XXXV. ALADINO Y FRANKENSTEIN

LA ACTIVIDAD creativa humana que hoy conocemos como ciencia existe desde hace unos 300 a�os. Desde luego, lo precursores de la ciencia son mucho m�s antiguos (Tales de Mileto, siglo VI a. C., para algunos; Arist�teles, siglo III a.C. , para otros) pero la disciplina cient�fica no adquiri� su car�cter actual sino hasta la segunda mitad del Renacimiento, con las contribuciones inmortales de Newton, Cop�rnico, Galileo, Vesalio y Harvey. Se trata de un sistema cuyo objetivo es la comprensi�n de la naturaleza y cuyo producto es el conocimiento. Este resultado de la actividad cient�fica difiere de otras formas de "conocimiento" en tres propiedades bien definidas: 1) no es absoluto, como son los dogmas religiosos o los decretos reales, sino que m�s bien es tentativo y perfectible; 2) est� basado en el estudio de la naturaleza, en lugar de ser producto de mero raciocinio o de obediencia a reglas generales arbitrarias; 3) permite hacer predicciones sobre acontecimientos futuros, que si se confirman lo refuerzan y si fracasan lo ponen en duda.

La historia de la ciencia en los �ltimos 300 a�os es una historia de gran �xito: ninguna otra aventura del intelecto humano ha logrado transformar las ra�ces y la estructura de la sociedad de manera tan radical y en un plazo tan breve. Vale la pena comentar, aunque sea brevemente, las dos condiciones se�aladas en la frase anterior. En primer lugar, el cambio radical de la sociedad se refiere a la transformaci�n del mundo medieval en el moderno; el Renacimiento realmente fue un periodo de transici�n entre la Edad Media y la �poca contempor�nea. Quiz� la diferencia m�s importante entre el medievo y nuestro tiempo sea la noci�n del cambio; durante siglos (desde el siglo III hasta el siglo XII) la estructura de la sociedad no cambi� pr�cticamente para nada. Un individuo nacido en el siglo IV hubiera podido vivir sin problemas en el siglo XI. En cambio, un sujeto nacido en los siglos XVII o hasta XVIII no sobrevivir�a 24 horas si apareciera hoy, en la ciudad de M�xico, 13 a�os antes de llegar el siglo XXI.

Naturalmente, el cambio por el cambio mismo es irrelevante. Las ideas b�sicas y las estructuras derivadas de ellas se modifican porque los valores se transforman, aunque aqu� resulta dif�cil (hist�ricamente) precisar causas y efectos. Lo que parece cierto es que el tiempo ha adquirido un ritmo diferente: lo que durante la Edad Media cost� siglos, en nuestra �poca ocurre en d�cadas, o hasta menos. Para una persona nacida antes de 1910 (que hoy tendr�a poco m�s de 70 a�os de edad, lo que no es nada excepcional) la transformaci�n del mundo inicial incluye, para citar un solo ejemplo, el del transporte, la aparici�n del autom�vil, despu�s del avi�n de h�lice, luego los vuelos intercontinentales, los "jets" (culminando en el Concorde), y finalmente la penetraci�n del espacio, la huella del pie de Armstrong en la superficie de la Luna y la exploraci�n de otros planetas. A la velocidad de los cambios debe agregarse la magnitud de las diferencias con �pocas muy recientes; en efecto, el mundo no s�lo se transforma m�s aprisa sino que adem�s cada vez lo hace de manera m�s radical.

Creo que preguntarse si esto es "bueno" o "malo" es infantil. El mundo no est� hecho nada m�s de dos colores, radicalmente diferentes y f�ciles de distinguir; por el contrario, la realidad es casi infinitamente policromada y uno de sus mayores encantos es precisamente ese, su maravillosa versatilidad y su ampl�simo repertorio. La transformaci�n de nuestro mundo, cada vez m�s veloz y m�s compleja, es simplemente real. Depende de nosotros, de Homo sapiens, lo que se haga con esa transformaci�n, la direcci�n que se le imprima y los objetivos que se intenten alcanzar con ella. Lo que nos est� vedado es ignorarla o detenerla.

Dos met�foras servir�n para subrayar el mensaje de estas l�neas. Una es la de Aladino, quien como todo sabemos se saca el premio mayor de la loter�a (sin comprar billete) al tropezarse con la famosa l�mpara, arrojada providencialmente a sus pies por el incansable ir y venir del mar. Al frotarla, la l�mpara se convierte repentinamente en un instrumento fant�stico y de sus profundidades surge un genio maravilloso, de poderes infinitos pero de voluntad completamente sujeta a los deseos de Aladino. La otra met�fora fue generada por una ni�a de 18 a�os de edad, la esposa de Percy Bysse Shelley (Mary) en alguna de las muchas noches climatol�gicamente ingratas de Ginebra, como entrada personal en un concurso inventado para ocupar las horas de tedio de los escasos pero distinguidos ocupantes de aquel chalet, en las orillas del hermoso pero finalmente tr�gico lago Leman. Se trata de la c�lebre historia del doctor Frankenstein y su monstruo sin nombre (por lo que todo el mundo lo conoce como "Frankenstein") que alcanz� inmortalidad gracias a la pel�cula con Boris Karloff en el papel del monstruo. La importancia para estas l�neas del monstruo creado por el doctor Frankenstein es que, en radical diferencia con el genio surgido de la l�mpara de Aladino, �l es totalmente independiente de los objetivos y deseos de su creador. Se trata de un individuo incontrolable (como son todos los hijos de H. sapiens a partir de la adolescencia, y en muchos casos hasta antes) y adem�s con intenciones criminales, derivadas del desafortunado accidente que oblig� a Otto, el ayudante oligofr�nico del doctor Frankenstein, a llevarle el cerebro de un notorio criminal en lugar del cerebro de un pac�fico ciudadano austr�aco, como indicaban los planes originales del asombroso experimento (en la versi�n cinematogr�fica).

La fuerza que mueve y acelera la transformaci�n continua de nuestro mundo es la ciencia. Ha demostrado tener un poder formidable y al mismo tiempo obedecer sumisamente nuestras �rdenes. Como el genio que surge de la l�mpara de Aladino, puede hacerlo todo pero no tiene iniciativa; graciosamente se inclina ante nosotros y nos dice: "P�deme lo que quieras; har� lo que t� mandes." La ciencia no ha usurpado nuestra leg�tima postura de amos: al generarla, nos reservamos el derecho exclusivo de imprimirle intenci�n y objetivos. La mente que crea la bomba at�mica y el dedo que oprime el bot�n que la deja caer para exterminar a 100 000 seres humanos en una fracci�n de segundo no son ni de el genio de Aladino ni del monstruo de Frankenstein: son de Homo sapiens.

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