V. JAP�N, UN PA�S DIFERENTE
LUEGO
de tan penosa traves�a fue un verdadero placer para los viajeros del Vasco de Gama llegar a Yokohama y poder desembarcar en ese puerto oriental.
Al amanecer del 9 de noviembre pudieron dirigirse a tierra, transportados en peque�as y fr�giles embarcaciones conducidas por h�biles remeros japoneses.
Por faltar un mes exacto para que ocurriera el fen�meno astron�mico por el que hab�an emprendido tan largo viaje, D�az Covarrubias decidi� comenzar inmediatamente las gestiones conducentes a la obtenci�n de la licencia de las autoridades japonesas para instalar los observatorios de la Comisi�n Astron�mica Mexicana.
Acompa�ado por Barroso fue a tierra, dejando a sus dem�s compa�eros encargados de supervisar el transporte de los pesados instrumentos. Les indic� que tan pronto como tuvieran confirmaci�n de los informes que les hab�an proporcionado acerca de la posici�n del gobierno japon�s hacia los extranjeros y sobre el buen clima de esa regi�n de Jap�n, se lo har�a saber, para que procedieran al desembarco de los telescopios y dem�s equipaje.
Desde el momento mismo de pisar suelo japon�s encontraron un pa�s totalmente diferente al suyo. Los trajes, los tipos, los diversos objetos en venta, la forma de las casas, la vegetaci�n, el clima. Todo era distinto y fascinante, todo llamaba la atenci�n, permitiendo adivinar otro mundo.
D�az Covarrubias, quien llevaba cartas de presentaci�n para el encargado de la aduana japonesa, trat� de localizar a ese funcionario para realizar los tr�mites necesarios para el desembarco e introducci�n del instrumental de la Comisi�n.
A pesar de haberse expresado en ingl�s, espa�ol, franc�s, alem�n e italiano, no logr� hacerse entender por los primeros empleados japoneses con quienes tuvo que tratar. Sin embargo, la gran cortes�a de �stos los hizo conducirlos personalmente con otro empleado del puerto, quien conoc�a algunas palabras de franc�s; ese otro los llev� con otros trabajadores que entend�an algo de ingl�s, quienes finalmente les indicaron d�nde localizar al alto funcionario que buscaban.
Una vez en presencia del superintendente de aduanas todo fue f�cil, pues �ste, adem�s de hablar correctamente ingl�s, les proporcion� todo tipo de informes sobre el clima de Yokohama y la posibilidad de que se instalaran alrededor de dicho puerto, indic�ndoles, adem�s, a qu� funcionarios del gobierno deb�an visitar para conseguir la autorizaci�n necesaria. Tambi�n les proporcion� un documento que indicaba que los instrumentos y equipajes de los comisionados pod�an entrar a Jap�n sin pagar ning�n derecho ni ser revisados.
Instalados en el hotel franc�s de Yokohama, se encontraron con que durante
los siguientes tres d�as, se celebrar�an las fiestas de oto�o, por lo que no
ser�a posible hacer ninguna gesti�n de car�cter oficial. Tambi�n supieron que
Yokohama estaba en realidad formada por dos ciudades: Yokohama misma, donde
los extranjeros pod�an residir libremente, y Kanagawa, la parte habitada por
los japoneses. Para instalar alg�n observatorio en esta �ltima sería
necesario conseguir un permiso especial, que s�lo pod�a conceder el Emperador.
Figura 4. Bah�a de Yokohama. De Viaje de la Comisi�n...
Dedicaron las ma�anas de esos d�as de fiesta para buscar un lugar adecuado para instalar uno de los observatorios en la parte permitida a los extranjeros. Durante las tardes algunos de ellos asistieron a las carreras de caballos organizadas por los residentes ingleses con motivo de las fiestas de oto�o.
Con el acuerdo de D�az Covarrubias, Francisco Bulnes, quien ten�a el mayor
inter�s por conocer la organizaci�n social y los aspectos culturales sobresalientes
del pueblo japon�s, dedic� gran parte de su tiempo a recorrer la ciudad, introduci�ndose
en sus principales centros de reuni�n, donde estableci� amistad con algunos
de los extranjeros que ah� resid�an.
Figura 5. Cargadores japoneses. De Viaje de la Comisi�n...
El joven Bulnes asisti� lo mismo al teatro y a las casas de t�, que a los ba�os
comunales y a las luchas. Los sentimientos y reflexiones que le ocurrieron ante
una cultura tan diferente de la nuestra los dej� consignados en su libro ya
mencionado. El estilo tan especial que us� para narrar sus vivencias nos decidi�
a copiar parte de sus descripciones.
