III. LA MENTE Y EL TIEMPO

Y nosotros �qui�nes somos despu�s de todo?
PLOTINO

Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra propia memoria. Esa memoria est� hecha, en buena parte, de olvido.
J.L. BORGES

�D�nde est� el conocimiento que hemos perdido en la informaci�n?
T.S. ELIOT

T� mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos.
ANGELUS SILESIUS

EN EL siglo IV de nuestra era, san Agust�n declaraba que �l sabía lo que es el tiempo, salvo que alguien se lo preguntara y tuviera que explicarlo. Trece siglos m�s tarde, el m�stico polaco Angelus Silesius afirmaba: "T� mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos." Sin embargo, Silesius no dijo lo que es el tiempo, ni c�mo lo generan nuestros sentidos. A�n hoy, en los umbrales del siglo XXI, tampoco podemos explicar qu� es el tiempo pero, ante la dificultad en llevar a cabo un experimento f�sico que demuestre el paso del tiempo, se va acentuando una sospecha: puede ser que el tiempo sea "hecho por nosotros mismos", es decir, que ser�a un atributo de nuestra mente. En consecuencia, debemos ocuparnos de la mente humana que, como se sabe, es considerada el aparato m�s complejo, delicado y reciente que ha producido el desarrollo de las especies biol�gicas. La mente se maneja con un lenguaje y produce conceptos tales como los de vida, tiempo y muerte, que, precisamente, queremos considerar en este libro.

Si bien el aparato ps�quico se basa en la estructura neural, la mente no puede ser entendida como si s�lo fuera una funci�n entre otras de lo neuronal, sino como un nuevo orden jer�rquico que, como tal, requiere una descripci�n y un lenguaje propios. La experiencia diaria nos indica que en la mente humana hay por lo menos dos niveles: un nivel consciente, mediante el cual razonamos, nos comprometemos y damos justificaciones y excusas, y un nivel inconsciente, que atesora informaciones diversas sobre hechos y emociones. Mientras la conciencia ha sido objeto de estudios y reflexiones filos�ficas desde la m�s remota antig�edad, los fen�menos del inconsciente fueron en general considerados como carentes de l�gica, ca�ticos, in�tiles o, a lo sumo, m�sticos.

En relaci�n con esto, podr�amos recordar que en cierta ocasi�n Viktor Meyer, uno de los padres de la qu�mica moderna, fue tomado por loco porque, entre sus rarezas, se ocupaba de formalizar el concepto de energ�a. Gente muy cuerda, que finalmente logr� internarlo en un manicomio, trataba de volver a Meyer a sus cabales explic�ndole que el concepto de energ�a, como el de belleza y el de maldad, no se puede formalizar, ni mucho menos poner en ecuaciones. Hoy, que el concepto de energ�a est� rigurosamente formalizado, el trato que recibi� Meyer puede ser calificado de deplorable, y aun de grotesco. Ahora bien, cuando tratamos de explicar procesos ps�quicos nos enfrentamos a problemas tan formidables que el tipo de cr�ticas hechas a Meyer pareciera resurgir de un pasado tercamente esc�ptico. Sobre todo cuando, entre las variables importantes de dichos procesos, se cuentan los deseos, el trato que recibimos de nuestra madre en los tempranos d�as de la infancia, las relaciones con la familia y otros factores, los cuales evidentemente desempe�an un papel fundamental en la constituci�n y funcionamiento del aparato ps�quico.

Apenas a fines del siglo pasado, el inconsciente empieza a ser objeto de estudios sistem�ticos y, en base a las consideraciones sobre la organizaci�n jer�rquica de la vida que hemos hecho en los cap�tulos anteriores, no nos sorprende que la descripci�n de este nuevo nivel haya requerido, por lo tanto, de un conjunto particular de leyes. Actualmente, en las distintas escuelas que tratan de explicar el funcionamiento del aparato ps�quico, reina un clima de apasionada discordia, cuyos fundamentos y m�ritos no corresponde analizar aqu�. Nosotros escogemos los modelos que brinda el psicoan�lisis, raz�n por la cual recurriremos, un tanto indirectamente, a conceptos cuya fundamentaci�n rebasa los prop�sitos de este libro.

