IV. LAS LECCIONES DEL SIGLO XX
1. E
L DESCUBRIMIENTO DEL FOTÓN
P
ARA
principios de este siglo se había acumulado un enorme catálogo de observaciones acerca del comportamiento de la luz y de la materia; sólo faltaba explicar todos estos fenómenos observados. Pero resultó que las teorías físicas de la época la mecánica, la óptica, el electromagnetismo, la termodinámica, etc. no proporcionaban explicaciones del todo adecuadas; en algunos casos, las respuestas que daban simplemente contradecían las observaciones. Así las cosas, no quedaba más remedio que revisar las teorías.Una de las observaciones que causaban más dolor de cabeza a los físicos es la siguiente: todos sabemos que al calentar un objeto, su radiación térmica va cambiando de color: del infrarrojo al rojo, de éste al anaranjado, al amarillo, etc. Esto es lo que se observa, por ejemplo, cuando se enciende un radiador térmico de resistencias delgadas. Pero no es cierto que si se sigue calentando el material la radiación llega al ultravioleta: más bien cubre todo el espectro, dando como resultado una luz esencialmente blanca. Según la física clásica, sin embargo, la radiación del extremo violeta debería dominar por su intensidad ¿Por qué falla la predicción clásica?
Para resolver esta "catástrofe ultravioleta", Max Planck formuló en 1900 un postulado que aun a él mismo le parecía descabellado, pero que funcionó: el cuerpo no emite la radiación térmica de manera continua, en forma de ondas, sino en paquetes de energía o cuantos, y cada uno de éstos posee una cantidad de energía que depende de la longitud de onda, o sea del color de la luz emitida. Los cuantos de luz azul, por ejemplo, son más energéticos que los de luz roja. Una mayor intensidad de radiación significa un mayor número de cuantos emitidos. Con ayuda de este postulado Planck logró derivar la fórmula correcta para el espectro de la radiación térmica.
Por otra parte, Hertz había descubierto en 1887 que al irradiar una superficie metálica con luz de longitud de onda corta, podía producir emisión de electrones (véase la Figura 37 (a)). Como en este fenómeno participan la luz y la electricidad, se le denominó efecto fotoeléctrico. La existencia del fenómeno en sí no presentaba mayor problema, pero lo que no lograba explicar la física clásica es por qué el metal emite electrones sólo para ciertas longitudes de onda de la luz, y por qué cuando se aumenta la longitud de onda cesa la emisión de electrones, independientemente de la intensidad de la luz o de cuánto tiempo se deje encendida. Tampoco se entendía por qué la velocidad de los electrones liberados no depende de la intensidad de la luz, pero sí de su color. Al usarse luz de longitud de onda más pequeña, los electrones salen disparados con más energía (véase la Figura 37 (b)).
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Figura 37. El efecto fotoeléctrico. (a) Esquema de un aparato que sirve para hacer el experimento. (b) Si la luz incidente tiene suficiente energía, puede expulsar electrones del metal.
Este hecho condujo a Einstein en 1905 a proponer que el postulado cuántico de Planck debía tomarse en serio: que la luz que incide sobre el metal está concentrada en forma de corpúsculos cuya energía es proporcional a su frecuencia. El electrón, al absorber uno de estos corpúsculos, se queda con toda su energía y la usa para escaparse del metal. Si la energía absorbida por el electrón es mayor que la que requiere para escapar del metal, saldrá disparado con un exceso de energía cinética; en cambio, si es menor, no saldrá del metal. La relación entre la energía y la frecuencia de la luz está expresada en la célebre fórmula.
E = hv
en donde aparece la constante de Planck (h) como factor de proporcionalidad entre la energía del cuanto (E) y su frecuencia (v). Tomando en cuenta que la relación entre la frecuencia y la longitud de onda es v = c / l, donde c es la velocidad de la luz, podemos concluir que la energía de un cuanto es inversamente proporcional a su longitud de onda:
E = hc / l.
La idea de la cuantización de la luz no fue fácilmente aceptada por la mayoría de los físicos de principios de siglo, acostumbrados al mundo clásico de estructuras continuas y procesos graduales: ya bastante trabajo les había costado a algunos de ellos aceptar la atomicidad de la materia Pero con el tiempo fue aumentando el número de experimentos que evidencian la naturaleza cuántica de la luz, confirmándose así la existencia del fotón. (Por cierto, la palabra fotón fue introducida por G. N. Lewis en 1926, como sinónimo de cuanto de luz). Uno de los experimentos cruciales en este sentido fue el realizado por el norteamericano Arthur Compton, entre 1921 y 1923, que consistió en irradiar un bloque de parafina con luz monocromática de alta frecuencia, y observar que el haz dispersado tiene una frecuencia que es menor que la original y depende del ángulo de dispersión. El propio Compton mostró que este efecto sólo puede ser explicado con base en la teoría fotónica de la luz.