El teatro japon�s comprende el drama y la comedia.
El primer g�nero pertenece por entero a la escuela china y entran en escena
solamente los grandes personajes que cantan en vez de hablar, rid�culamente
vestidos y representando hechos inveros�miles. La comedia por el contrario,
pone en relieve la verdadera vida japonesa, y debe ser muy espiritual,
pues la concurrencia r�e durante todo el tiempo de la representaci�n.
Los actores responden a las preguntas de los espectadores, se hacen burla
rec�procamente y reciben comestibles del p�blico que despachan en el acto
a sus est�magos. |
A pesar de declarar que, por no entender el japon�s, se aburri� y abandon�
la sala a la mitad de la representaci�n, volvi� al teatro d�as despu�s.
Me sucedi� lo que la primera vez, not� mucha declamaci�n en medio
de movimientos que expresaban actos inveros�miles, pero no pude apreciar
ninguna de las bellezas del espect�culo. Estaba yo a punto de huir,
cuando el vicegobernador, personaje que me conoc�a, me salud� y animado
por dos o tres de mis preguntas me explic� en ingl�s lo que pasaba:
Un joven habla de amor a una doncella candorosa como una Eva dormida,
y un viejo sorprende sus ardientes confidencias. �Escena violenta! �El
adolescente y el decr�pito empu�an sus sables y vociferan injurias tan
fuertes como las que se prodigan los periodistas de los pa�ses civilizados
y eminentemente constitucionales! La joven llora y en su desesperaci�n
se mezcla en el combate, ataca traidoramente al rival de su amante por
la espalda, el viejo cae y el joven concluye satisfactoriamente con
el moribundo. Un instante despu�s la muerte ebria aparece bajo la forma
de una divinidad y bendice al joven culpable que no se siente picado
por el m�s ligero remordimiento. Al contrario, la muerte y los dos amantes
se apresuran a celebrar el crimen con una danza desordenada y la orquesta
los excita hasta que un golpe de tambor�n, imitaci�n del rayo, interrumpe
bruscamente el frenes� de los bailadores que se desploman como despedazados
por la descarga el�ctrica.
El fin aterrador de los amantes llam� muy poco mi atenci�n,
pero me desorganiz� totalmente el ver morir a la muerte.
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Su visita a las zonas de tolerancia y posteriormente a una casa de t�, le dieron
pretexto para hablar ampliamente sobre el papel social de la mujer japonesa
de ese entonces.
Cada ciudad del Jap�n tiene un cuartel especialmente
dedicado a la prostituci�n llamado yoshivara, separado del resto
de la ciudad por alg�n obst�culo material, como un canal o una muralla.
Todas las industrias que especulan con el vicio o la ociosidad, se encuentran
en el yoshivara. Alrededor de un jard�n o de un patio que hace
de restaurant, se levantan construcciones originales con forma de jaulas
y a trav�s de los enrejados se ven mujeres recostadas y fumando pipas.
La prostituci�n es all� inmensa y reglamentada como un curso de La Sorbona.
Nadie puede penetrar al yoshivara por casualidad, es forzoso pisar
un puente y hacerse abrir una gran reja de fierro.
Las puertas de este baluarte del vicio una vez abiertas, toda
distinci�n moral acaba y en este concurso de comerciantes, marinos,
soldados, prostitutas y m�sicos, todos se hablan, se abrazan, beben
y forman una org�a rara y sonora al aire libre. A pesar
de lo abigarrado de la concurrencia y de la falta de polic�a, no hay
un esc�ndalo que merezca la atenci�n correctiva de la autoridad. Los
ebrios cantan hasta rodar y duermen en la nieve hasta que el sol los
resucita.
En el Jap�n, el honor del bello sexo se encuentra en una dinast�a
de ideas favorables a los des�rdenes de la carne. El papel de doncella
dura hasta que la naturaleza permite a la mujer el cambiarlo por el
de casada, concubina o cortesana. Estas tres situaciones son igualmente
honorables. La mujer casada representa el contrato eterno, la concubina
el temporal, la cortesana el instant�neo.
