V. LA EMERGENCIA DE LA FINITUD Y LA MUERTE

Sin ansiedad fundamental no hay investigaci�n fundamental.
J. MONOD

El tiempo es una riqueza de cambio, pero el reloj, en su parodia, la vuelve mero cambio, y no riqueza.
R. TAGORE

Cada hombre es la criatura de la edad en que vive.
VOLTAIRE

EN EL cap�tulo II, se�alamos que la concepci�n del tiempo que tiene un adulto de hoy en d�a no es espont�nea, sino que fue evolucionando a lo largo de la historia; adem�s, en el capítulo IV tratamos de mostrar que ese sentido temporal no se instala en el adulto s�bitamente sino que es producto de un largo proceso de maduraci�n en el que ocurren fen�menos conscientes e inconscientes. Asimismo, el tiempo del adulto no es, tampoco, una entidad monol�tica, sino m�s bien un manojo de ideas, vivencias, actitudes y convenciones diversas relacionadas con él.

Para comenzar, diremos que el hombre se maneja con, por lo menos, dos tipos de tiempo: el sagrado, perpetuamente c�clico y renovable cada vez que el sacerdote realiza ciertos ritos, y el profano, en el que el ser humano ve transcurrir las horas y los a�os y toma conciencia de los desgastes, de la decrepitud y de la muerte. En este �ltimo tiempo, que se suele designar como "tiempo cotidiano" se podr�a distinguir a su vez: 1) un tiempo intelectual, concebido por los pensadores que indagan sobre la naturaleza del tiempo y sobre la forma en que lo percibimos (de este tiempo ya nos hemos ocupado en el cap�tulo II), y 2) un tiempo pr�ctico, mediante cuyos par�metros se eval�an demoras, se establecen calendarios y se programan actividades, y que es el tiempo implicado cuando afirmamos, por ejemplo, "el gato tiene dos a�os de edad", o "en tres d�as m�s terminar� de podar la parra". Es de este tiempo que nos ocuparemos en el presente cap�tulo. De todos modos, la separaci�n, recalqu�moslo, es completamente arbitraria pues, en todo momento, lo que piensan los te�logos, los fil�sofos, los agricultores que esperan cosechas y las novias que esperan casarse constituye lo que podr�amos llamar "la visi�n del mundo de la �poca". Pero la separaci�n se hace necesaria para ordenar la exposici�n. Una simplificaci�n adicional consiste en ocuparnos �nicamente de los desarrollos que han conducido a la concepci�n del tiempo propia del siglo XX y del mundo occidental.

Puesto que el tiempo de los dioses surge de una lectura sagrada de los ritmos de la naturaleza (Eliade 1964), no sorprende que el templo tenga en s� mismo una arquitectura, una dimensi�n y una orientaci�n relacionadas con situaciones c�smicas, y sea, �l mismo, un calendario construido con base en informaciones astrol�gicas. Pero en la medida en que este calendario no siempre coincide exactamente con la periodicidad de todos los sucesos (solares, lunares, agrarios, menstruales, etc�tera), no es raro que los pueblos utilicen simult�neamente m�s de un calendario. Todos son c�clicos, de modo que al cabo de cierto tiempo han de coincidir peri�dicamente. En algunos imperios mesoamericanos, por ejemplo, esa coincidencia se daba cada cincuenta y dos a�os. Es m�s, como esos ciclos son demasiado largos para tener un valor pr�ctico, los sacerdotes de todas las religiones quitan o agregan d�as a fin de que las celebraciones puedan coincidir con las labores agr�colas y ganaderas.

En los imperios teocr�ticos, el poder y la ordenaci�n calendaria emanaban de la misma entidad, pero, como se�ala Attali (1982), con la separaci�n de funciones empieza a haber discrepancias entre el calendario religioso y el pol�tico, lo que origina una lucha por el control del tiempo como parte de la lucha por el poder. Anaximandro (55 a.C.), concibe un espacio geom�trico (a diferencia del m�tico), que define a partir de posiciones y distancias: a �l se le atribuye la construcci�n del primer cuadrante solar griego. Los griegos tambi�n fabricaron globos m�viles con estrellas y planetas inscritos sobre ellos, con los que pod�an calcular desplazamientos y fechas. Algunos siglos despu�s construir�n astrolabios, con los que podr�n orientarse aunque se internen en los mares. Tambi�n miden duraciones de acuerdo con el derrame progresivo de un l�quido, o la lenta combusti�n de las candelas. Cl�stenes, abuelo de Pericles, superpone al calendario religioso otro pol�tico para programar los asuntos p�blicos. Ya en pleno mundo romano, Cayo Julio C�sar, que afirmaba descender de los dioses, hab�a sido nombrado pontifex maximus y ten�a un talento especial para utilizar la religi�n con fines pol�ticos. Al derrumbarse la Rep�blica impone una reforma del calendario: ordena meses y festividades, establece un d�a doble cada cuatro a�os y fija el comienzo del a�o el primero de enero.

