II. EL FIN DE LOS MITOS

—Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda regi�n del aire, adonde se engendra el granizo, las nieves; los truenos, los rel�mpagos y los rayos se engendran en la tercera regi�n; y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la regi�n del fuego...

El ingenioso hidalgo
Don Quijote de la Mancha

 

LA REVOLUCI�N DE COP�RNICO Y SUS CONSECUENCIAS

LA SITUACI�N empez� a cambiar cuando Cop�rnico, poco antes de su muerte en 1543, mand� a la imprenta su famoso libro De Revolutionibus, en el que afirmaba que la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol. Cop�rnico pretend�a no s�lo defender el sistema helioc�ntrico, sino tambi�n elaborar un modelo para calcular las posiciones de los astros con mayor precisi�n que Tolomeo. Desgraciadamente, no pudo liberarse de la supuesta perfecci�n del movimiento circular y tuvo que recurrir a los embrollosos epiciclos para poder describir el detalle fino de los movimientos planetarios. Hay que reconocer que si la teor�a de Cop�rnico no fue aceptada de inmediato, se debi� en parte a que, para fines pr�cticos, no era m�s simple que el sistema de Tolomeo.

Uno de los argumentos fuertes en contra del sistema de Aristarco y Cop�rnico era que las estrellas no mostraban ninguna paralaje durante el a�o terrestre. En efecto, la posici�n de las estrellas deber�a de variar por cierto �ngulo (la paralaje) durante el recorrido anual de la Tierra alrededor del Sol (Figura 6). Hoy en d�a sabemos que este efecto existe, pero que es demasiado peque�o para medirse f�cilmente. Cop�rnico argument�, con justa raz�n, que la paralaje estelar no puede percibirse porque las estrellas se encuentran demasiado distantes (a distancias que resultaban fabulosas en esa �poca, �Y que eran mucho menores que las reales!). Pero no pudo abandonar la esfera celeste y sigui� colocando a las estrellas sobre una b�veda de dimensiones inconcebibles, pero de todos modos finita. Mencionemos tambi�n, como dato curioso, que Cop�rnico rehizo y acept� sin grandes modificaciones los c�lculos de Tolomeo de la distancia Tierra-Sol, valor veinte veces menos que el real. En cuanto a dimensiones, el universo de Cop�rnico no difer�a del de los antiguos griegos.




Figura 6. Midiendo el �ngulo de paralaje a y conociendo el radio de la �rbita terrestre, se deduce la distancia a una estrella.


Empero, al privarse a la b�veda estelar de un movimiento real, surgi� la posibilidad de que el Universo no tuviera l�mites. Poco despu�s de la muerte de Cop�rnico, el ingl�s Thomas Digges public� su propia versi�n del sistema copernicano en el que presentaba al sistema solar rodeado de una distribuci�n infinita de estrellas (Figura 7). Pero el reino de las estrellas de Digges no era semejante a nuestro mundo humano, sino que era la morada de Dios y sus �ngeles.




Figura 7. El Universo seg�n Digges (de A Perfit Description of the Caelestial Orbes, 1576.)


A Giordano Bruno corresponde el m�rito de haber concebido un Universo m�s mundano: ".... existen un n�mero innumerable de soles, y un n�mero infinito de tierras que giran alrededor de esos soles...", se atrevi� a afirmar. Sin embargo, Bruno lleg� a tales conclusiones a partir de especulaciones metaf�sicas que poco ten�an que ver con un m�todo cient�fico. Su visi�n del mundo es, en realidad, animista, y se acerca m�s al pante�smo que a la ciencia moderna. Y si puso al Sol en el centro del sistema solar, no fue por razones astron�micas, sino porque le asignaba a ese astro propiedades vitalistas, al estilo de la filosof�a herm�tica de su �poca. De todos modos, las ideas de Bruno le valieron ser acusado de hereje y morir en una hoguera de la Santa Inquisici�n justo cuando se iniciaba el siglo XVII.

