NOTA INTRODUCTORIA

LA BÚSQUEDA del absoluto ha fascinado siempre al hombre. Lo muy grande y lo muy pequeño han incubado en la humanidad, desde el tiempo más remoto, fantasías y misterios. Hasta donde sabemos, fueron los griegos —Demócrito y Epicuro entre ellos— los primeros que intentaron establecer una teoría de las cosas muy pequeñas. La imagen que Demócrito tenía, presenta nociones cuya semejanza con la concepción moderna de la naturaleza es en verdad sorprendente.

El filósofo griego de Tracia, allá por el siglo V antes de Cristo, estableció el primer absoluto del mundo microscópico. Concebía a la materia formada por pequeñas, pequeñísimas partículas que no podrían dividirse. De ahí surge el átomo (del griego, indivisible) que era eterno, incambiable, indestructible; fuera de él, sólo habría el vacío. Existen átomos de diversa naturaleza, como los que forman el agua y que son redondos y lisos, o los que constituyen el fuego, o los que están dentro de la tierra y que son rugosos. Con ello se explica que esas sustancias, resultado de la unión de muchos átomos, tengan tan diferentes propiedades. El movimiento y la manera de comportarse de esos átomos, de acuerdo con Demócrito, está controlado por leyes de la naturaleza que no pueden infringirse. Con tal movimiento no interfieren ni dioses ni demonios —ellos mismos hechos de átomos— y aun el mismo origen del Universo se debe a que un gran número de átomos terminan su movimiento, formando mundos.

Todo el discurso anterior evoca las teorías modernas de la estructura de la materia y del origen del Universo. Sin embargo, entre Demócrito y la ciencia moderna hay el abismo de la experimentación y del razonamiento matemático. En la ciencia actual no sólo cuentan la introspección y la intuición, sino que las conclusiones han de ser verificadas experimentalmente de manera cuantitativa. El experimento es el juez, que decide entre una teoría y otra. Así, las teorías dejan de ser subjetivas.

El relato que sigue es una historia de aventuras, el relato de la búsqueda reciente del verdadero átomo, aquel realmente indivisible: el cuark. En el Prólogo en el Cielo, del Fausto, Goethe hace que Mefistófeles se burle del hombre y de sus actos: "no hay fruslería donde no meta su nariz". Esta fruslería es el cuark, de la palabra alemana quark, que significa requesón, pero que en el habla popular se usa a veces como tontería o contrasentido. Para el lenguaje de la ciencia, ningún físico ha intentado la traducción de esta palabra, que en español debemos escribir cuark.

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