvar la "nacionalidad". Consideraban indispensable reorganizar el gobierno de acuerdo con la Constituci�n, para firmar un Tratado de Paz. Algunos puros y los monarquistas hablaban de pelear hasta el �ltimo hombre, aunque a todas luces era imposible. No restaban m�s que ocho mil ciento nueve hombres del Ej�rcito, mal armados, mal comidos, sin esperanza de recibir sueldo y repartidos en diez estados. Las rentas p�blicas, enajenadas por los invasores, dejaban al gobierno sin recursos y muchos estados se opon�an a reconocer el gobierno provisional o bien padec�an toda clase de males.
Don Manuel de la Pe�a puso reparos en aceptar el Ejecutivo, pero al final decidi� servir a la Naci�n y, custodiado por una parte del Ej�rcito al mando del general Herrera, despu�s de jurar el cargo en Toluca, parti� rumbo a Quer�taro. Como buen jurisconsulto, era consciente de que para legitimar las acciones del gobierno provisional necesitaba reunir al Congreso y obtener el apoyo de los gobernadores, para as� acordar la conducta a seguir y convocar elecciones para uno nuevo. Don Mariano Otero se multiplic� en la tarea de instar a los representantes a trasladarse a la capital temporal y poco a poco fueron llegando a ella. Quer�taro se vio invadida de repente, y �stos se acomodaron en "mesones, casas particulares, accesorias, chozas y hasta conventos".
El comisionado norteamericano Trist, a trav�s del ministro brit�nico, comunic� al gobierno su disposici�n para las negociaciones de paz. En el ejercicio del Ejecutivo, de octubre a mayo de 1848, se iban a alternar De la Pe�a y Pedro Mar�a Anaya. Pero, en cuanto el gobierno tuvo visos de alguna normalidad, se nombr� a Bernardo Couto, Luis G. Cuevas y Miguel Atrist�in como comisionados mexicanos, lo que se comunic� a Trist. El comisionado norteamericano advirti� poco despu�s que hab�a recibido instrucciones de regresar a Washington, seguramente porque Polk quer�a ahora m�s territorio. El gobierno le hizo saber que su compromiso con �l era previo y, despu�s de muchas dudas, Trist termin� por vencerlas y se qued�. Esta decisi�n ser�a muy costosa para �l.
No sin dificultades e interrupciones, durante enero de 1848 tuvieron lugar las negociaciones, en las que los mexicanos usaron con habilidad el derecho internacional. Trist, por su parte, aunque comprend�a la injusticia de las condiciones, sent�a que ten�a que apegarse a las m�nimas exigidas por Polk, pues de otra manera �ste desconocer�a el Tratado y continuar�a la guerra. Los comisionados mexicanos al final tuvieron que ceder a las condiciones rechazadas en agosto. El Tratado fue firmado en la Villa de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848.
Se cedieron los ambicionados Nuevo M�xico y California, lo mismo que la franja entre los r�os Nueces y del Norte. Se salv� la Baja California, unida por tierra con Sonora, y Tehuantepec. La indemnizaci�n, por da�os y prorrateo de la deuda exterior de M�xico correspondiente a los territorios perdidos, se rebaj� a 15 millones. De ninguna manera era pago por las provincias perdidas que hab�an sido conquistadas por la fuerza de las armas. El art�culo 11 favorec�a a M�xico al comprometer a Estados Unidos a garantizar que las tribus ind�genas que asolaban el norte no traspasar�an la frontera. Por desgracia nunca se cumpli� y fue abolido en el Tratado de la Mesilla. Dos art�culos garantizaron los derechos de los mexicanos residentes en los territorios enajenados y el poder salir, si prefer�an hacerlo. Estos art�culos tambi�n fueron violados, sobre todo en California, donde los m�s antiguos pobladores ser�an considerados como extranjeros para trabajar en los placeres del oro.
Trist envi� el Tratado a Polk, quien lo recibi� el 19 de febrero con enorme disgusto, pero por consideraciones pol�ticas lo remiti� al Senado para su aprobaci�n. �ste lo aprob� el 10 de marzo, despu�s de omitir el art�culo 10, que se refer�a a tierras texanas. El gobierno mexicano no lo dio a conocer sino al reunirse el nuevo Congreso, inaugurado el 7 de mayo. En su discurso de apertura de sesiones, don Manuel record� el contexto en el que se hab�a hecho cargo del gobierno, subrayando el que se hubiera salvado a la Naci�n y el sentimiento profundo que le causaba
(...) la separaci�n de la uni�n nacional de los mexicanos de la Alta California y del Nuevo M�xico; y quiero dejar consignado un testimonio del inter�s con que mi Administraci�n ha visto a aquellos ciudadanos. Puedo aseguraros, se�ores, que su suerte futura ha sido la dificultad m�s grave que he tenido para la negociaci�n; y que si hubiera sido posible se habr�a ampliado la cesi�n territorial con la condici�n de dejar libres las poblaciones mexicanas (...)
Los moderados sent�an gran temor al presentar el Tratado, pues los puros hac�an una propaganda tenaz en su contra y apoyaban la coalici�n de estados descontentos. Las comisiones de Relaciones aconsejaron la aprobaci�n y el 19 de mayo se vot� en la C�mara y fue aprobado por 51 diputados contra 35. El resultado del Senado, que lo vot� el 21, fue de 33 contra 4. De manera que el d�a 30 se canjearon las ratificaciones con los comisionados norteamericanos. Ese mismo d�a, la C�mara calific� los votos de los estados para Presidente de la Rep�blica, que recayeron en Jos� Joaqu�n de Herrera.
Las consecuencias de la guerra desde luego fueron importantes. La p�rdida de vidas para Estados Unidos fue de unas quince mil; la mexicana nunca podr� saberse, pues la superioridad de la artiller�a norteamericana convirti� en verdadera carnicer�a la guerra. Estados Unidos se convert�a en una potencia continental y M�xico quedaba reducido a la mitad de su territorio, resignado a renunciar a los sue�os que abrigaba para su futuro desde el siglo XVIII.
La guerra signific� un parteaguas en la pol�tica, pues la generaci�n que hab�a presenciado la vida novohispana iba a ceder su lugar a los hombres que hab�an nacido ya en el M�xico independiente. Los dos pa�ses sufrir�an terribles guerras civiles que definir�an su destino. M�xico, una intervenci�n extranjera m�s, pero como muestra de que hab�a aprendido la lecci�n, la gran mayor�a de sus ciudadanos ser�a capaz de reaccionar con mayor unidad.