Un siglo despu�s de Cop�rnico, el gran astr�nomo Kepler se propuso encontrar las "armon�as" que rigen el movimiento de los planetas. Convencido de que el Sol es el centro del Universo, Kepler dedic� largos y penosos a�os a estudiar los datos observacionales, recopilados por su maestro Tycho Brahe y �l mismo, con la esperanza de encontrar algunas leyes simples que rijan con toda precisi�n el curso de los planetas. Su b�squeda no fue vana; Kepler descubri� las famosas tres leyes que ahora llevan su nombre. De golpe, se desmoron� el embrolloso sistema de epiciclos, del que ni Cop�rnico hab�a podido liberarse, para dejar lugar a la inesperada simplicidad de las elipses.1

A Kepler le desagradaba la idea de un Universo infinito. Consideraba la cuesti�n de la finitud o infinitud del mundo como ajeno a la experiencia humana. Pero, adem�s, encontr� un argumento para demostrar que el Sol era muy diferente de las estrellas. Antes de que se inventaran los telescopios, se cre�a que el tama�o aparente de las estrellas correspond�a a su tama�o real; se manejaba un valor t�pico de 2 minutos de arco para el di�metro aparente de una estrella. Kepler demostr� que si las estrellas se encontraban tan distantes como lo implicaba el sistema de Cop�rnico, el di�metro real de una estrella t�pica deber�a de ser mayor que la �rbita terrestre. M�s a�n, el cielo visto desde una estrella tendr�a una apariencia muy distinta de la que se observa desde la Tierra: las estrellas se ver�an como grandes bolas de luz y no como peque�os puntos luminosos. Hoy en d�a, sabemos que el tama�o aparente de una estrella es s�lo un espejismo producido por la atm�sfera terrestre, que ensancha su imagen, pero este fen�meno era desconocido en tiempos de Kepler, por lo que su argumento parec�a perfectamente s�lido.

El sistema de Cop�rnico encontr� otro gran defensor en un contempor�neo de Kepler: Galileo. Quiz�s no fue Galileo el primer hombre que mir� el cielo a trav�s de un telescopio, pero s� fue el primero en hacerlo sistem�ticamente, en interpretar sus observaciones y, sobre todo, en divulgar sus descubrimientos y hacerlos accesibles a un c�rculo m�s amplio que el de los eruditos versados en lat�n. Desde temprano fue Galileo un apasionado defensor de Cop�rnico y sus observaciones astron�micas vinieron a confirmar sus convicciones. Pero, bajo la presi�n de los arist�telicos que dominaban la vida cultural de esa �poca, la Iglesia romana ya hab�a tomado partido por el sistema geoc�ntrico, por supuestas congruencias con narraciones b�blicas. Galileo se propuso convencer con pruebas objetivas a los altos prelados de la Iglesia de que Cop�rnico ten�a raz�n; pero despu�s de insistir varios a�os, s�lo obtuvo una prohibici�n oficial de ense�ar el sistema helioc�ntrico.

A pesar de todo, Galileo public�, en 1632, el Di�logo sobre los dos principales sistemas del mundo, libro en el que confrontaba, de una manera supuestamente imparcial, las doctrinas de Arist�teles y de Cop�rnico. Pero nadie pod�a enga�arse con las simpat�as del autor: el h�roe del libro era Salviati, defensor de Cop�rnico, quien refutaba uno por uno los argumentos de su contrincante, el fil�sofo peripat�tico Simplicio, torpe defensor de Arist�teles. El Di�logo fue escrito originalmente en italiano y pretend�a ser un libro de divulgaci�n m�s que un texto cient�fico. Del sistema de Cop�rnico, s�lo aparec�a la idea helioc�ntrica, sin los embrollos matem�ticos de la teor�a. No todos los argumentos de Galileo eran claros, o aun verdaderos: al final del libro, por ejemplo, aparece una teor�a de las mareas, totalmente err�nea, con la cual pretend�a demostrar el movimiento de la Tierra. M�s a�n, no se menciona en el libro ni media palabra de los descubrimientos de Kepler, que Galileo no pudo valorar correctamente. Pero a pesar de sus limitaciones, el Di�logo tuvo el efecto suficiente para causar revuelo en el medio cient�fico y religioso. Apenas publicado, fue vetado por la Iglesia, y Galileo fue juzgado y condenado a retractarse de sus convicciones.2

Por lo que respecta a la cosmolog�a, Galileo descubri� que la V�a L�ctea est� compuesta por una infinitud de peque�as estrellas que s�lo pueden distinguirse con un telescopio. As� se aclaraba el misterio de esa banda luminosa en el cielo que tanto hab�a despertado la imaginaci�n de los fil�sofos y los poetas.