Hoy vemos pel�culas sobre Atila, Romeo y Julieta, Los tres Mosqueteros o Carlos Gardel, ambientadas cuidadosamente por expertos en cada una de las respectivas �pocas. Nuestros ni�os est�n perfectamente acostumbrados a ver historietas sobre hombres de las cavernas o h�roes intergal�cticos. Esta situaci�n es completamente nueva, pues la cantidad de pasado que pod�an conocer las generaciones que nos precedieron era tan peque�a, que les dificultaba imaginar edades en las que el mundo hubiera sido diferente del que a ellos les tocaba presenciar. Los pintores medievales, los m�sicos renacentistas. los escritores, los fil�sofos, imaginaban a Ad�n y Eva, a Mercurio y Popea y a todos los personajes reales o divinos de la Antig�edad vistiendo el mismo tipo de ropas que ellos, utilizando los mismos arneses en sus cabalgaduras, las mismas armas y los mismos utensilios en las labores cotidianas. Al atribuir esa eternidad al presente no s�lo se produc�an anacronismos notorios, sino que tambi�n se sustentaba la idea de que esta situaci�n es inagotable, que el tiempo puede ser c�clico y que el mundo puede seguir andando por siempre jam�s. Pero ya vimos en el cap�tulo II que cuando adviene Jes�s y los cristianos irrumpen en la civilizaci�n grecorromana, surge un suceso �nico, que no se volver� a repetir, incompatible, por lo tanto, con la idea de un tiempo c�clico. A partir de ese hecho el tiempo debe ser considerado, en cambio, lineal e irreversible; se establece una flecha religiosa temporal que, pasando por Cristo, va desde Ad�n al Juicio Final. Es, precisamente, lo que hace la Iglesia cuando adquiere suficiente poder: comienza a contar los a�os a partir del nacimiento de Cristo. Con la noci�n de Juicio Final, el mundo medieval se ti�e de terror ante la posibilidad de que todo pueda acabar de un momento a otro. La reacci�n man�aca y la disoluci�n y exceso a que dio lugar fueron muy grandes, y se reflejaron abundantemente en la literatura.

En la Edad Media se contin�a la tradici�n judaica de dividir al a�o en meses y en semanas adaptadas al G�nesis b�blico. Tambi�n se lo divide en cuatro estaciones y al d�a en cuatro partes que duran cada una seis de nuestra horas actuales. San Benito de Nursia (480? - 543?), a quien en su enc�clica Fulgens radeatur el Papa P�o XII llam� "Padre de Europa", por haber sentado las bases de lo que solemos llamar cultura occidental, instala su convento en Montecassino y crea una r�gida disciplina (la regla Ora et labora), que establece no s�lo las secuencias, sino las duraciones del rezo, del trabajo, del estudio, de la comida y del sue�o. Divide al d�a en siete horas y, como el rezo es lo primordial, denomina las horas con el hombre de las oraciones. Estas horas no son iguales, no tienen una duraci�n constante: las horas del verano duran m�s que las de invierno. Los benedictinos adoptan tambi�n una se�al que no s�lo orientar� temporalmente a los monjes del convento, sino a todos los que laboran en la campi�a: la campana.

Mientras tanto, los relojes hidr�ulicos se hacen m�s y m�s complejos. El fluir se usa tanto para medir el tiempo en relaci�n con el caudal de agua ca�da, como para cambiar de posici�n a figuras diversas, que representan a la Luna, al Sol, a la Noche, etc�tera. Pepino el Breve recibe uno de esos relojes como regalo del papa Pablo I hacia 760, y, m�s tarde, su hijo Carlomagno recibe otro de Har�n-al-Raschid.