Tanto la religi�n como la sociedad est�n lejos de creer maldito
el placer terrestre, por consiguiente la cortesana posee la varilla
m�gica de la hada azul y distribuye los deleites a la marina y a todos
aquellos que su posici�n pecuniaria les impide los grandes viajes a
las regiones sagradas del amor. Gran cantidad de pr�ncipes, de grandes
se�ores, de generales y de bonzos escogen sus esposas en los lupanares,
sin pensar por eso que rehabilitan el objeto de su predilecci�n. Las
antiguas compa�eras de la nueva esposa o concubina conservan su amistad,
se hacen visitas y se obsequian rec�procamente con fiestas. Mujeres
que en nuestro tecnicismo llamamos honradas, van a conversar a las casas
p�blicas como a una pensi�n de se�oritas. La prostituci�n es fr�a y
se amalgama con el candor. Las madres esp�an el momento en que sus hijas
llegan a ser mujeres para venderlas. Los extranjeros las compran al
precio de un toro en M�xico; y su manutenci�n no sobrepasa a la de un
caballo de raza.
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M�s adelante, Bulnes proporciona algunos detalles sobre su visita a las casas de t� o djoro-jas. Como de costumbre, el sarcasmo es usado por este autor para hacer resaltar aquellas partes de su relato que le parecen del mayor inter�s:
Toqu� la puerta y la O�bassan vino a abrirme. Mi cochero
habl� tres minutos con ella y me dijo que si quer�a yo cenar en el jard�n
pod�a yo entrar. Respond� afirmativamente y despu�s de atravesar el
sal�n sin conmoverlo por mi presencia, penetr� a un jard�n muy bien
iluminado donde cuatro o cinco ingleses de la marina real y de grado
superior beb�an como en un caf�, algunos japoneses que me parecieron
nobles por la gorra colorada y los dos sables, fumaban sus pipas y ve�an
danzar una media docena de djoro. Una danza general se hab�a
inaugurado con el concurso de diez sam-sins que hac�an un ruido
infernal. Las bailarinas estaban vestidas con gracia, o por mejor decir,
eran graciosas sin estar vestidas. Su traje era mucho m�s sencillo que
el que estamos acostumbrados a ver en los teatros a la gente de esta
especie. Pasados veinte minutos de contorsiones y saltos en armon�a
con la m�sica triste y lenta, la O-bassam dio la se�al de reposo.
Las bailarinas entonces se acercaron a los concurrentes y entablaron
conversaci�n en la que todo hac�an menos entenderse.
Las familias pobres donde los hijos abundan sin m�s recurso que
una caridad accidental, son generalmente las proveedoras de las casas
de t�. Para efectuar esta operaci�n, la familia que se desprende de
su hija est� obligada a firmar dos especies de contratos, seg�n la edad
de la v�ctima propuesta. Si est� en el per�odo de la pubertad, la familia
recibe una renta anual variable entre 20 y 40 pesos mexicanos al a�o,
hasta que la primera arruga del cansancio, del vicio o de la vejez determina
la suspensi�n necesaria y absoluta de los pagos. En el caso en que la
joven se encuentre en la infancia, la familia hace una venta por completo,
oblig�ndose el comprador a dar inflexiblemente una cantidad fija de
materias nutritivas y a promover una educaci�n superior. En los dos
casos, la mujer es una perfecta esclava cuya vida se resume en la palabra
obedecer; piensa seg�n un reglamento, se adorna, se r�e, canta, baila
y goza a un toque de prevenci�n. Esta existencia miserable la siguen
hasta envejecerse y entonces se hacen sirvientas si no consiguen antes
seducir por medio de sus encantos a alg�n magnate feroz, que las tome
en calidad de esposa o simplemente como incremento a sus placeres privados.
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Figura 6. Musumi o j�venes japonesas. De Viaje de la Comisi�n...
Las largas caminatas que Francisco Bulnes emprend�a a trav�s de la ciudad de Yokohama y despu�s en otras ciudades de Jap�n, lo hicieron entrar en contacto con gente de lo m�s variada. Alguna vez, como extranjero no acostumbrado a la idiosincrasia del pueblo japon�s y, sobre todo, debido a su edad, paseando por las calles de Yokohama se detuvo largo rato a ver a una bella joven que se ba�aba al frente de su casa totalmente desnuda. En otra ocasi�n, sus paseos lo llevaron a los ba�os comunales, sobre los cuales coment�:
Los ba�os est�n en el rango de las principales
instituciones. Diariamente el japon�s purifica su cuerpo en un tanque
p�blico. Los extranjeros son admitidos a este gran acto higi�nico. Los
ba�adores de ambos sexos se desnudan completamente y entran al agua sin
restricci�n, sin figurarse que ahogan el pudor, sin creer en la inmoralidad.
