II. SE INICIA EL VIAJE

DESPU�S de la gran actividad desarrollada durante los d�as previos al viaje, las primeras horas de �ste fueron propicias para relajarse y meditar. Francisco D�az Covarrubias comenz� a sentir todo el peso de la responsabilidad que voluntariamente hab�a aceptado, pensando con frecuencia que por m�s que los comisionados pusieran todo su empe�o en realizar la misi�n que se les hab�a confiado, exist�an muchos factores fuera de su control, que en cualquier momento pod�an hacer fracasar todos sus esfuerzos.

En un pa�s como el M�xico de fines del siglo pasado, en el que no exist�a una tradici�n cient�fica y en el que la mayor�a de las personas cultas no sab�an lo que significaba desarrollar un trabajo cient�fico, el fracaso de los comisionados, fuera por la raz�n que fuera, se prestar�a a fuertes cr�ticas contra el presidente Lerdo de Tejada y todos aquellos que promovieron y apoyaron la creaci�n de la Comisi�n mexicana, adem�s de que seguramente ser�a la muerte pol�tica, y posiblemente acad�mica, de los cinco expedicionarios. Estos tr�gicos pensamientos y otros similares inquietaron constantemente a D�az Covarrubias, sumi�ndolo en profundas meditaciones.

Francisco Bulnes, menos afortunado durante las primeras horas de ese viaje, no tuvo la libertad de abstraerse y meditar, pues seg�n cuenta:


Mi viaje mental hubiera llegado a divagaciones de m�s importancia, si uno de mis vecinos, que hab�a cenado sobre los cojines de su asiento, no me hubiera lanzado una turbia disertaci�n sobre el cultivo del maguey. Todas las transformaciones de que es susceptible esta planta textil, me fueron demostradas por ese hombre cuya cabeza consideraba yo como un generador de sandeces. Dos grados ten�a ya el Sol sobre el horizonte, y no hab�amos salido de la s�ptima explicaci�n sobre las lluvias de oto�o.

Despu�s de algunas horas de viaje llegaron a Boca del Monte, donde, por comenzar la prolongada bajada del altiplano hacia la costa, se cambi� de locomotora, utilizando una Fairlie de mayor potencia. A pesar de ello el tren bajaba a gran velocidad, haciendo temer a los pasajeros un descarrilamiento en cualquier momento. Ese temor se acrecentaba debido a que al aplicar los frenos para disminuir la velocidad se produc�a un chirrido muy agudo y una vibraci�n que daba la impresi�n de que el tren se iba a desarmar.




Figura 3. Puente de El Infiernillo, del Ferrocarril Mexicano. Tomada de F. D�az Covarrubias, Viaje de la Comisi�n Astron�mica Mexicana al Jap�n.

En Maltrata nuestros viajeros encontraron al ingeniero Joaqu�n A. Gallo, inspector federal del ferrocarril, quien los invit� para que subieran a la parte delantera de la locomotora con el fin de admirar en toda su magnitud el paisaje y, sobre todo, las excelentes obras de ingenier�a llevadas a cabo para que la v�a del tren cruzara sobre r�os y otros accidentes del terreno.

Covarrubias y Barroso aceptaron la invitaci�n, y se instalaron sobre el aventador, localizado en la parte delantera de la locomotora y casi al nivel de los durmientes de la v�a. Cuenta D�az Covarrubias:


Grandes fueron nuestras emociones durante el r�pido descenso y el Sr. Barroso me confi� despu�s, que hab�a pasado una hora de verdadera angustia. Yo la pas� lo mismo, pero en medio de ella no me cans� de admirar el m�rito incuestionable de la v�a. Constantemente sobre las vertientes de las monta�as, siguen las numerosas ondulaciones de los contrafuertes de �stas, semejante a una inmensa serpiente desarrollando sus anillos para amoldarlos a los pliegues del terreno y para escalar lenta pero continuamente las gradas de la serran�a. Se dir�a que temerosa del abismo, se adhiere por instinto a todas las escabrosidades de las rocas, cual si buscase en ellas mil y mil puntos de apoyo para no caer. De trecho en trecho un profundo barranco le corta el paso y entonces salta, por decirlo as�, de un borde al otro, pues los ligeros puentes de hierro cuyas esbeltas columnas casi se pierden ante la robustez de aquella naturaleza, no parecen capaces de suministrar ni una l�nea de apoyo al pesado tren.

La primera dificultad que se present� a nuestros viajeros fue que por esos d�as el puerto de Veracruz estaba siendo atacado por una epidemia de v�mito negro, por lo que, con intenci�n de evitar un posible contagio, D�az Covarrubias decidi� que los comisionados permanecieran en Orizaba, donde esperar�an noticias sobre la salida de alg�n barco que tuviera por destino uno de los puertos de la costa atl�ntica de los Estados Unidos, y s�lo embarcar�an hasta que el vapor estuviera por dejar aquel puerto.

Al llegar a Orizaba tuvieron la mala noticia de que el vapor que esperaban abordar no atracar�a en Veracruz, pues hab�a sufrido una descompostura; lo sustituir�a en la ruta otra embarcaci�n m�s peque�a y lenta.