Tambi�n descubri� Galileo que el telescopio reduc�a el tama�o aparente de las estrellas. Sospech� que tal tama�o era una ilusi�n �ptica y la achac� al mecanismo de visi�n del ojo. Sin embargo, sigui� pensando que el di�metro aparente no era totalmente ilusorio y le adscribi� un valor promedio de 5 segundos a una estrella de primera magnitud y 5/6 de segundos a una de sexta. A partir de ah�, Galileo calcul� que una estrella de sexta magnitud deb�a de encontrarse a 2 160 unidades astron�micas.3 Aunque todav�a err�neo, este valor permit�a considerar seriamente que las estrellas son semejantes a nuestro Sol.

En cuanto al tama�o del Universo, Galileo se mostr� excepcionalmente cauto al respecto. "Es a�n incierto (y creo que lo ser� siempre para la ciencia humana) si el mundo es finito o, lo contrario, infinito..." lleg� a afirmar,4 y con cierta raz�n, pues cualquier otra posici�n basada en los conocimientos de su �poca hubiera sido simple especulaci�n.

Las observaciones de Galileo permitieron alejar suficientemente a las estrellas para que no pareciera descabellado afirmar que el Sol es una estrella com�n, cuya �nica particularidad es estar muy cerca de nosotros. A Christian Huygens (1629-1695) corresponde el primer intento de medir la distancia a las estrellas. Suponiendo que la estrella Sirio es igual al Sol, Huygens trat� de comparar el brillo de estos dos astros para determinar sus distancias relativas. Para ello hizo pasar la luz del Sol a trav�s de unos peque��simos agujeros, hasta que la cantidad de luz solar que quedaba le pareciera comparable a la luz de Sirio. Conociendo el tama�o de los agujeros, calcul� que si el di�metro solar fuese 27 664 menor de lo que es, el Sol se ver�a con el mismo brillo que Sirio. Por lo tanto, esta estrella deber�a encontrarse 27 664 veces m�s alejada de la Tierra que el Sol. Y Huygens no dej� de admirarse de tan fabulosa distancia:

una bala de ca��n tardar�a cientos de miles de a�os en llegar a las estrellas... y sin embargo, cuando las vemos en una noche clara, nos imaginamos que se encuentran a no m�s de unas cuantas millas encima de nuestras cabezas... y que n�mero tan prodigioso de estrellas debe haber aparte de �stas, tan remotas de nosotros...5


No se imagin� Huygens que la distancia que calcul� era veinte veces menor que la real, y que �sta a su vez es un modest�simo intervalo, casi humano, en la escala c�smica.

La manera correcta de calcular las distancias relativas del Sol y las estrellas (suponiendo que todas tienen el mismo brillo real) es comparar directamente sus brillos aparentes. Una ley simple y fundamental de la �ptica es que la luminosidad aparente de un objeto disminuye como el cuadrado de su distancia: as�, por ejemplo, un foco colocado a 20 metros se ve 4 veces menos brillante que si estuviera a 10 metros, a 80 metros se ve 9 veces menos brillante, etc. Debido a la gran disparidad entre el brillo del Sol y el de cualquier estrella, es imposible compararlas con suficiente precisi�n. En 1668, el matem�tico escoc�s James Gregory tuvo la idea de comparar una estrella con J�piter, cuyo brillo relativo con respecto al Sol puede calcularse indirectamente a partir de la distancia y la reflectividad de este planeta. El m�todo es esencialmente correcto (a diferencia del de Huygens) y Gregory encontr� que Sirio se encuentra a 83 190 unidades astron�micas.

LA S�NTESIS NEWTONIANA

Hasta tiempos de Galileo, y aun despu�s, no se hab�a percibido ninguna relaci�n entre la ca�da de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los planetas en el cielo. Nadie hab�a refutado la doctrina de Arist�teles de que los fen�menos terrestres y los celestes son de naturaleza totalmente distinta, y que los sucesos m�s all� de la �rbita lunar no pueden entenderse con base en nuestras experiencias mundanas.