El humorista espa�ol Gila afirma que "los ni�os son locos bajitos". Hasta no hace mucho se ten�a la sospecha de que, en realidad, el hombre llegaba a la edad de la raz�n de repente, algo as� como si nuestra nueva computadora pasara un tiempo generando tonter�as hasta que, un buen d�a, �albricias!, empezara a hacer funcionar sus programas correctamente. Sabemos ya que la conducta adulta de un sujeto es la consecuencia de una larga programaci�n, en la cual participan la atenci�n, el amor y las prohibiciones de los padres, y la forma en que los cuidados y la educaci�n son brindados. El psicoan�lisis ha tratado de desentra�ar el modo en que estos factores gravitan en las diversas etapas de la formaci�n del sujeto, y de construir un modelo de la polarizaci�n del aparato ps�quico en dos regiones: consciente e inconsciente. De entre las observaciones que ha hecho, las que aqu� nos interesan son: 1) el inconsciente parece formarse a ra�z de ciertas restricciones que se imponen al ni�o; 2) en ese inconsciente no parece regir la temporalidad "del sentido com�n"; 3) incluso a nivel consciente esta temporalidad no existe en los primeros momentos de la vida, sino que se va instalando paulatinamente, y 4) la adquisici�n de la temporalidad coincide con la inserci�n del ni�o en el lenguaje. �stos son, pues, los t�picos que desarrollaremos a continuaci�n.

Al nacer el ni�o se encuentra en una situaci�n de indefensi�n (Hilflosigkeit), en la que su sobrevivencia depende por completo del deseo de otro. Alguien, habitualmente la madre, debe desear que el reci�n nacido viva. Esta dependencia respecto de los cuidados maternales es una prolongaci�n de la vida intrauterina, y determina que el reci�n nacido se sienta uno con su madre. El psicoan�lisis supone que, en las primeras etapas de la vida, el ni�o no posee una noci�n clara de su yo ni, por consecuencia, de sus l�mites en relaci�n con el mundo. Muchos han tratado de entender el proceso de identificaci�n a trav�s del cual se constituye ese yo que pensar� en funci�n del tiempo y que temer� a la muerte. Para Lacan (1971), la identificaci�n comienza durante la llamada fase del espejo, momento en que el ni�o se identifica con la imagen visual de s� mismo. M�s tarde, el ni�o tomar� como propia la imagen de un semejante. Esta identificaci�n es imaginaria, es decir, que se hace con una imagen que no es la de �l mismo, sino la de otro que posee una hipot�tica perfecci�n (el ser maduro) que el ni�o a�n no posee. Por eso, cuando decimos imaginaria, adem�s de referirnos a la imagen visual, aludimos tambi�n al hecho de que es ilusoria o ficticia. Este tipo de identificaci�n es alienante porque el sujeto, al desconocer lo que es, cree ser otro que le anticipa una realidad que no es la suya. Por eso no hay en esta etapa distinci�n entre �l y el otro. Pero, a pesar de su origen imaginario, ese yo servir� de base para futuras identificaciones y para la ulterior formaci�n del sujeto.

Para que el ni�o pueda hacer un primer reconocimiento de s� mismo es necesario que otro, por ejemplo la madre, lo reconozca como separado de su persona. A partir del momento de la identificaci�n, el ni�o extiende sus posibilidades, bas�ndose en sus relaciones con la madre y con otros objetos importantes (relaciones �nter e intrasubjetivas). Por su parte, la madre criar� al ni�o mediante normas, costumbres y limitaciones propias de la cultura a la que pertenece. Tales relaciones, entonces, est�n regidas por legalidades e interdicciones que llegan al ni�o a trav�s de las palabras y la atenci�n de la madre.

