III. EN LOS ESTADOS UNIDOS

EL 5 de octubre por la madrugada, habiendo recorrido por el r�o Delaware los 160 kil�metros que hay entre la desembocadura de �ste en el Atl�ntico y la ciudad de Filadelfia, se preparaban los miembros de la Comisi�n Astron�mica Mexicana para desembarcar en esa ciudad y continuar el viaje por tren hacia Nueva York. Pensaban arribar a esta �ltima durante el transcurso de la misma ma�ana, teniendo as� tiempo para entrevistarse con algunas personas que podr�an proporcionarles informaci�n exacta sobre los barcos que estaban pr�ximos a salir de San Francisco rumbo al Oriente. Seguramente habr�an logrado realizar sus planes,

si un m�dico gigantesco no hubiera mandado hacer alto imponi�ndonos la cuarentena. Esta noticia nos puso l�vidos y suplicamos al facultativo usase de toda su ciencia para convencerse de nuestra exorbitante salud.

D�az Covarrubias intent� convencer al celoso empleado de la oficina de sanidad para que le permitiera ir a tierra a hablar con personal de mayor jerarqu�a de esa oficina y as� solucionar satisfactoriamente el problema originado por su reciente estancia en La Habana, ciudad atacada poco antes por la peste negra.

Lo �nico que consigui� fue que Barret, el capit�n del Yazoo, fuera autorizado a bajar del vapor para intentar obtener un permiso especial de entrada para los comisionados mexicanos.

D�az Covarrubias entreg� a Barret el texto de un telegrama urgente que �ste deb�a enviar al representante diplom�tico mexicano en Washington, Ignacio Mariscal.

Aproximadamente a las seis de la tarde, tras doce horas de arduas gestiones, tanto por parte de Barret como del ministro mexicano Ignacio Mariscal, lograron nuestros comisionados autorizaci�n para proseguir el viaje. Aunque ese d�a ya lo hab�an perdido, decidieron desembarcar esa misma noche los pesados instrumentos y as� ganar tiempo.

Pasaron la noche en Filadelfia, de la cual Bulnes lo �nico que parece recordar es el comedor del hotel y la forma en que los cientos de comensales devoraban una enorme variedad de platillos.


Un mostrador serv�a de mesa donde se hallaban colocadas grandes pir�mides de carne que me parecieron, por su magnitud, jamones de elefante. El mostrador en su altura media, ten�a una cornisa sobre la que reposaba el pan y las papas. Las manos armadas de cuchillos degollaban en el aire pavos de carne dura como la del �guila, y los cuerpos que ocupaban la cornisa quedaron instant�neamente destrozados por un millar de dedos. Apenas quedaba un lugar vac�o dos o tres se echaban sobre �l. No se hablaba: se rug�a y se masticaba; bebidas de todos colores y mezclas detonantes desaparec�an a grandes tragos a favorecer las combinaciones extraordinarias de aquellas cabezas incultas. Yo me esper� temiendo ser mordido o degollado. Cuando termin� aquella manifestaci�n de voracidad, com� meditando en los contactos f�ciles que aproximan a la humanidad con los animales carniceros de la selva.

Al mediod�a del 6 de octubre abordaron el ferrocarril que los llevar�a a Nueva York, llegando a �sta s�lo cuatro horas despu�s. Debido a los diferentes tr�mites que tuvieron que hacer para transbordar su pesado equipaje, ya no les fue posible llevar a cabo ninguna de las actividades que ten�an planeadas para ese d�a.

El 7, por la ma�ana, D�az Covarrubias comunic� a Fern�ndez Leal, Barroso y Bulnes que tomaran el d�a para conocer Nueva York, ya que Jim�nez y �l, por haber estado antes en esa ciudad, pod�an dedicarse a realizar los arreglos para continuar el viaje.

En efecto, ayudados por el c�nsul mexicano en esa ciudad hicieron todos los tr�mites necesarios para que las pesadas cajas que conten�an los instrumentos astron�micos fueran transportadas por v�a acelerada (expr�s) a San Francisco. El costo de ese servicio fue elevado, pero era la �nica forma de garantizar que los telescopios estuvieran listos para embarcarse cuando los comisionados llegaran a ese puerto.