La situaci�n cambi� dr�sticamente cuando Isaac Newton descubri� que la gravitaci�n es un fen�meno universal. Todos los cuerpos en el Universo —ya sean manzanas, planetas o estrellas— se atraen entre s� gravitacionalmente; y la fuerza de atracci�n (F) entre dos cuerpos es proporcional a sus masas (M1 y M2) e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia (D) que los separa:

 

donde G es la constante de la gravitaci�n.

Seg�n una leyenda muy conocida, Newton lleg� a tales conclusiones un d�a que, sentado bajo un manzano y meditando sobre el por qu� la Luna se mantiene unida a la Tierra, vio caer una manzana. La realidad es m�s complicada: Newton encontr� la clave del sistema del mundo en las leyes de Kepler. Guiado por ellas, logr� demostrar que el movimiento de los planetas es producido por la atracci�n gravitacional del Sol sobre ellos. Para tal haza�a intelectual, que ocurri� en los a�os 1684-1685, Newton utiliz� un poderos�simo m�todo matem�tico que �l mismo hab�a inventado en su juventud.6 Sus resultados los public� en 1686 en el c�lebre libro llamado los Principia, que se�ala el nacimiento de la f�sica como ciencia exacta.

El problema del movimiento de los planetas hab�a sido resuelto finalmente, pero quedaban las estrellas. Inspirado seguramente por el m�todo de Gregory, Newton hizo un c�lculo simple7 para demostrar que el Sol se ver�a del mismo brillo que Saturno si estuviera 60 000 veces m�s alejado (suponiendo que este planeta refleja una cuarta parte de la luz solar). Este valor equivale a unas 600 000 unidades astr�nomicas, que ser�a la distancia t�pica a una estrella de primera magnitud, en perfecto acuerdo con los conocimientos modernos (Sirio, por ejemplo, se encuentra a 550 000 unidades astron�micas). As�, en tiempos de Newton ya se ten�a plena conciencia de las distancias interestelares. Tambi�n son de esa �poca los primeros intentos de calcular la distancia de la Tierra al Sol, midiendo la paralaje del Sol visto desde dos lugares alejados de la Tierra; los resultados obtenidos no eran demasiado err�neos.8

La existencia de la gravitaci�n universal implica que las estrellas deben estar, efectivamente, muy alejadas para no influir sobre el Sol y sus planetas. Pero, aun infinitesimal, esa atracci�n no puede ser totalmente nula: un conglomerado de estrellas acabar�a por colapsarse sobre s� mismo debido a la atracci�n entre sus partes, y �se ser�a el destino de un Universo finito. Newton lleg� a la conclusi�n de que, para que ello no suceda, el Universo debe ser infinito y uniforme; s�lo peque�as regiones pueden colapsarse sobre s� mismas para formar regiones m�s densas —y es quiz�s as� como se forman las estrellas, especul� el gran cient�fico ingl�s.

Con el surgimiento de la f�sica newtoniana qued� liquidada definitivamente la f�sica aristot�lica, con sus esferas celestes y regiones emp�reas. No quedaba duda: nuestro sistema solar es apenas un punto en el espacio y las estrellas son las verdaderas componentes del Universo.

�FINITO O INFINITO?

Desgraciadamente, un Universo infinito no estaba excento de problemas. Prueba de ello es una famosa paradoja que se atribuye a Wilhelm Olbers, quien la public� en 1823, y que intrig� a los cosm�logos durante m�s de un siglo. El problema fue se�alado por primera vez por el astr�nomo ingl�s Halley —contempor�neo de Newton— y consiste en el hecho de que el cielo deber�a ser infinitamente brillante si el Universo fuera infinito.

Supongamos que dividimos el Universo en una serie de c�scaras esf�ricas de igual grosor y con centro en el Sistema Solar, tal como se ve en la (figura 8.) Si la distribuci�n de estrellas es uniforme, el n�mero de estrellas en una c�scara dada es proporcional al volumen de la misma, y este volumen es proporcional al cuadrado del radio de la c�scara. Por otra parte, las estrellas en esa c�scara se ver�an desde la Tierra con una luminosidad inversamente proporcional al cuadrado de la distancia a la que se encuentran, o sea, el radio de la c�scara. En consecuencia, el brillo de cada c�scara es el mismo, independientemente de su radio: en c�scaras cada vez m�s lejanas, la disminuci�n del brillo de cada estrella se compensa exactamente por el aumento en el n�mero de estrellas en cada c�scara. Si el Universo es infinito, el n�mero de c�scaras esf�ricas en que lo podemos dividir es infinito. El brillo de cada c�scara puede ser muy peque�o, pero una cantidad peque�a sumada un n�mero infinito de veces da una cantidad infinita. Como consecuencia, el brillo sumado de todas las estrellas deber�a ser infinito, en contradicci�n con el cielo negro y estrellado que vemos de noche.