Durante la identificaci�n imaginaria, el ni�o se asume como el que colma el deseo de la madre, y siente que esto lo protege contra toda separaci�n (primera fase del Edipo). Pero si bien la madre quiere que el ni�o viva y lo ama, su propio deseo no se colma con �l. De alguna manera, el ni�o reconoce que el deseo de la madre se dirige a otro que no es �l sino el padre, origin�ndose as� lo que usualmente se denomina segunda fase de la situaci�n ed�pica. El amor incestuoso del ni�o ahora se reprime pero, a partir de este momento, encuentra en el padre una nueva posibilidad de identificaci�n ya que esta "intromisi�n" paterna le da nuevas pautas orientadoras.1 El proceso continuar� luego con la declinaci�n de la situaci�n ed�pica y con la formaci�n del supery�. El psicoan�lisis ha debido suponer una entidad hipot�tica, el supery�, para albergar tanto un modelo de lo que el ni�o desea ser (ideal del yo), como un conjunto de reglas, normas y prohibiciones acerca de lo que no deber� hacer. �sta es la instancia ps�quica que abarca tanto los valores que caracterizan la cultura en la que el ni�o ha nacido, como los ideales de sus ancestros.

Como ya lo hemos dicho, el aparato ps�quico tiene una regi�n consciente y otra inconsciente. En un momento dado tenemos una idea, estamos prestando atenci�n a un asunto determinado, o somos conscientes de algo en particular. Todo el resto de nuestra informaci�n est� contenido en nuestro inconsciente: n�meros de documentos, fechas, canciones que nos cantaba nuestra madre, comidas que preparaba nuestra abuela, nombres de monta�as y r�os de la infancia, temores y apuros por los que alguna vez pasamos, versos que recitamos en una fiesta infantil, teor�as que nos explicaron en una clase del colegio secundario, el color de flores que no vemos desde hace varias d�cadas, el olor de una fruta de estaci�n, y todo cuanto podamos recordar es tra�do de pronto al foco de nuestra atenci�n desde ese archivo incre�ble que contiene toda la informaci�n que le suministraron nuestros sentidos. Pero no s�lo lo que podemos recordar, sino tambi�n lo que escapa a nuestros esfuerzos por trasladarlo al plano de la conciencia est� contenido en el inconsciente y pesa en nuestras decisiones y actitudes. Adem�s de esa informaci�n, nuestro inconsciente ha registrado tambi�n emociones que dan cuenta de impulsos y actitudes de los que acaso jam�s podremos dar una justificaci�n "sensata". Hoy no sabemos por qu�, en un momento dado, al analizar un dato experimental, recordamos otro similar que recogimos el a�o pasado, pero olvidamos alg�n hecho reciente que lo contradice, o tenemos en cuenta cierta informaci�n bibliogr�fica pero ignoramos otra, o se enciende el entusiasmo al encontrar cierta correlaci�n, o nos deprimimos y restamos importancia al observar posibles fuentes de error. A�n desconocemos las leyes que rigen esos recuerdos, olvidos, acentuaciones y menosprecios. Ignoramos por qu� y c�mo se asocian los contenidos, se condensan los conceptos y se gesta una nueva idea. Pero, en cambio, es evidente que la forma en que se plasm� el aparato ps�quico en nuestros primeros a�os de vida fue formando ese clivaje entre el consciente y el inconsciente, y existen indicios de c�mo se fueron sumergiendo en este inconsciente las vivencias, las normas y los apetitos, muchos de los cuales no podr�n emerger jam�s pero que, as� y todo, seguir�n operando para determinar nuestra conducta.

Para Laplanche y Leclaire (1961) por ejemplo, el inconsciente aparece cuando el ni�o empieza a utilizar el lenguaje. En este momento tendr�a lugar la represi�n primaria. Éste es un proceso hipot�tico que ya hab�a propuesto Freud (1915), mediante el cual un grupo de representaciones, inaceptables para el yo, es reprimido y desaparece de la conciencia. Al hacerse inconscientes, estas representaciones forman un n�cleo a cuyo alrededor luego se agrupar�n otras m�s, constituyendo as� el sistema inconsciente. La divisi�n b�sica entre psiquismo consciente e inconsciente aparece entonces vinculada a las prohibiciones que la cultura humana establece sobre ciertos deseos. Los elementos b�sicamente reprimidos son representaciones de las pulsiones de los grandes complejos del incesto, la muerte y la sexualidad.2

