III. LA EDAD DE ORO

OSCURIDAD

CON la declinaci�n de la civilizaci�n griega se extiende sobre el pensamiento humano la inmensa noche de la Edad Media. En lo que concierne a la ciencia, el nuevo amo del mundo, el Imperio romano, solamente vino, vio y... se fue. Hubo, desde luego, algunas luces aisladas, unas m�s brillantes que otras:

Plinio el Viejo, por ejemplo —que muri� asfixiado por los humos del Vesubio en el a�o 79—, nos leg�, en su Historia natural, un excelente compendio del saber de la �poca, y Titius Lucretius Carus, m�s conocido como Lucrecio, expuso su visi�n atomista y evolutiva del Universo en su magno poema De Natura Rerum (Sobre la naturaleza de las cosas). Pero en general, el af�n de saber y el gusto por la vida se fueron desmoronando paulatinamente a la par que el Imperio romano. Este proceso se inicia en el a�o 284, cuando Diocleciano lo fragmenta en Imperio de Oriente e Imperio de Occidente; despu�s, los sucesos se precipitan: los hunos invaden Europa en el a�o 375 seguidos por godos, visigodos y v�ndalos. Roma se defiende gallardamente, pero poco a poco sus fuerzas se van mermando; en s�lo 35 a�os es tomada y saqueada dos veces (en el 410 y en el 445), y el inevitable fin llega en el a�o 476 con la deposici�n de R�mulo Aug�stulo, �ltimo emperador romano de Occidente. La noche ha empezado en Europa y habr� que esperar 700 a�os para vislumbrar la aurora.

Quedaba, sin embargo, el Imperio de Oriente. Mientras Roma luchaba por su vida, Constantinopla —su capital, fundada en el a�o 324 por el emperador Constantino—, se hab�a ido fortaleciendo hasta convertirse en el centro comercial y econ�mico m�s poderoso de la �poca. Por desgracia, sus ra�ces mismas iban a constituir un impedimento para el desarrollo cient�fico ya que el propio Constantino le hab�a conferido, al erigirla, un car�cter esencialmente religioso. El motivo fue, desde luego, pol�tico, pero habr�a de tener consecuencias desastrosas para la ciencia ya que el cristianismo nunca se ha caracterizado —y menos en aquella �poca, en que luchaba por sobrevivir— por mantener una actitud positiva ante la ciencia. As�, por ejemplo, un t�pico representante de la �poca llamado Lactancio, ridiculiza la idea de la esfericidad de la Tierra en su libro Sobre la falsa sabidur�a de los fil�sofos, argumentando lo divertido que debe ser ver a los ant�podas caminando de cabeza o la lluvia "cayendo" hacia arriba. Y, mucho m�s importante por su trascendencia, es la condena que hace Agust�n, obispo de Hipona (�frica), en su Enchiridion: "Cuando [...] se plantea la pregunta de lo que hemos de creer en cuanto a religi�n, no es necesario indagar la naturaleza de las cosas como lo hac�an aquellos a quienes los griegos llamaban 'physici', tampoco debemos alarmamos porque los cristianos ignoren la fuerza y el n�mero de los elementos; el movimiento y el orden y los eclipses de los cuerpos celestes; la forma de los cielos; las especies y la naturaleza de los animales, plantas, piedras, fuentes, r�os, monta�as; la cronolog�a y las distancias; las se�ales de las tormentas en ciernes, y mil cosas m�s que esos fil�sofos han hallado o creen haber descubierto [...] Baste para el cristiano saber que la �nica causa de todas las cosas creadas [...] sean celestes o terrenales[ ... ] es la bondad del Creador, �nico Dios verdadero".

Ante este tipo de ideas, que son las que prevalecieron durante m�s de 1 000 a�os, no es de extra�ar que las ciencias cayeran en un bache sin precedentes. En astronom�a, en particular, no hubo un solo descubrimiento de importancia capital desde Tolomeo hasta Cop�rnico. Y es que el hombre hab�a perdido la alegr�a de vivir y, en consecuencia, el af�n de saber; �por que preocuparse, a fin de cuentas, por este valle de l�grimas, al que s�lo se viene a sufrir y a pagar el pecado que nos da la vida, si el hombre no fue creado para esta empresa, sino para honrar al Se�or? �No fue acaso el probar del �rbol de la sabidur�a el primer pecado capital? Ante semejantes est�mulos, la ciencia languideci�; el hombre hab�a vuelto los ojos al cielo, pero no miraba las estrellas. En todo el mundo era noche cerrada.