La explicación de los espectros atómicos, dada por el danés Niels Bohr en 1913, se basa en la idea de que al absorber el átomo un fotón, se queda con toda la energía de éste. Ésta fue una idea crucial para el nacimiento de la mecánica cuántica. Aunque el modelo de Bohr fue posteriormente sustituido por descripciones más complejas del átomo, constituye sin duda uno de los pilares de la teoría cuántica de la materia, que se ha desarrollado de manera impresionante en los últimos 60 años. Hoy día existe un abstracto y elaborado formalismo que describe al fotón y sus interacciones con la materia con un notable grado de precisión: la electrodinámica cuántica.
No debemos pensar, sin embargo, que con la introducción del fotón desaparecen las ondas: las propiedades ondulatorias de la luz han quedado firmemente establecidas a través de una gran variedad de observaciones y experimentos, de manera que podemos seguir considerando la luz y toda la radiación electromagnética como un fenómeno ondulatorio. Lo que sí resulta más problemático es conciliar las dos imágenes de la luz: la fotónica y la ondulatoria. A ello retornaremos antes de finalizar el ultimo capítulo de este libro.
Paralelamente a la teoría cuántica de la luz y de la materia, se fue desarrollando la óptica de los cuerpos en movimiento. Recordemos que ya en 1842 Christian Doppler había hecho una observación que es aplicable a todos los fenómenos ondulatorios: la frecuencia de una onda aumenta al acercarse el receptor a la fuente, y disminuye cuando se aleja uno de otro (véase la Figura 38). En el caso de las ondas sonoras este fenómeno nos es bien familiar: lo percibimos cada vez que oímos pasar una ambulancia. El tono de la sirena sube cuando se nos acerca, y baja al alejarse. De la misma manera uno espera que en el caso de la luz se produzca un corrimiento de todos los colores hacia el azul cuando la fuente se nos acerca, y hacia el rojo cuando ésta se aleja, porque a la luz azul corresponde una longitud de onda menor, o sea una frecuencia mayor, que a la luz.
Figura 38. Ilustración del efecto Doppler. La frecuencia de las ondas (o sea el número de ondas por unidad de tiempo) que detecta el receptor núm.1 es mayor que la frecuencia de emisión; la que detecta el núm. 2 es igual y la que detecta el núm. 3 es menor.
Sin embargo, encontrar la fórmula correcta para el efecto Doppler óptico no resultó tan sencillo. Hacia fines del siglo pasado aún se creía que la luz requería, como todas las otras ondas, un medio de propagación, al cual se le llamó éter. Curiosamente, sin embargo, no se había detectado ningún efecto de la presencia de este éter luminífero. En 1887 A, Michelson y E. Morley realizaron un experimento (consistente en hacer interferir dos haces de luz que ha seguido caminos diferentes; véase la Figura 39) destinado a medir las variaciones de la velocidad de la luz debidas al movimiento de la Tierra a través de éter. El resultado fue negativo: la velocidad de la luz medida desde la Tierra es la misma en todas las direcciones, a pesar de que ésta se mueve.
Figura 39. Esquema simplificado del aparato que usaron Michelson y Morley para medirla velocidad de la Tierra a través del "éter luminífero". M es un espejo semiplateado que divide el haz de luz incidente desde arriba, en dos haces dirigidos hacia los espejos A y B; esos haces siguen caminos diferentes, y cualquier diferencia de velocidad entre ellos puede ser detectada observando la interferencia que producen.
Hubo quienes propusieron interpretar este experimento como un indicio de que la Tierra no se mueve. Pero una conclusión alternativa es la que propuso Einstein, también en 1905: que la velocidad de la luz y de cualquier tipo de radiación electromagnética es siempre la misma; no depende ni de la velocidad de la fuente que la emite, ni del movimiento del observador que la recibe. Desde este nuevo punto de vista el éter sale sobrando así como cualquier sistema de referencia absoluto. Con esta hipótesis nació la teoría de la relatividad especial. La dinámica newtoniana resultó ser una teoría aproximada, cuyas fórmulas dan buenos resultados sólo cuando la velocidad de los objetos es mucho menor que la de la luz.
La fórmula correcta para el efecto Doppler óptico se obtuvo a partir de esta teoría, y resultó diferente de la fórmula que se había derivado para otros fenómenos ondulatorios, aunque cualitativamente el efecto es el mismo: el corrimiento hacia el rojo es mayor cuanto más rápido se aleja la fuente del observador. Este efecto ha resultado de gran utilidad para determinar las velocidades de los astros a partir del corrimiento de sus espectros.