Despu�s de realizar los tr�mites, D�az Covarrubias logr� entrevistarse con el gerente de la Compa��a de Vapores del Pac�fico, quien en un principio, pensando que nuestros compatriotas iban a solicitarle pasajes gratuitos, tard� un buen rato en atenderlos. Cuando finalmente los recibi�, Francisco D�az Covarrubias le hizo saber que su inter�s en verlo era porque necesitaba datos fidedignos sobre los vapores que habr�an de partir en fecha pr�xima de San Francisco y los puntos de destino de �stos. El gerente accedi� de la manera m�s atenta a proporcionarle los informes solicitados. Le hizo saber que el vapor Vasco de Gama ten�a fijada su fecha de salida para el 16 o 17 de octubre y que su destino ser�a Yokohama y Hong Kong, estim�ndose el tiempo de viaje en un mes.

El gerente les recomend� que esperaran la salida de otro vapor de mayor calado, la que ocurrir�a el d�a 30 de octubre. D�az Covarrubias, tras asegurarse de que la �nica raz�n de esta recomendaci�n era en t�rminos de las comodidades que el barco m�s grande ofrec�a, rechaz� la idea de esperar.

Mientras esto suced�a, Francisco Bulnes, cumpliendo con su car�cter de cronista, se dedic� a recorrer la ciudad, consignando con esp�ritu cr�tico y no exento de gracia, sus impresiones sobre Nueva York.


En este oc�ano humano perpetuamente enfurecido, se desarrollan lentas ondulaciones que se rompen en construcciones colosales o se deshacen en las avenidas. Un ruido continuo y confuso de pasos, de rozamientos, de choques y de palabras breves y significativas, asciende a esa fila de habitaciones que van sobreponi�ndose hasta colmar el abismo del vac�o luminoso que dejan entre s� las c�pulas de vistosos palacios y las severas torres de los templos.

Despu�s de filosofar sobre el comportamiento de los miembros de esa extra�a sociedad y buscando alg�n entretenimiento nocturno, dio con un espect�culo por dem�s ins�lito, sobre el que dice:


Con estas ideas recorr�a las calles de Nueva York a las diez de la noche. Fumaba simult�neamente dos puros, porque en ning�n caf� me hab�an permitido hechar [sic] humo, y levantando la cabeza buscaba la inscripci�n de alg�n placer. De repente leo en la puerta de un circo: Wexton walk in this moment. Wexton, me dije, debe ser alg�n dromedario que va a tocar el viol�n o una cebra que, puesta en libertad, pronunciar� un discurso en alem�n. Los carteles de un hip�dromo americano me han detenido siempre. Al comprar mi billete me figur� un gran trabajo de trapecios y algunos de esos entretenimientos de sal�n donde un acr�bata se coloca una pantera en la punta de la nariz y juega con su familia a la pelota. Mi decepci�n fue inmensa, no encontrando sino un hombre que no hac�a otra cosa que marchar como arzobispo en procesi�n. �Este hombre se hace pagar por que lo vean andar?, pregunt� a un desconocido que se hallaba a mi lado. No, me respondi�; ha hecho la apuesta de caminar 500 millas en siete d�as, hoy es el cuarto y tiene ya fiebre; si gana, le pagar�n cinco mil pesos.

Entonces me acerqu� a ver la fisonom�a del m�s encarnizado perseguidor de la fortuna. Su mirada se hab�a extraviado, agitada por la calentura; su tinte era l�vido; sus miembros temblaban, y una sonrisa constante, implacable, de desd�n y de fiero, separaba sus labios r�gidos y secos. Dos hombres le acompa�aban derram�ndole aire con unos fuelles. De vez en cuando se deten�an; un m�dico se le aproximaba, le tomaba el pulso, le daba fricciones en el cerebro y le imprim�a el primer empuje para ponerlo de nuevo en movimiento. A cada vuelta de la elipse del gran circo, sonaba un campanillazo; los jueces de aquella barbaridad anotaban, y cuando Wexton hab�a concluido una milla, una especie de pregonero gritaba: one mile more. Este hombre, que se hab�a propuesto adquirir cinco mil pesos de la manera m�s honrada, pero tambi�n m�s extravagante, produc�a piedad y desesperaci�n. El p�blico silencioso lanzaba un �hurra! para alentarlo a cada milla recorrida, pero en ning�n semblante se descubr�an trazos de satisfacci�n.