Figura 8. Paradoja de Olbers: si se divide el Universo en c�scaras conc�ntricas, de igual grosor y centradas en la Tierra, el brillo de cada c�scara es el mismo, y el brillo de todas las c�scaras sumadas es infinito.

Los astr�nomos partidarios de un Universo infinito propusieron diversas soluciones al problema. La m�s simple era suponer que el espacio interestelar no es totalmente transparente, sino que contiene materia muy difusa que absorbe parte de la luz. Se pudo demostrar que aun una peque��sima absorci�n era suficiente para volver al cielo oscuro. El �nico inconveniente de esta soluci�n era que, todav�a a principios del siglo XX, no se hab�a descubierto ninguna prueba observacional de que el espacio c�smico no es completamente vac�o.

Un siglo despu�s de Newton, el fil�sofo alem�n Immanuel Kant (1724-1804) decidi� examinar el problema de la extensi�n del Universo desde el punto de vista de la filosof�a. Reuni� todos los argumentos en favor y en contra de un Universo sin l�mites y mostr� que era posible, a partir de razonamientos puramente l�gicos, demostrar tanto la finitud como la infinitud del Universo (la llamada antinomia de extensi�n9). Para Kant, la contradicci�n resid�a en nuestro sistema cognoscitivo, ya que exist�an limitaciones naturales a nuestras posibilidades de comprender el Universo.

LOS UNIVERSOS-ISLAS

Como lo sugiere su nombre, la V�a L�ctea es una franja luminosa, y su aspecto debe corresponder a la forma del Universo estelar. Alrededor de 1750, un caballero ingl�s llamado Thomas Wright propuso un ingenioso modelo del Universo, seg�n el cual, las estrellas estaban distribuidas m�s o menos uniformemente en un plano infinito en el que se encontraba inmerso el Sol. Al mirar en una direcci�n perpendicular el plano, se ven s�lo las estrellas m�s cercanas, pero en la direcci�n del plano se observan una infinitud de estrellas distribuidas en una franja que rodea la b�veda celeste. �sta es justamente la apariencia de la V�a L�ctea en el cielo nocturno (Figura 9).



Figura 9. Modelo de la V�a L�ctea, seg�n Thomas Wright: el Sol se encuentra en el punto A. Este diagrama apareci� en su libro Una teor�a original o nueva hip�tesis del Universo, 1750.


Por una iron�a de la historia, las especulaciones filos�ficas de Kant sobre el Universo se volvieron obsoletas a medida que avanzaba la ciencia;10 pero otras especulaciones suyas sobre cosmogon�a, publicadas en una de sus obras de juventud,11 habr�an de volverse inmortales. Kant conoc�a el modelo de Wright del Universo planar y la teor�a de la gravitaci�n universal de Newton, y se dio cuenta de que eran incompatibles. El problema fundamental era mantener la estructura de la V�a L�ctea sin que se colapsara sobre s� misma. Kant encontr� la clave del problema en el Sistema Solar: los planetas son atra�dos por el Sol, pero no caen sobre �ste debido a que giran a su alrededor y la fuerza centr�fuga compensa la atracci�n gravitacional. Del mismo modo, la V�a L�ctea podr�a mantenerse estable si las estrellas estuvieran distribuidas, no en un plano infinito, sino en un disco en rotaci�n. Las estrellas todas describir�an gigantescas �rbitas alrededor del centro de la V�a L�ctea y su fuerza centr�fuga impedir�a el colapso.

No contento con una hip�tesis tan audaz, Kant dio un segundo paso a�n m�s espectacular. Si la V�a L�ctea es un conglomerado de millones de estrellas con forma de disco, �no podr�an existir otras V�as L�cteas, semejantes a la nuestra y tan lejanas de ella como las estrellas lo son de los planetas? Tales conglomerados se ver�an como simples manchas luminosas debido a sus enormes distancias y sus formas ser�an circulares o el�pticas. Y justamente tales objetos ya hab�an sido observados, se�al� Kant: son las llamadas estrellas nebulosas, o al menos una clase de ellas: manchas luminosas s�lo visibles con un telescopio y cuya naturaleza era un misterio en su �poca.