La teoría de la relatividad especial también nos ha enseñado que no hay objeto material que pueda ser acelerado más allá de la velocidad de la luz; ni siquiera se le puede hacer alcanzar la luz. Para que un cuerpo material adquiriera esta velocidad se requeriría una energía infinita. Solamente partículas sin masa pueden viajar a la velocidad de la luz..., pero, por lo mismo, sólo pueden hacerlo a esta velocidad, no pueden ser deceleradas o aceleradas como las partículas materiales. En particular, los corpúsculos de la luz, los llamados fotones, no tienen masa, y siempre se mueven con la velocidad c.
Una consecuencia de lo anterior es que no hay mecanismo de transmisión de información que sea más rápido que la luz. ¿Qué le sucedería si existiesen objetos que viajaran con una velocidad mayor? Resultaría, de acuerdo con la teoría de la relatividad, que estos objetos no podrían ser decelerados hasta alcanzar la velocidad de la luz, por lo que serían inaccesibles para nosotros. Esto naturalmente hace un poco difícil idear cualquier experimento para la detección de tales partículas superluminales o "taquiones", y, en efecto, hasta ahora no se les ha observado; más aún, los físicos todavía no se ponen de acuerdo sobre la posibilidad de su existencia.
Diez años más tarde, el mismo Einstein generalizó su teoría a la relatividad de todos los movimientos. Esta teoría de la relatividad general mostró tener implicaciones novedosas e insospechadas en el terreno de la óptica. Por ejemplo, predice que un rayo de luz es desviado de su trayectoria rectilínea al atravesar un campo gravitatorio, o sea, al viajar por la cercanía de un cuerpo masivo (véase la Figura 40). Este efecto, aunque es muy pequeño, fue detectado en 1919 y desde entonces ha sido confirmado una y otra vez mediante la observación de eclipses solares.
Figura 40. Un campo gravitatorio intenso produce una curvatura de la trayectoria de la luz, de manera que la estrella parece estar en una posición diferente de la real.
En este punto cabe detenernos para recordar el principio de Fermat (mencionado ya en las secciones I.2, I.3 y III.1), según el cual al viajar de un punto a otro la luz sigue el camino más corto. Pero si ésta viaja en el vacío, el camino más corto es la recta que une los dos puntos. ¿Acaso, entonces, la deflexión de la trayectoria de la luz predicha por la relatividad general nos obliga a renunciar al principio de Fermat? No necesariamente, como lo mostró el propio Einstein: podemos imaginar que el espacio se ha curvado por la presencia de cuerpos masivos, y en este espacio curvo la luz sigue describiendo la trayectoria más corta.
Otra consecuencia de la teoría de la relatividad general es un corrimiento adicional del color de la luz, de origen gravitatorio que se suma al efecto Doppler. Según la relatividad, al alejarse un fotón del campo gravitatorio de una estrella (o de un planeta) aumenta su energía potencial y a este aumento debe corresponder una disminución de su energía hv, por lo que la frecuencia sufre un corrimiento hacia valores más bajos. Por consiguiente, la luz emitida por una estrella nos llega con una frecuencia menor que la de emisión, y el efecto es más notable conforme la estrella es más masiva.
El conocimiento de estos efectos relativistas sobre la luz ha sido de gran importancia para las teorías sobre el origen, la evolución y la estructura del Universo.
Una reflexión sobre los diversos fenómenos luminosos que han sido mencionados hasta ahora nos lleva a concluir que todos ellos se producen por la interacción de la luz con la materia. Porque es la materia la que refleja la luz, la refracta, la dispersa, la difracta, la desvía, la polariza, la absorbe... En ausencia de materia, la luz viajaría sin ser perturbada, siempre en la misma dirección y con la misma velocidad. Pero, curiosamente, esta luz no podría ser detectada por ningún otro mecanismo, porque la detección de ella implica alguna forma de interacción con la materia. De manera que la luz en ausencia de materia sería tan invisible como lo es la materia en ausencia de aquélla.
Ya que hablamos de cosas invisibles, cabe aquí recordar al "hombre invisible", que desde la novela de H.G. Wells ha tenido diversas apariciones en otras historias y en las pantallas de cine. A este personaje suele atribuírsele un poder casi ilimitado, porque, al no ser visto por nadie, es inatrapable e invulnerable, sin embargo, su poder no puede ser tan grande como se pretende ya que para ser realmente invisible, todas las partes de su cuerpo, entre ellas los ojos, tienen que ser transparentes y con un índice de refracción igual al del aire o al del agua, cuando se sumerja en ella. Entonces los rayos de luz no pueden ser refractados al entrar a sus ojos, y no hay posibilidad de que se forme una imagen en la retina. A esto hay que agregar que para que el ojo detectara luz tendría que absorber al menos una parte de ella, por lo que no podría ser del todo transparente. En suma, el hombre invisible no puede ver nada.