Yo no me pude convencer de que aquello fuera una diversi�n. Es terrible la frialdad de un p�blico que contempla atentamente los pasos de un hombre que busca un pu�ado de oro a orillas de la muerte, con m�sica, gran iluminaci�n y con el aparato que se da a los placeres. Despu�s de considerar de lo que era capaz ese hombre para tomarle el primer favor a la riqueza, no pude concebir lo que har�a de imposible para obtener el segundo; y disgustado del espect�culo, me retir� a dormir.



Debido a los retrasos involuntarios sufridos desde su salida de la ciudad de M�xico, los comisionados hab�an perdido un total de diez d�as en relaci�n con lo planeado. D�az Covarrubias, siempre preocupado por el tiempo, hab�a logrado solucionar en un solo d�a todo lo que ten�a que arreglar en Nueva York, por lo que se decidi� continuar el viaje.

A las ocho de la noche del 7 de octubre abordaron el ferrocarril del oeste rumbo a Chicago. El viaje ser�a largo pues la velocidad promedio era de treinta y seis kil�metros por hora. El lujo y comodidad de los vagones del sistema ferroviario estadunidense volvi� a impresionar gratamente a nuestros viajeros, quienes despu�s de instalarse c�modamente, se dedicaron al descanso.

El pragmatismo de la sociedad estadounidense y la gran libertad que gozaban las mujeres debieron de haber sido hechos que impresionaron fuertemente a nuestros cinco cultos compatriotas ya que con frecuencia ocuparon el tiempo en largas discusiones y reflexiones sobre esos temas.

D�az Covarrubias, hombre de mundo, maduro y viajero experimentado, dej� consignadas las siguientes reflexiones sobre la mujer estadounidense y su independencia:


Cuando ve�a yo a tantas damas j�venes y hermosas que, llegada la hora de reposo, se dirig�an tranquilamente a sus camas para desnudarse al solo abrigo de una cortina, y esto en medio del desierto, rodeadas de hombres tal vez desconocidos, no me era dable evitar que viniesen a mi memoria los tiempos, no muy remotos a�n, en que una pudorosa lady se hab�a estremecido de horror s�lo al figurarse dormir confiada al lado de un hombre extra�o, del que �nicamente la separara un delgado tabique de madera, marca m�s bien de l�mite de propiedad que defensa material, y a cuyas miradas s�lo se ocultara con unas flotantes y ligeras cortinas. Reflexionaba en que s� deber�a traducirse esta transformaci�n de h�bitos, simplemente por una concesi�n que el pudor se ve�a obligado a hacer a la ley de la necesidad, o si era por el contrario la expresi�n de la confianza en la moralidad general, en las garant�as que a todo el mundo imparte una legislaci�n vigorosa y como tal respetable y respetada. Para decidirse por el primer extremo, aun prescindiendo de otras muchas consideraciones, ser�a preciso ver que �nicamente viajasen mujeres desvalidas, de pobre condici�n, que las de una posici�n social m�s elevada s�lo lo hiciesen rodeadas de sus deudos. Pero como no es as�, sino que se ven con tanta frecuencia, especialmente en los Estados Unidos, j�venes de buena posici�n y de irreprochables costumbres que recorren solas, por gusto y no por necesidad, inmensas distancias; y cuando es tan raro que sean objeto de alg�n atentado, no se puede dejar de convenir en que la moralidad, como todo, manifiesta la ben�fica influencia de la civilizaci�n. Y este progreso tiene mucho de espont�neo, pues si bien en todo pa�s culto est� la moralidad protegida por las leyes, nunca ser�an �stas bastante fuertes para conservarla y aumentarla, si a la vez no se hubiese ido arraigando por convicci�n en todas las inteligencias cultivadas, y en las que lo est�n menos por el simple h�bito de respetar lo que aqu�llas respetan.

En pocos pa�ses es tan considerada la mujer como en los Estados Unidos, pues esa consideraci�n llega all� a un grado tal, que degenera a veces en exagerada, convirtiendo a algunos individuos de esta hermosa mitad del g�nero humano en verdaderos tiranos exigentes y mal�volos, o en seres equ�vocos que aspiran a ocupaciones, posici�n y derechos de todo punto incompatibles con las obligaciones que les impone su sexo y que ser�n siempre rechazadas por la raz�n y la filosof�a.