EL DESCUBRIMIENTO DE LA TIERRA

Mientras tanto, en el Imperio de Oriente, el emperador Justiniano se encarg� de aniquilar los �ltimos vestigios de pensamiento "libre" clausurando, en el a�o 529, la Escuela de Atenas. El golpe fue devastador y por el momento pareci� que la ciencia no podr�a recuperarse; pero, como tantas otras veces, la decadencia de una cultura habr�a de compensarse con el surgimiento de otra, m�s ignorante en un principio, es verdad, pero tambi�n m�s vigorosa y emprendedora: la cultura musulmana, que en s�lo 100 a�os iba a transformar dr�sticamente esta situaci�n.

Figura 17. La Mezquita de Santa Sof�a en Estambul (antes Constantinopla) es muestra viva de la pasada grandeza de la capital del Imperio Romano de Oriente.

Mahoma, gran unificador de los pueblos �rabes, naci� en La Meca en el a�o 570 y comenz� a predicar cuando contaba con unos 40 a�os de edad. Obligado a huir de su ciudad natal en el 622 —episodio conocido como la "H�gira"—, vuelve como conquistador en el 630. A su muerte, acaecida dos a�os m�s tarde, sus ense�anzas se recopilan en el Cor�n (en �rabe Qur'an: relato), y es hasta entonces que la grandeza de su obra unificadora comienza a manifestarse en todo su esplendor. Convencidos de poseer la �nica religi�n verdadera, los pueblos �rabes se lanzan a la conquista del mundo al grito de "Al� es el �nico dios y Mahoma su profeta". En s�lo 30 a�os el imperio se extiende desde las fronteras de la India, por un lado, hasta �frica y el Mediterr�neo, por el otro (seg�n se cuenta, al tomar Alejandr�a —en el 640—, el caudillo musulm�n Amr ibn al-As exclam�, al tiempo que se�alaba la famosa biblioteca: "Si est�n de acuerdo con el Cor�n, sus libros son in�tiles; si no lo est�n, son infieles. Qu�menlos.").

Felizmente, los conquistadores �rabes no intentaron aniquilar la cultura de los pueblos sojuzgados; careciendo de una propia, se dedicaron, m�s bien, a recopilar, unificar y asimilar las diversas tradiciones culturales que iban encontrando, con lo que, a la larga, habr�an de crear una nueva cultura, la suya propia, m�s abierta y con un car�cter marcadamente cosmopolita. Curiosamente, su religi�n contribuy� al proceso de manera decisiva, ya que el Cor�n, por un lado, est� decididamente orientado hacia este mundo y, por el otro, pr�cticamente no contiene dogmas cient�ficos. Con el auge del imperio sobreviene el ansia de saber: hacia el a�o 765, el califa de Bagdad, Al-Mansur, decide invitar a su corte a todos los estudiosos del imperio; su sucesor, Har�n Al-Rashid —el c�lebre califa de Las mil y una noches— ordena la primera traducci�n al �rabe del Almagesto de Tolomeo (la versi�n final se origin� hasta fines del siglo IX) y el proceso culmina con la creaci�n, hacia el 835, de la "Casa de la Sabidur�a" por el califa Al-Mam�n. Bagdad habr� de ser la "Nueva Atenas" hasta el fin del milenio y, en particular, en ella habr� de preservarse y extenderse el conocimiento astron�mico. Fiel reflejo de ello es la multitud de palabras �rabes que encontramos en la astronom�a actual: nombres de estrellas —como Aldebar�n, Altair o Mizar—, t�rminos astron�micos —como zenit o nadir— y hasta el nombre de la Biblia de la astronom�a medieval: el Almagesto. Vale la pena mencionar, como simple curiosidad, que los nombres de los astr�nomos �rabes nos han llegado, en cambio, latinizados. En contra de lo que pudiera pensarse, esto es algo que debemos agradecer a los traductores, ya que, por ejemplo, Muhammad ibn Jabir ibn Sinan abu Abdullah al-Battani lleg� a nosotros, simplemente, como Albategnius.