La econom�a basada en la explotaci�n de la tierra requiere de un ciclaje anual de estaciones y un tiempo estable, que "fluya" siempre igual para que nada cambie. Poco puede importar en este escenario la escasa exactitud de los relojes hidr�ulicos. Pero cuando los mercaderes de las urbes desarrollan la econom�a monetaria, lo que circula es el dinero; el inter�s hace que el capital crezca irreversiblemente, el paso del tiempo acrecenta la riqueza y hay, por lo tanto, una flecha del dinero. Para el c�lculo del inter�s, la noche pasa a contar tanto como el d�a. Los relojes de las principales ciudades empiezan a marcar las 24 horas. Hacia el fin de la Edad Media aparece la primera m�quina industrial: el reloj mec�nico (Attali, 1982). Entre 1344 y 1360, Giovanni di Dondi construye un reloj de pesas y p�ndulo para la ciudad de Padua. Su exactitud era muy pobre. En pleno siglo XIV la estimaci�n del tiempo ten�a un error de un cuarto a media hora diaria. Pero nadie viv�a de acuerdo a la hora, y pocos sab�an qu� era un reloj. Sin embargo, por ese entonces se dividi� la hora en minutos.

Es importante insistir en que no se trataba de mecanismos sincronizados a un tiempo, como hoy ser�a la hora oficial o la de Greenwich. Tampoco se pon�a el reloj en hora con la hora oficial, pues no la hab�a. Ni siquiera se molestaban en poner acordes los diversos relojes. Por el contrario, cada mandatario (duque, regidor, alcalde) ten�a el suyo, y hacía sonar las campanas cuando lo cre�a apropiado. Es m�s, cuidaban de que as� fuera, pues aceptar el tiempo que les marcara otro, era un signo de vasallaje. Por supuesto que tambi�n la Iglesia quer�a imponer su tiempo. Y no se trataba simplemente de un ejercicio del poder. La Iglesia necesitaba desarrollar el mejor calendario posible para se�alar las festividades religiosas. Es por eso que en 1582, el papa Gregorio XIII convoca una comisi�n para poner las cosas en orden. Claro que esta comisi�n se vio necesitada de recurrir a los mejores astr�nomos y esto, a la larga, trajo consecuencias no deseadas por la Iglesia.

Por un lado, los astr�nomos estudiaban m�s y m�s el Universo, y por el otro, los relojeros constru�an mecanismos m�s y m�s perfectos. En virtud de ello, Kepler y Boyle comparan al Universo con un inmenso reloj. La fascinaci�n que ejerci� esta visi�n del mundo fue tal, que fil�sofos de la talla de Descartes (1795) vieron relojes en todo el Universo y en todo el funcionamiento de la naturaleza. A mediados del siglo XVIII, La Metrie ya habla directamente del hombre-m�quina. Hasta ah� el tiempo de los relojes era aut�nomo, y su concordancia con los sucesos depend�a de que el usuario los pusiera a funcionar al comienzo del proceso que quer�a medirse (el tiempo cero). Pero a mediados del siglo XVII, Cristian Huygens desarroll� un reloj de p�ndulo que pod�a funcionar continuamente. Como Huygens no era un simple maestro relojero, sino uno de los mejores f�sicos de su �poca, sus logros, m�s que permitir a los holandeses medir el tiempo a cualquier hora del d�a y de la noche y en cualquier d�a de la semana, estimularon las ideas acerca de un tiempo continuo, que fluye homog�no. Remitimos sobre este punto al cap�tulo II, en relaci�n con el panorama de las ideas filos�ficas de la �poca.

El mundo f�sico era entonces un gigantesco trabajo de relojer�a; el tiempo flu�a de manera homog�nea y continua. Como en un reloj, si uno conoce el funcionamiento y la posici�n actual, est� en condiciones de calcular lo que ha sucedido en el pasado, y predecir lo que suceder� en el futuro. Newton y Leibniz desarrollaron justamente la matem�tica necesaria para describir ese movimiento continuo: el c�lculo. Las leyes de Newton eran las leyes supremas de la naturaleza, y en los a�os siguientes, el hombre concluir�a que todo se conserva: la masa, el momento (producto de la masa por la velocidad), y la energ�a. Esta forma de ver las cosas llev� a Laplace a concluir que una mente que pudiera comprender todas las fuerzas y las respectivas situaciones de los seres podr�a calcular lo que suceder�a en cualquier instante, pasado o futuro, del Universo.