Adem�s del poco tiempo disponible para instalar correctamente los observatorios, nuestros compatriotas se preocupaban constantemente por los acontecimientos pol�ticos que en cualquier momento pod�an entorpecer o, inclusive, impedir su misi�n. A�n no hab�an determinado d�nde instalar sus campamentos, por lo que con frecuencia recurr�an a los mapas para tratar de localizar el lugar m�s adecuado.

De San Francisco a Yokohama, puerto de acceso a los extranjeros en Jap�n, tardar�an unos veintis�is d�as. De ah� har�an unos diez d�as para llegar a Hong Kong o Shangai, de donde intentar�an trasladarse a Pek�n en doce o catorce d�as m�s. Esto, si el r�o por el que navegar�an no se hubiera congelado. Esos c�lculos eliminaban casi por completo a Pek�n como posible sede de los observatorios mexicanos; adem�s, por aquellos d�as los chinos hab�an asesinado a un grupo de n�ufragos japoneses, por lo que el gobierno de Tokio hab�a declarado la guerra al de Pek�n, lo que hac�a muy peligrosa la traves�a en la zona del mar de China.

Pod�an quedarse en Hong Kong; sin embargo, el clima y sobre todo los frecuentes nublados del lugar no eran garant�a para realizar las observaciones.

Australia era otra posibilidad. Debido a lo despejado de su cielo era muy probable que las observaciones fueran del todo satisfactorias; empero, ese pa�s estaba bajo el dominio de Inglaterra y en esos a�os M�xico realizaba una pol�tica de reserva respecto al imperio ingl�s, por lo que tratar de instalarse en alg�n punto del pa�s-continente, hubiera sido ofender la dignidad del nuestro.

As� pues, todo parec�a indicar a nuestros viajeros que el �nico lugar seguro donde pod�an llevar a cabo sus observaciones era Jap�n. Despu�s de mucho discutir, casi se hab�an decidido por ese pa�s, dejando la decisi�n final para cuando tuvieran informes suficientes de clima y sobre todo de los nublados en esa �poca del a�o en el Imperio del Sol Naciente.

Mientras discut�an el final de su viaje, �ste transcurr�a sin contratiempos a bordo del ferrocarril que los llevaba hacia San Francisco. En Chicago cambiaron de tren, dirigi�ndose r�pidamente hacia el oeste.

El paisaje que se presentaba ante sus ojos era variado. Mientras estuvieron en la zona de los grandes lagos por doquier ve�an actividad industrial y agr�cola, pero al ir intern�ndose rumbo a la costa el paisaje se torn� m�s �rido. Despu�s, lentamente, comenzaron a subir hacia la Sierra Nevada.

Al llegar a �sta pudieron admirar las enormes obras de ingenier�a que se hab�an hecho necesarias para mantener libres de nieve las v�as del tren. En efecto, los snow sheds, o apartanieves, eran construcciones de hasta unos cincuenta kil�metros de largo, que cubr�an de manera total y casi continua las v�as f�rreas, evitando as� que la nieve pudiera taparlas.

Estas construcciones, de entre cinco y seis metros de alto y con ancho suficiente para que la locomotora y sus vagones transitaran dentro de ellas, eran totalmente necesarias porque en la parte alta de la sierra, a unos 2 500 metros de altura, llegaban a depositarse en el invierno entre tres y cinco metros de nieve.

El gran inconveniente de estos apartanieves era que por ser de gruesos troncos, en algunas ocasiones, sobre todo en el verano, las chispas despedidas por la caldera de la locomotora los incendiaban, por lo que la compa��a operadora del ferrocarril ten�a permanentemente, adem�s de cuadrillas de reparaci�n, una locomotora con doce carros tanque, llenos de agua, listos para apagar cualquier incendio.

El �nico incidente que tuvieron los astr�nomos, en ese largo viaje, de unos cinco mil cuatrocientos kil�metros, fue el que a Barroso le abrieran su maleta, tratando de robarlo.

Hay que recordar que la �poca en que nuestros comisionados hac�an ese viaje era parte de los violentos tiempos de conquista del oeste por el hombre angloamericano. No es entonces de extra�ar que los miembros de la Comisi�n Astron�mica Mexicana estuvieran muy alertas durante todo el viaje.