El gran astr�nomo William Herschel (1738-1822) lleg� a conclusiones parecidas, pero a partir de observaciones directas. Herschel construy� lo que fue el mayor telescopio de su �poca, y con �l estudi� la configuraci�n de la V�a L�ctea. Suponiendo que la extensi�n de una regi�n sideral es proporcional al n�mero de estrellas que se ven en ella, Herschel concluy� que nuestro sistema estelar tiene una forma aplanada, de contornos irregulares (parecida a una amiba, Figura 10), y con el Sol en la regi�n central. Tambi�n descubri� Herschel numerosas nebulosas y se pregunt�, al igual que Kant, si no ser�an lejan�simos conglomerados de estrellas. Tal parece que �sa fue su opini�n, hasta que un d�a descubri� una nebulosa con forma de anillo y una estrella situada muy conspicuamente en su centro, asociada sin ninguna duda a la nebulosa (Figura 11); �sta no pod�a ser un "universo-isla", sino materia circundante de la estrella.





Figura 10. La forma de la V�a L�ctea, seg�n William Herschel; el Sol se encuentra en el centro. (En The Collected Works of Sir William Herschel, Londres 1912.)




Figura 11. Nebulosa de la Lira. El anillo es en realidad una c�scara de gas brillante eyectado por la estrella central.



En el siglo XIX, el astr�nomo ingl�s Rosse construy� un telescopio a�n m�s potente que el usado por Herschel y estudi� detalladamente las nebulosas. Se dio cuenta de que presentaban formas diversas; algunas, en particular, ten�an brazos espirales y recordaban rehiletes.

Los astr�nomos empezaban a sospechar que bajo el nombre gen�rico de nebulosas hab�an agrupado objetos muy distintos entre s�. �Son algunas nebulosas "universos-islas"? �Y qu� son las otras? La inc�gnita habr�a de perdurar todav�a un siglo despu�s de la muerte de Kant y Herschel.

NOTAS

1 Recordemos brevemente las tres leyes keplerianas. 1) Los planetas se mueven en elipses con el Sol en un foco. 2) El radio vector del Sol a un planeta barre �reas iguales en tiempos iguales. 3) El cuadrado del periodo orbital de los planetas es proporcional al cubo de sus radios orbitales.

2 A Galileo se le presenta com�nmente como un m�rtir de la lucha entre la verdad y el oscurantismo religioso. En Los son�mbulos, Arthur Koestler sostiene una posici�n distinta: seg�n �l, el juicio fue el resultado de una sucesi�n de malentendidos, causados en parte por la vanidad de Galileo. Me parece que Koestler subestim� el papel de Galileo como uno de los fundadores de la nueva ciencia, dando demasiada importancia a sus equivocaciones, que las tuvo como todo cient�fico, y sus pendencias con la comunidad acad�mica de su �poca.

3 Unidad astron�mica: distancia de la Tierra al Sol (aproximadamente 150 millones de kil�metros).

4 Carta a Ingoli (Opere, vol. VI, p, 518), citada por A. Koyr�, Del mundo cerrado al Universo infinito.

5 C. Huygen, Cosmotheoros; citado en Theories of the Universe, M. K. Munitz ed. (Free Press, Illinois, 1957).

6 Tambi�n inventado independientemente y casi al mismo tiempo por Leibniz, afrenta que Newton nunca le perdon�.

7 Art�culo 57 del Sistema del mundo, IV parte de los Principia.

8 La primera medici�n suficientemente precisa de la distancia Tierra-Sol fue realizada por el astr�nomo alem�n Encke en 1824.

9 I. Kant, Cr�tica de la raz�n pura. 10 Kant no se hab�a imaginado que el espacio no es euclidiano, como veremos en el cap�tulo IV. V�ase tambi�n J.J. Callahan, "The Curvature of Space in a Finite Universe", Scientific American, p. 20, agosto de 1976. 11 Historia natural y universal y teor�a de los cielos (1755). El pasaje en cuesti�n se encuentra en Munitz, op. cit., p. 225

 

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