Hacia el final del siglo XIX, la Edad mec�nica de la raz�n se hab�a vuelto entonces la Edad de la certeza, y la f�sica no s�lo era considerada el modelo del universo f�sico, sino el modelo de la conducta humana. Por si esa certeza fuera poca, se consideraba que el observador pod�a observar al sistema sin perturbarlo.

Un Universo que funciona como un maravilloso reloj, leyes infalibles para describir los procesos, observaci�n que no produce perturbaciones para comprobarlo y tiempo que fluye de manera continua para garantizar que la cosa siga marchando eternamente: lo �nico que parec�a quedar pendiente era perfeccionar metales y tornos para fabricar relojes m�s y m�s precisos. Pero esa visi�n del mundo no habr�a de resistir el peso de la evidencia.

En 1788, James Hutton public� su Theory of the Earth, en la que explic� que la estratificaci�n de las rocas y los dep�sitos oce�nicos no son producto de cat�strofes repentinas ocurridas en el pasado, sino resultado de lentos procesos de evoluci�n geol�gica, que a�n continuaban. "Yo no le veo —confesaba Hutton— vestigios de un comienzo ni perspectivas de que se detenga." Por supuesto que se trataba de fen�menos tan lentos que para explicar los dep�sitos y mantos se necesitaba de un periodo much�simo m�s largo de lo que se sol�a pensar cuando se calculaba la edad del Universo sumando generaciones y edades de personajes b�blicos.

�Y qu� eran esos huesos descomunales y deformes que no correspond�an a ning�n animal de los actuales? �Acaso se trataba de malformaciones patol�gicas de las mismas especies que hoy pueblan el planeta? No. De aceptarse la cronolog�a que indicaban las capas geol�gicas en las que se encontraban los huesos, esos animales "patol�gicos" hab�an vivido millones y millones de a�os atr�s, y hab�an antecedido a las especies "normales" que se ve�an com�nmente. Pronto se cay� en la cuenta de que esos huesos correspond�an a especies desaparecidas, eslabones entre varios tipos de seres vivos que, por alguna raz�n, se hab�an extinguido. Para empeorar las cosas, no se trataba de excepciones: casi ninguna de las especies que se encontraban en los mantos primitivos subsist�a en la actualidad y, a su vez, las actuales no hab�an existido en aquel pasado remoto. Bruckner (1768) y luego Malthus (1798) encontraron una raz�n para esas muertes: cuando la cantidad de animales o vegetales de un lugar determinado exced�a del n�mero de los que pod�an subsistir con los recursos disponibles, el excedente simplemente mor�a. Los hombres se horrorizaron ante la idea de que la Sabia Providencia hubiera creado seres para luego dejarlos sucumbir as� como as�. Si tales desapariciones eran posibles �qu� destino le aguardaba al hombre? Los rastros de esas especies desafortunadas indicaban que la vida no volv�a en absoluto sobre sus huellas en forma c�clica. Nada de ciclajes recreativos. Los dep�sitos oce�nicos depositados quedaban: nada de rediluci�n y recomienzo. El pasado se hab�a muerto. Reinaba la irreversibilidad. La muerte se volv�a natural, era un producto de la lucha por la vida (Eiseley, 1973).

Coleridge (1819) se�alaba que aun entre los pensadores cristianos de su �poca la idea de que el hombre hab�a sido creado s�bitamente como tal, estaba siendo puesta en duda. Lamarck (1801) advert�a que las criaturas no parec�an ser creadas para un medio espec�fico, sino que se adaptaron al medio que ocupaban. Edward Blyth (1835), asociando el parentesco y relaci�n cronol�gica de las distintas especies, se pregunt� si una gran proporci�n de �stas no descender�a de un antepasado com�n. El tiempo pr�ctico se ordenaba a lo largo de un inmenso calendario lineal, que no coincid�a con ciclajes divinos ni con especies privilegiadas. Una flecha laica apuntaba hacia la muerte. El escenario mental estaba, pues, preparado para que alguien propusiera, formalmente, un mecanismo para la flecha de la vida: la evoluci�n. Ese alguien fue Charles Darwin.

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