XXXVI. EL DOCTOR FAUSTO EN LA CIENCIA
L
A CIENCIA
se ha definido de muchas maneras diferentes, pero casi todas ellas coinciden en que se trata de una actividad cuyo producto es el conocimiento de la naturaleza. El repaso m�s superficial de la historia de la ciencia revela de inmediato que tal conocimiento no es ni completo ni permanente, sino todo lo contrario; se trata de una serie de hechos, leyes y teor�as que cubren segmentos restringidos de la realidad (los que han sido accesibles a la metodolog�a y a los conceptos de cada �poca) y que adem�s se han ido modificando de manera m�s o menos radical a trav�s del tiempo. Sin embargo, toda la majestuosa estructura de las ciencias se basa en un postulado: los cient�ficos dicen solamente la verdad, tal como ellos la entienden. En otras palabras, los hombres de ciencia, cuando hablan o escriben de sus experiencias cient�ficas, no dicen mentiras.Conviene distinguir entre la mentira y el error. No me estoy refiriendo a equivocaciones o errores que todos, incluyendo a los cient�ficos, inevitablemente cometemos. Es un hecho que los investigadores tenemos conciencia de que el conocimiento generado por nuestro trabajo es probabil�stico e incompleto, pero cuando lo proponemos estamos convencidos de que, por el momento, es lo mejor que existe. La mentira es otra cosa: es una afirmaci�n cuya falsedad nos consta, sea porque la inventamos o porque tenemos pruebas de que no es cierta. El mentiroso sabe perfectamente bien que lo que dice no es cierto, pero de todos modos lo dice, seguro de que vamos a creerle. Y claro, por lo menos por un tiempo, nosotros le creemos.
En una profesi�n donde decir la verdad es la regla n�mero uno del juego, la mentira no debiera tener ninguna opci�n. Si se trata de averiguar c�mo est� formado y c�mo funciona el Universo real, el mundo en que vivimos y del que somos parte, lo proscrito en primer lugar es lo falso, lo que no corresponde a la realidad. Pero este enunciado ignora un hecho elemental: la ciencia es el producto de la actividad del hombre, somos nosotros los que inventamos y generamos el conocimiento cient�fico. Y nosotros los cient�ficos, somos hombres, sujetos a todos los tormentos, pasiones, intereses, ideales, ambiciones, odios, deseos, sue�os y presiones que implica nuestra condici�n humana. Aunque la m�stica de la ciencia predica que no debemos mentir, ocasionalmente los factores humanos mencionados son dif�ciles de conciliar y puede surgir el problema.
Sin embargo, dice el refr�n que "m�s pronto cae un mentiroso que un cojo" y esto es particularmente cierto en la ciencia. Por su propia estructura, la ciencia cuenta con una serie de mecanismos de seguridad que garantizan una corta vida a cualquier mentira: el esp�ritu cr�tico y la incredulidad propia de los cient�ficos, que si no son cong�nitas se adquieren r�pidamente por formaci�n profesional; la tradici�n de no aceptar nuevos hechos y/o teor�as hasta que no han sido puestas a prueba en laboratorios distintos al de su origen, preferiblemente con m�todos diferentes; la capacidad anal�tica de los miembros de los cuerpos editoriales de las buenas revistas cient�ficas, quienes celosamente cuidan que lo que finalmente se publica tenga buenas probabilidades de ser verdadero; la vigilancia no intencionada pero muy eficiente que resulta de la naturaleza abierta del trabajo cient�fico, que casi siempre se realiza a la vista de todo el mundo, etc.
�Por qu� se decide un hombre de ciencia a violar el esp�ritu de su profesi�n diciendo una mentira? Obviamente, la respuesta a esta pregunta no puede ser gen�rica; en justicia, deber�a ser estrictamente individual. Se trata de una decisi�n tr�gica, que sella el destino del culpable dentro de la comunidad que traiciona y cuya condena se cumplir� (inevitablemente) en un plazo m�s bien corto que largo. Pero la pregunta no es nueva ni mucho menos, se ha hecho desde tiempo inmemorial porque el conflicto entre las ambiciones del individuo y las limitaciones que la realidad le impone existe desde que surgi� Homo sapiens, y probablemente desde mucho antes. Es la historia milenaria del hombre que vende su alma al diablo para saber m�s, para disfrutar de los placeres y los honores que la vida ofrece, para saborear el triunfo y capturar el poder, para recuperar y conservar la juventud, para perpetuar el amor. Es la historia del doctor Fausto.