La mala fama de los tah�res profesionales que se dedicaban a sorprender a incautos y a originar violencia a bordo de los trenes estadounidenses que viajaban al oeste en esa �poca obligaron a nuestros compatriotas a evitar todo tipo de incidentes, sobre todo cuando al abordar el tren en Chicago vieron que en cada vag�n la compa��a hab�a hecho colocar letreros muy visibles que dec�an:


Por la presente, se previene a los pasajeros contra los juegos de cartas con desconocidos. Con seguridad usted ser� robado si lo hace.

Finalmente el 14 de octubre, a las siete de la noche, llegaron a San Francisco, California. �Casi un mes despu�s de haber salido de la ciudad de M�xico!

En la estaci�n los esperaba el se�or Azp�roz, c�nsul mexicano en San Francisco, quien ayud� en todo a nuestros viajeros.

Azp�roz inform� a los astr�nomos que el vapor Vasco de Gama, en el que viajar�an a Yokohama, Jap�n, retardar�a su salida dos d�as. Este contratiempo fue aprovechado por D�az Covarrubias y sus compa�eros para descansar despu�s de un agitado viaje de veintiocho d�as, en los que hab�an recorrido m�s de 9 600 kil�metros. Adem�s, tuvieron tiempo de hacer algunas compras que por la premura no hab�an podido realizar en la ciudad de M�xico.

As�, por ejemplo, Agust�n Barroso, fot�grafo de la comisi�n, tuvo oportunidad de adquirir una caja oscura, que adaptada a uno de los telescopios permitir�a fotografiar el suceso astron�mico. Tambi�n compr� todo el material necesario para montar un laboratorio fotogr�fico que, instalado en el observatorio que los mexicanos levantar�an en Asia, le servir�a para preparar las emulsiones que utilizar�a durante ese trabajo.

Tambi�n se informaron de que una de las comisiones estadounidenses que se instalar�an en el hemisferio norte hab�a partido meses antes rumbo a Jap�n, donde el profesor Davison, responsable de dicha comisi�n, iba a realizar sus observaciones. �sta fue una raz�n m�s para que D�az Covarrubias pensara que Jap�n era un buen lugar para instalar los dos observatorios mexicanos, ya que seguramente Davison ten�a informes fidedignos sobre el clima de ese pa�s, que indicaban que durante el mes de diciembre el cielo japon�s estaba generalmente tranquilo y despejado.

Asimismo, recibieron informes nada halag�e�os sobre la situaci�n b�lica entre China y Jap�n. A ese respecto, D�az Covarrubias dice:


Las hostilidades estaban a punto de romperse entre China y el Jap�n, a consecuencia de los sucesos de la isla de Formosa; y aunque tem�a much�simo los efectos de la guerra para el objeto de mi expedici�n, cre�a seguro que en el caso de estallar, estar�a yo mejor en el Jap�n, que como potencia mar�tima superior a la China, tomar�a sin duda la iniciativa, como la tom� en efecto, ocupando militarmente a Formosa. Adem�s de esta consideraci�n ya por s� sola decisiva tuve en cuenta todas las relaciones que se me hac�an acerca de la franca hospitalidad que el ilustrado gobierno actual del Jap�n dispensa a los extranjeros; mientras que el de China, siempre intolerante y aun hostil para todo lo que viene de fuera, podr�a acaso acogerme con poca voluntad. Una simple dilaci�n en recibirme oficialmente o en darme la autorizaci�n para establecer mi observatorio en sus dominios, podr�a ser suficiente para hacer abortar todas mis combinaciones, atendido el corto plazo que tendr�a yo a mi disposici�n para terminar la multitud de trabajos preparatorios que me faltaban.

Durante los d�as que se vieron obligados a estar en San Francisco, los astr�nomos mexicanos fueron frecuentemente agasajados por el grupo de compatriotas que ah� resid�a.

Los hechos ocurridos durante la todav�a muy reciente Intervenci�n francesa en contra de nuestro pa�s seguramente motivaron m�s de una discusi�n entre los asistentes a esas reuniones. D�az Covarrubias, hombre que generalmente hac�a comentarios muy mesurados, no pudo ser ajeno a las pasiones que engendr� esa guerra y fue as� que, sin motivo aparente, se expres� acerca de ese tema de la manera siguiente:


Nada tem�is: la patria todo lo olvida, pues en su irreflexiva generosa debilidad no castiga con la muerte ni a los revolucionarios de oficio, y perdona hasta los cr�menes contra el honor militar, �hasta la deserci�n ante el enemigo, hasta la traici�n a sus banderas!

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