Un agente de polic�a desarmado, preside la fiesta neptuniana y mantiene
f�cilmente el orden. Los extranjeros son libres de optar entre el ba�o
y la decoraci�n y la autoridad los trata con grandes miramientos. En las
puertas hay una especie de reglamento traducido al ingl�s que no copio,
porque expresa ideas incompatibles con las leyes de mutilaci�n impuestas
al pensamiento de las sociedades a cuya civilizaci�n pertenezco. Sin embargo,
creo que el quinto art�culo reglamentario, puede darse a conocer en Am�rica,
sin que vibre la castidad de mis compatriotas:
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A juicio de la autoridad, las personas de gran
temperamento se ba�ar�n aparte. |
En otra ocasi�n sus paseos lo llevaron a la arena donde los luchadores japoneses combat�an. Seguramente impresionado por un espect�culo del cual no hab�a similar en M�xico y por el desarrollo muscular de 105 gigantes que luchaban, hizo la siguiente cr�nica:
El circo de gladiadores, aunque espacioso,
dista mucho de presentar el aspecto �pico de los coliseos de Roma o de
Pompeya. En el centro se eleva una plataforma circular a sesenta cent�metros
sobre el nivel del suelo y de un di�metro de seis metros. El piso de esta
plataforma se halla cubierto de paja y sobre �sta, hay una capa de arena
fija con el objeto de amortiguar las ca�das o hacerlas menos peligrosas.
Los gladiadores eran Baccus de un metro ochenta cent�metros, gruesos,
flexibles y duros. En la espalda tienen consignado su peso. El m�s corpulento
pesaba ciento cincuenta y seis kilos.
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La lucha consiste en apoderarse por completo
de la plataforma, expulsando de ella rudamente a su adversario. Se presentan
desnudos con excepci�n de una hoja de higuera de seda roja. El espect�culo
es curioso, pero no agradable; recostados en la circunferencia del campo,
r�en sin sonido y dirigen miradas idiotas a los concurrentes. Su espantoso
desarrollo muscular ha endurecido sus cerebros y desterrado sus facultades
intelectuales. |
Mientras Francisco Bulnes observaba de cerca las costumbres del pueblo japon�s, los dem�s comisionados mexicanos buscaban el lugar m�s apropiado dentro de la zona de libre acceso a los extranjeros para instalar uno de los dos observatorios que hab�an decidido levantar.
En la parte alta de la ciudad de Yokohama, conocida como el Bluff, Jim�nez encontr� una peque�a colina al sureste del Palacio de Gobierno de Kanagawa, que bien podr�a servirles para tal fin.
Hechos los arreglos con el ingl�s due�o de la casa ah� situada y del terreno adyacente, D�az Covarrubias contrat� los servicios de un diligente alba�il y carpintero chino llamado Mow-Cheong, quien hablaba algo de ingl�s y logr� entender las explicaciones que le dieron sobre lo que habr�a de construir. D�az Covarrubias hizo todos los arreglos para la construcci�n con �l, prometi�ndole que en caso de terminar el trabajo encomendado antes del plazo estipulado, recibir�a una cantidad adicional.
La supervisi�n de la construcci�n del observatorio del Bluff recay� en Jim�nez
y Fern�ndez Leal, quienes ser�an los encargados de observar el tr�nsito venusino
desde ese lugar.
Figura 7. Observatorio mexicano instalado en la colina del Bluff. En ese lugar
hicieron observaciones Jim�nez y Fern�ndez Leal. Tomada de De Viaje de la
Comisi�n...
Una vez terminadas las fiestas de oto�o, y luego de transcurridos cuatro d�as desde su llegada a Jap�n, los miembros de la Comisi�n Astron�mica Mexicana se presentaron al Palacio de Gobierno de Kanagawa para solicitar ante el gobernador de esa provincia autorizaci�n para instalar el otro observatorio en las cercan�as de la ciudad imperial de Tokio.
Establecidos los contactos oficiales, se les inform� que ese permiso s�lo lo pod�a otorgar el Emperador; quien seguramente con gusto se lo proporcionar�a; sin embargo, ser�a necesario aguardar a que contestaran de Tokio sobre ese respecto.
Mientras llegaba la autorizaci�n, D�az Covarrubias, en su calidad de presidente de la comisi�n mexicana, estableci� contacto con los respectivos presidentes de las comisiones estadounidense y francesa. Davison, encargado de la primera de �stas, contest� a nuestro compatriota y estuvo de acuerdo en colaborar por la v�a telegr�fica, en la determinaci�n de la posici�n de los campamentos astron�micos instalados por ambos grupos.
Mr.Janssen, presidente de la comisi�n francesa ubicada en Nagasaki, nunca contest� de manera oficial a la petici�n de D�az Covarrubias; sin embargo estuvo de acuerdo con que un colaborador de �l participara en la serie de intercambios de se�ales telegr�ficas necesarias para la correcta determinaci�n de las posiciones de las estaciones francesas y mexicanas.