La experiencia cl�nica indica que, cuando algo es demasiado prohibido y por eso condenable, el sujeto no puede aceptar siquiera que �l tenga semejantes apetencias o deseos. Una fuerza o contracarga, ejercida por la censura psicol�gica del yo, evita que los fantasmas inconscientes se vuelvan conscientes (represi�n). Pero las pulsiones no pueden tener acceso a la conciencia directamente, sino a trav�s de una representaci�n; aparecen como fantas�as, como escenarios imaginarios en los que los deseos se expresan con su particularidad individual. La pulsi�n libidinal, por ejemplo, aparece en la conciencia como una fantas�a amorosa, y la pulsi�n de conservaci�n aparece como el deseo de comer algo determinado. Cuando los mecanismos de represi�n fracasan, retorna lo reprimido y algo de su contenido vuelve a la conciencia de modo deformado en sue�os, s�ntomas, o trastornos de car�cter o de conducta.

Al discutir el tiempo en el inconsciente, Freud (1933) hace una referencia obvia a la posici�n kantiana con respecto al tiempo, y dice: "Percibimos con sorpresa una excepci�n al teorema filos�fico seg�n el cual el espacio y el tiempo son formas necesarias de nuestros actos mentales. Nada hay en el sistema inconsciente que corresponda a la idea de tiempo. No hay reconocimiento del paso del tiempo y —algo muy notable— el curso temporal no produce cambios en los procesos inconscientes. Deseos que nunca han sido conscientes, impresiones que han sido hundidas por la represi�n son virtualmente inmortales. Despu�s de d�cadas se siguen comportando como si fueran recientes. S�lo son reconocidas como pertenecientes al pasado, y pierden su importancia y su energ�a, al ser hechas conscientes por el trabajo del psicoan�lisis."

Partiendo de Kant podr�amos aventurar que, si lleg�ramos a conocer la realidad num�nica (de la cosa en s�), no encontrar�amos proceso temporal alguno. El psicoan�lisis, que afirma ser un paso hacia la remota realidad de la cosa en s�, sostiene que en el inconsciente el tiempo no existe.

En un momento dado, mientras nuestro inconsciente atesora, de modo sincr�nico, todas las emociones, recuerdos, reglas e ideales recogidos a lo largo de nuestra vida, nuestra conciencia se enfoca en un tema, tiene un solo contenido cada vez (diacron�a). La huella mn�mica consiste en una inscripci�n atemporal en la memoria que, al ser luego pensada y recordada gracias al levantamiento de la represi�n pasa, entonces s�, a tener temporalidad. En una biblioteca los libros pueden no estar ordenados cronol�gicamente ni alfab�ticamente, pero todo lo que narran ya est� ah�. Pero, as� y todo, al consultarlos, debemos hacerlo uno por uno y frase por frase, es decir, mediante cierta temporalidad. El tiempo s�lo rige en el momento de leer esta frase, pero en el inconsciente (la biblioteca entera) impera la atemporalidad.

De modo que nos encontramos con una afirmaci�n que causa perplejidad, y que resulta extra�a al sentido com�n, ya que la teor�a psicoanal�tica concibe al inconsciente como un sistema din�mico que opera con prescindencia de la l�gica aristot�lica. Desde este punto de vista, tenemos dentro de nosotros una vasta zona de alteridad y desconocimiento, de fantasmas y deseos determinantes de nuestra vida, que nos es ajena y que est� regida por leyes diferentes de aquellas a las que est� sometido nuestro pensamiento consciente.