Claro está que la interacción entre luz y materia no sólo afecta a la luz; la materia también puede resultar afectada de diversas formas. Consideremos, por ejemplo, el efecto fotoeléctrico antes mencionado: cuando el metal es irradiado con luz, absorbe parte de ella. En cada acto elemental de absorción, toda la energía de un fotón es absorbida por un átomo. Como resultado de este proceso, el fotón es aniquilado deja de existir, en tanto que el electrón se escapa del metal (Figura 41(a); por cada fotón absorbido se libera un electrón. (Este electrón liberado puede a su vez enviarse a otra placa metálica para producir una emisión de electrones en cascada, y así sucesivamente; éste es el principio de funcionamiento de los tubos fotomultiplicadores, que convierten la llegada de un fotón en señal eléctrica.)
Figura 41. Esquema que ilustra la absorción de un fotón por un átomo de hidrógeno. En (a), el electrón se escapa al absorber el fotón; el átomo queda ionizado. En (b), el fotón tiene una energía menor y no alcanza a ionizar el átomo; sólo lo excita: el electrón cambia su órbita, pero sigue amarrado al núcleo. En (c), el átomo se desexcita: el electrón emite un fotón y regresa con ello a su estado normal.
La liberación de electrones por efecto de la luz puede suceder en principio en cualquier tipo de material, en estado sólido, líquido o gaseoso. Pero en general, los electrones del material no están tan libres como para escaparse al ser empujados por un fotón: esto suele suceder en los metales, y cuando la energía de los fotones es suficientemente alta. En otras circunstancias, los fotones absorbidos por la materia no son lo suficientemente energéticos y sólo alcanzan a "excitar" a los electrones, a aumentar su energía (Figura 41(b)). Pero los electrones siguen amarrados a los átomos, y al poco tiempo se deshacen de este exceso de energía, chocando con sus vecinos. Cuando esto sucede, la temperatura del material se eleva ligeramente: la energía luminosa se ha convertido en energía térmica. Es claro entonces que un material que absorbe más luz se calienta más. Por eso no conviene usar ropa oscura en un día caluroso y soleado, porque recuérdese que las superficies oscuras son más absorbedoras. Por la misma razón suelen cubrirse con pintura reflectora los tanques de gas expuestos a la luz del Sol: para evitar el sobrecalentamiento del gas. En cambio, si lo que se quiere es aprovechar la radiación solar para la calefacción, debe utilizarse un colector que absorba la luz con un máximo de eficiencia, y que no la deje escapar.
También puede suceder que los electrones atómicos excitados por la luz tengan la suficiente energía para liberarse de su respectivo átomo, pero sin poder escapar del material. Así, hay materiales que en ausencia de luz son aislantes (porque sus electrones están amarrados), pero pueden volverse conductores bajo la iluminación (porque entonces sus electrones fluyen libremente). Se trata de un tipo especial de semiconductores, llamados fotoconductores.
En algunos materiales ocurre que para librarse del exceso de energía que adquirió al absorber el fotón, el electrón vuelve a emitir un fotón; entonces el material brilla, se ve luminiscente (Figura 41(c)). Normalmente el estado excitado del electrón dura muy poco, menos de 0.0000001 segundos; en este caso la emisión de luz se llama fluorescencia. Pero en ciertos materiales, los llamados fosforescentes, la excitación puede quedar atrapada durante horas o días, dando lugar a un brillo persistente. Este efecto luminiscente es particularmente llamativo cuando la luz emitida por el material tiene un color diferente de la luz que se usó para excitarlo. Por ejemplo, la pintura fluorescente que cubre las manecillas de los relojes generalmente absorbe parte de la luz blanca del Sol, pero sólo emite luz verde. En biología y en medicina se aprovecha la fluorescencia para el análisis microscópico de células y tejidos.
La luz absorbida por la materia puede tener aún otros efectos importantes: por ejemplo, puede producir cambios químicos. Así es como se inicia el fenómeno de la visión en las células de la retina, y así también es como se inicia el complejo proceso de la fotosíntesis en las hojas de las plantas verdes. En ambos casos la luz absorbida proporciona la energía necesaria para que se lleven a cabo ciertas reacciones químicas. En el proceso fotosintético, la energía luminosa ya transformada en energía química se almacena en compuestos orgánicos, que después pueden ser utilizados como combustibles por los organismos vivos. En el caso de la visión, los cambios químicos inducidos por la luz dan lugar a un potencial eléctrico que se transmite por el nervio óptico hasta el cerebro.