D�az Covarrubias nunca pudo saber por qu� Janssen no quiso entrar en contacto oficial con �l, pero supuso que esa negativa se debi� a que las relaciones diplom�ticas entre M�xico y Francia estaban rotas como consecuencia de la guerra de intervenci�n y que �l, por ser un representante del gobierno mexicano que hab�a derrotado a los franceses, no era persona grata ante un funcionario franc�s.
Como el permiso prometido tardaba m�s de lo que D�az Covarrubias hubiera querido, se vio obligado a solicitarlo de los m�s altos funcionarios del gobierno japon�s.
Por no tener M�xico y Jap�n en ese entonces ning�n contacto oficial, nuestro astr�nomo recurri� al representante plenipotenciario de los Estados Unidos en aquel pa�s para ser presentado ante las altas autoridades japonesas. El honorable John A. Birgham no tan s�lo los present� oficialmente, sino que hizo todo lo posible para conseguir la autorizaci�n necesaria, llev�ndolos incluso personalmente para que se entrevistaran con el primer ministro, Ter�shima Mun�nori, quien adem�s de recibirlos de la manera m�s atenta y elogiar su misi�n cient�fica, dio las �rdenes necesarias para facilitar la instalaci�n del observatorio de D�az Covarrubias en el lugar elegido por �ste. Al mismo tiempo, gir� instrucciones para que se instalara un ramal de la red telegr�fica entre ese observatorio y la estaci�n central de Yokohama, lo que permitir�a el contacto directo con las otras comisiones cient�ficas instaladas en suelo japon�s.
Al final de la pl�tica con el se�or Ter�shima, Francisco D�az Covarrubias solicit� autorizaci�n para izar en los dos campamentos de la comisi�n la bandera de M�xico. Inmediatamente se le dijo que desde el momento en que �l y sus compa�eros hab�an sido recibidos oficialmente como una comisi�n cient�fica enviada a Jap�n por el gobierno de M�xico, estaban autorizados para enarbolar su bandera; agregaron adem�s que se girar�an las instrucciones pertinentes para que fuera guardada y respetada como correspond�a a la bandera de un pa�s amigo.
Despu�s de tan positiva entrevista regresaron a Yokohama, dedic�ndose todo el tiempo a preparar la observaci�n del tr�nsito de Venus.
El 27 de noviembre qued� terminado el observatorio ubicado en la colina del Bluff. Los instrumentos que instalaron fueron un telescopio cenital construido en Inglaterra por la f�brica Troughton & Simms, cuya distancia focal era de un metro quince cent�metros, y con lente principal de noventa y cinco mil�metros de di�metro. Se instal� tambi�n un altazimut de la misma f�brica, formado por un telescopio de cuarenta y dos cent�metros de distancia focal y lente primaria con di�metro de cinco cent�metros.
Esa misma noche los se�ores Jim�nez y Fern�ndez Leal comenzaron a observar estrellas de referencia que les permitir�an determinar la orientaci�n correcta de sus instrumentos.
El observatorio que ocupar�a D�az Covarrubias se instal� al noroeste del Palacio
de Gobierno de Kanagawa, en una colina llamada de Nogue-no-yama. Como el permiso
para instalarlo fue concedido hasta el 25 de noviembre, qued� operable hasta
el 30 de ese mes.
Figura 8. Observatorio de Nogue-no-yama. En �l trabaj� Francisco D�az Covarrubias
ayudado por Francisco Bulnes y dos estudiantes japoneses. De Viaje de la
Comisi�n...
En �l fue colocado un altazimut tambi�n de la f�brica ya citada, cuyo telescopio ten�a setenta y cinco cent�metros de distancia focal y cincuenta y seis mil�metros de di�metro en el lente primario. Se instal� otro telescopio cenital de la misma marca, cuya distancia focal era de un metro veinte cent�metros y cuya lente principal med�a siete cent�metros de di�metro.
El instrumento utilizado por Barroso fue un telescopio refractor simple, con distancia focal de un metro veinticinco cent�metros y con lente principal de un dec�metro de di�metro.
Con ese instrumento fueron tomadas las fotograf�as del paso de Venus frente al disco solar que ilustran este libro; para lograrlas fue necesario hacer gran cantidad de adaptaciones al telescopio, ya que por sus caracter�sticas �pticas no era el instrumento apropiado para ese trabajo.
Lo �nico que nuestros astr�nomos esperaban era que el 9 de diciembre, d�a del
tr�nsito de Venus, no fuera a estar nublado o lloviera.