El 22 de septiembre fueron avisados por v�a telegr�fica de que el vapor Caravelle hab�a fondeado en Veracruz y que, tras descargar; continuar�a su derrotero. Inmediatamente, D�az Covarrubias dio instrucciones de continuar el viaje; salieron de Orizaba al mediod�a. Cinco horas despu�s entraban en la ciudad de Veracruz donde, adem�s del peligro de contraer el v�mito negro, fueron informados de que el Caravelle no viajar�a inmediatamente a la costa atl�ntica de los Estados Unidos, sino que ir�a primero a Cuba.

Como no hab�a ning�n otro barco que zarpara pronto hacia los Estados Unidos, se resignaron a ir a La Habana, donde les aseguraron que podr�an conseguir r�pido acomodo en alguno de los muchos barcos que de ah� viajaban a donde quer�an. Mientras el Caravelle se preparaba para su viaje se vieron obligados a permanecer en Veracruz, siempre con el temor de contraer la fatal enfermedad que azotaba a la ciudad. Bulnes apunt�:


Veracruz estaba triste. El v�mito tornaba a sus elegidos; los habitantes, cuando no van al muelle, se entretienen en examinar si la fisonom�a de los viajeros es o no propicia al v�mito, en medirles la comida, en fijarles las horas de sue�o, en enfrenar sus pasiones y sus instintos. Para amenizar la conversaci�n, cuentan que de trescientos hombres de un batall�n federal no queda m�s que un corneta sin pulmones; el terrible azote ha vaciado hasta las granadas.

Despu�s de pasar dos intranquilos d�as en Veracruz, el 24 de septiembre partieron rumbo a La Habana. Los pasajeros del Caravelle eran mexicanos, franceses y espa�oles, lo que propici� que despu�s de unas cuantas horas de navegaci�n se conocieran todos, comenzando a formarse una franca camarader�a.

El barco, por ser peque�o, resultaba muy inc�modo. Estando sobre cubierta era intolerable el calor emitido por la chimenea y la cocina, mientras que en la cabina, debido a su reducido tama�o, hab�a una temperatura deshidratadora.


Los primeros d�as de navegaci�n son tristes. Los pasajeros en el primer per�odo del mareo guardan silencio y palidecen horriblemente; en el segundo limpian su est�mago; en el tercero se quedan adormecidos como los comedores de lotus. Las mujeres olvidan su actitud ante los hombres y caen de golpe en las miserias humanas, perdiendo sus alas de �ngel en las convulsiones de la enfermedad.

Despu�s de cuatro d�as de navegaci�n llegaron sin mayor novedad a las costas de Cuba. Atracaron en los muelles de La Habana el 28 de septiembre por la ma�ana, no sin haber sufrido algunas molestias por parte de los carabineros, quienes subieron a revisar el buque y despu�s de solicitar los pasaportes, registraron e interrogaron a todos de manera muy en�rgica, pues como hab�a una insurrecci�n en contra de la corona espa�ola, desbarataban hasta los cigarros porque cre�an descubrir comunicaciones subversivas escondidas.

Poco despu�s de que el Caravelle atracara en La Habana, lleg� a �sta un vapor estadounidense, por lo que D�az Covarrubias, en cuanto pudo desembarcar, se dirigi� a ese barco con objeto de averiguar su destino. Al enterarse de que en dos d�as m�s saldr�a rumbo a Filadelfia, hizo todos los arreglos necesarios para proseguir el viaje en �l.

Durante los d�as que estuvieron en La Habana se dieron cuenta del aspecto sombr�o, triste y de desconfianza que los habitantes de esa ciudad ten�an a causa de la guerra que un grupo importante de la poblaci�n estaba librando en contra de Espa�a para conseguir la independencia de Cuba.

Nuestros viajeros salieron el 30 de septiembre de La Habana a bordo del vapor estadounidense Yazoo. Durante el viaje rumbo al Atl�ntico Norte no hubo mayores contratiempos. Lo �nico digno de notar fue que conforme viajaban hacia el norte, la temperatura fue bajando. Mientras estuvieron dentro del tr�pico sufrieron un calor sofocante con temperaturas de m�s de treinta grados cent�grados, en tanto que al acercarse a la desembocadura del Delaware, sus term�metros registraron cinco grados cent�grados.

La noche del 3 al 4 de octubre pudieron observar una aurora boreal, fen�meno que, por ser muy poco frecuente en las latitudes de nuestro pa�s, llam� poderosamente su atenci�n.


De repente el norte se ilumin� con una luz verdosa y en una l�nea circular, brillante y rojiza, pas� entre las constelaciones de la Cabra y Perseo, limitando el c�rculo de luz verde. A poco, algunas r�fagas blancas completaron la Aurora Boreal. El fen�meno dur� un cuarto de hora y estuvimos a punto de admirarlo la noche siguiente, pues a la entrada del r�o Delaware, comenzaba ya a pintarse en la regi�n �rtica.

Adem�s de admirar la belleza misma del fen�meno, su formaci�n cient�fica les hizo meditar sobre las posibles causas de las auroras boreales, ya que en aquellos a�os a�n no se sab�a con certeza cu�l era su origen.

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