Tampoco sabemos qu� es, ni c�mo opera esa enorme biblioteca que llamamos memoria, ni cu�l ser� su participaci�n en la temporalizaci�n de sus contenidos. Tratando de esclarecer c�mo funciona la memoria, Freud (1925) postula que el "aparato ps�quico" se compondr�a de estratos superpuestos, conectados con el mundo externo y con el interior del organismo. Se reciben las excitaciones, y el sistema inconsciente conserva sus huellas en la memoria. La atenci�n se conecta intermitentemente con el mundo externo a un ritmo r�pido. Esta intermitencia en el contacto del aparato ps�quico con las percepciones originar�a la noci�n del tiempo. El desarrollo de esta noci�n es simult�neo con la del devenir de la propia existencia del sujeto, pues �sta va siendo construida a trav�s de la percepci�n de los ritmos biol�gicos y, fundamentalmente, a trav�s del lenguaje de la madre que le impondr� los horarios e intervalos de su cultura. El sujeto pasar� de la noci�n de inmediatez, por la que alucina lo que desea, a la de espera y decurso temporal. Para eso deber� dejar de ser el que satisface el deseo de la madre y pasar a ser, �l mismo, un sujeto deseante. Si la ley funciona, el ni�o abandonar� su identificaci�n imaginaria y entrará en un mundo en el que habr� ausencias, p�rdidas y palabras. La palabra designa la cosa aunque �sta est� ausente, y posibilita las abstracciones y conceptualizaciones.

Por m�s que nuestros recuerdos sean imperturbables ante el paso del tiempo, su significado es modificable en virtud de las nuevas experiencias del sujeto. Freud (1917) se�al� que esta posterioridad (Nachträglichkeit) produce un efecto de resignificaci�n, la cual consiste en la reelaboraci�n de ciertos recuerdos en funci�n de experiencias o comprensiones posteriores, vinculadas con nuevos grados de desarrollo. La noci�n de resignificaci�n contradice una interpretaci�n simplista, que pueda reducir la concepci�n psicoanal�tica de la historia de un sujeto a un simple determinismo lineal, en el que ver�amos solamente la acci�n del pasado en el presente. Freud entiende que el sujeto recompone après coup3 los sucesos pasados. La teor�a del après coup se enlaza con la concepci�n freudiana de que las huellas mn�micas sufren reorganizaciones y reinscripciones constantes en funci�n de nuevas condiciones. Estas reelaboraciones son precipitadas, por ejemplo, por la maduraci�n org�nica que, produciendo la ubicaci�n del sujeto en un contexto nuevo, le permite conceder una nueva significaci�n a un acontecimiento pasado, que no la tuvo cuando fue vivido Por ejemplo, un ni�o puede vivir una escena de seducci�n y adjudicarle un significado agresivo. Despu�s de la pubertad, que le otorga un nuevo universo de significaciones, el mismo episodio ser� ubicado en el universo de lo sexual.

En resumen el nivel organizativo más alto y reciente en nuestro planeta lo constituye la mente, que, por supuesto, no se rige solamente por las cin�ticas y las leyes de los niveles anteriores. En este capítulo hemos tratado de dar un esquema de su organizaci�n y funcionamiento, escogiendo aquel los aspectos que ata�en al concepto de tiempo. Una de las ense�anzas que se extraen de esto es que s�lo el estrato consciente parece necesitar de "un tiempo que fluye lineal y homog�neamente" desde el pasado hacia el futuro. En el pr�ximo cap�tulo veremos que, de cualquier forma, este tiempo necesita ser instalado en la mente humana a trav�s de la inserci�n del hombre en la cultura.

NOTAS

1 Esta versi�n simplificada es expresada por la teor�a lacaniana de la siguiente manera: En la segunda etapa del Edipo, el padre separa al ni�o de la madre, apareciendo as� como "el castrador". Esta castraci�n implica, para el ni�o, que �l no es el falo, y que la madre tampoco lo posee. La funci�n de interdicci�n paterna establece la ley en cuanto a la diferencia de sexos y generaciones, e introduce al ni�o en el universo del lenguaje.

2 C.L�vi-Straus (1949) ha insistido en que el ni�o nace ya formando parte de un orden social preexistente. Este orden es una funci�n simb�lica caracterizada por un conjunto de relaciones (la forma en que se lo cr�a y educa, las relaciones de parentesco, los lazos matrimoniales, los pactos que se establecen, etc�tera). Presumiblemente para sugerir el aspecto obligatorio y moldeador de este ordenamiento simb�lico. Lacan lo llama "ley". La ley que ordena las relaciones humanas es entonces la misma ley que ordena el lenguaje humano. La ley del hombre es la ley del lenguaje. Para Lacan, el inconsciente est� estructurado como un lenguaje.

3 Se suele utilizar el t�rmino en franc�s, après coup, en lugar de resignificaci�n

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