Algunos complejos de plata, como los presentes en las emulsiones fotográficas, también sufren cambios químicos al absorber la luz. A todos estos materiales que son afectados por la luz absorbida se les llama fotosensibles, y a los cambios que sufren, reacciones fotoquímicas.
Hemos visto, pues, que la absorción de la luz puede tener efectos diversos sobre la materia: puede producir emisión de electrones, fotoconducción, fluorescencia o fosforescencia, calentamiento o reacciones químicas. Ahora bien, la luz que no es absorbida, sino reflejada, ¿acaso tiene también algún efecto sobre la materia?
Pensemos en lo que sucede cuando choca una pelota contra un muro: la pelota recibe un impulso del muro que la hace rebotar; pero también el muro recibe un impulso de la pelota, de la misma magnitud y en sentido contrario. Si no notamos este efecto sobre el muro es simplemente porque es rígido y su masa es muchísimo mayor que la de la pelota. La superficie de un sólido iluminado se asemeja al muro que recibe muchos pelotazos y los refleja: el sólido refleja los "fotonazos", pero a cambio de ello siente la presión, que es el efecto de los empujones. En otras palabras, como ya se había mencionado en el capitulo III, sección 4, la luz ejerce una presión sobre la materia.
Por último, veamos qué pasa con la luz que al incidir sobre un material no es ni reflejada ni absorbida por él. Esto significa que la luz penetra en el material. Pero como hemos visto en el capítulo I, sección 3, al cambiar de medio la luz se refracta, o sea que modifica su dirección de propagación. Aunado a este cambio de dirección hay un cambio en la velocidad de propagación: en un medio cuyo índice de refracción es n, la velocidad de la luz es
Por consiguiente, cuando se dice que la velocidad de la luz es c, en realidad se está hablando de su velocidad de propagación en el vacío.
Cada vez que la luz pasa de un medio a otro con mayor índice n, cambia su velocidad, pero nunca se detiene; sigue viajando a la que le corresponde en el nuevo medio. Este cambio de velocidad se debe naturalmente a la interacción de la luz con las partículas del medio; lo curioso es que una vez que la luz ya ha penetrado en un determinado medio, no se sigue frenando; y si nuevamente penetra en un medio con menor índice de refracción, su velocidad se vuelve a incrementar.
En el capítulo I mencionamos algunos materiales comunes cuyo índice de refracción es mayor que uno, aunque no mucho mayor. Pero también recuérdese del capítulo II que el índice de refracción no es el mismo para todas las longitudes de onda. En particular, resulta que frente a la radiación de longitud de onda muy corta (rayos X), la mayoría de los materiales se vuelven transparentes y presentan un índice de refracción pequeño, menor que uno.
Resulta entonces, de acuerdo con la fórmula escrita arriba, que la velocidad de la radiación en el interior de un material puede ser mayor o menor que c, lo que parece contradecir el postulado fundamental de la relatividad especial que dice que la radiación electromagnética siempre se propaga con la velocidad c. En realidad no hay contradicción. La onda que penetra el material (y que viene del vacío, con velocidad c) pone en movimiento a los electrones del material y hace que éstos emitan nuevas ondas, que también se propagan en el vacío interatómico con velocidad c. Es la superposición (en el interior del material) de las ondas originales y las emitidas la que viaja con una velocidad de grupo v, que puede ser mayor o menor que c. Es esta superposición la que vemos salir del material como onda refractada.
En 1934 el físico soviético P. A. Cherenkov descubrió un efecto interesante al bombardear un material ópticamente denso (con n>1) con electrones muy veloces: observó que cuando la velocidad de las partículas que penetran es mayor que la de la luz en el medio, se produce una radiación visible, generalmente comprendida entre el amarillo y el violeta. Esta radiación representa una onda de choque (electromagnética), producida al penetrar los electrones en el material, al igual que se produce una onda de choque (de presión) cuando un avión rebasa la velocidad de propagación del sonido en el aire, o cuando una lancha rebasa la velocidad de propagación de las ondas en el agua (véase la Figura 42). La radiación Cherenkov es luz que puede ser registrada por un fotomultiplicador; así funcionan los detectores Cherenkov, utilizados en los grandes aceleradores para registrar partículas muy rápidas e incluso medir su velocidad.
Figura 42. Onda de choque producida por una bala al atravesar el aire.
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