Poco a poco, hacia fines del milenio, la situaci�n comienza a cambiar en Europa: hay paz, nuevos inventos multiplican la productividad agr�cola, el comercio se activa y las ciudades adquieren nueva vida; la avidez por el conocimiento crece d�a con d�a y las traducciones del �rabe al lat�n comienzan a exigirse (en Toledo, Gerardo de Cremona traduce 70 obras, entre ellas el Almagesto, de 1160 a 1187); se fundan universidades en Bolonia, Oxford y Par�s, donde se estudia a los griegos (que se han filtrado a trav�s de Espa�a); Cimabue y el Giotto revolucionan la pintura, preparando el terreno para los Leonardo y Miguel �ngel que est�n por llegar; y, por �ltimo, los viajes de Marco Polo se�alan la existencia de horizontes insospechados que inflaman la imaginaci�n tanto tiempo aletargada, permitiendo vislumbrar la era de exploraci�n y aventura que se avecina y que habr� de culminar con el viaje de Col�n. El hombre, en s�ntesis, vuelve a descubrir la Tierra.

La astronom�a, desde luego, participa de esta efervescencia, pero para obtener grandes logros habr� de esperar otros cien a�os. La raz�n es evidente: un milenio despu�s de su muerte, Tolomeo sigue siendo el "�ltimo grito" y, en consecuencia, el que se�ala el rumbo. As�, por ejemplo, hacia fines del siglo XV Girolamo Fracastoro construye un sistema de �79 esferas! para explicar el comportamiento de los planetas. Pero es s�lo el canto de agon�a del cisne; en esos momentos, un can�nigo polaco se prepara calladamente en Italia y habr� de ser �l quien d� el siguiente paso �Y qu� paso !

Figura 18. Astr�nomos persas.

COP�RNICO

Nicol�s Cop�rnico (versi�n espa�olizada de Copernicus que, a su vez, es la versi�n latinizada del original Koppernigk) naci� el 19 de febrero de 1473 en la ciudad de Torun, a orillas del r�o V�stula. Fue, seg�n lo describi� Stephen P. Mizwa, "un eclesi�stico por el deseo de su t�o-tutor y, por vocaci�n, un artista cuando buscaba relajarse, un m�dico por su entrenamiento y predilecci�n, un economista por accidente, un hombre de estado y un soldado por necesidad, y un hombre de ciencia por la gracia de Dios y por amor a la verdad en s� misma". Enviado a Italia por su t�o Lucas Watzelrode para estudiar leyes can�nicas, aprovecha para instruirse tambi�n en medicina y astronom�a en Bolonia, Padua y Ferrara. A la edad de 33 a�os vuelve a su patria, donde le espera la canong�a de Frauenburg que su t�o le ha tramitado, pero, de hecho, se convierte en m�dico y secretario de Lucas. All�, en raz�n de su puesto, se ve obligado a intervenir en infinidad de disputas locales y en guerras contra el invasor (los "caballeros teut�nicos"); la paz se firma en 1521 y Cop�rnico se ve libre, finalmente, para dedicarse de lleno a la astronom�a (su t�o hab�a muerto en 1512). Unos a�os m�s tarde (alrededor de 1528) publica su primer tratado astron�mico —el Commentariolus o Peque�o comentario, escrito probablemente hacia 1512—, cuyo impacto fue considerable, y 10 a�os m�s tarde, en 1539, decide, ante la presi�n del joven astr�nomo Georg Joach�m —m�s conocido como Rheticus— publicar su obra magna: De revolutionibus orbium coelestium, cuyo primer ejemplar impreso lleg� a sus manos, seg�n la tradici�n, en su lecho de muerte, el 24 de mayo de 1543.

La idea fundamental del trabajo de Cop�rnico, la que habr�a de asegurarle un lugar entre los inmortales, fue la sustituci�n de la Tierra por el Sol como centro del Universo, "degradando" a la primera a la categor�a de simple planeta. Cabe se�alar, sin embargo, que su pretensi�n no era, ni con mucho, la de originar una revoluci�n; conservador hasta la m�dula de sus huesos, buscaba simplemente una disposici�n geom�trica del Sistema Solar que permitiese una explicaci�n del movimiento observado de los planetas en t�rminos exclusivamente de movimientos circulares "puros", cuyo abandono en aras de "exc�ntricas" y "deferentes" criticaba acerbamente. �l mismo narra c�mo tuvo que explorar textos filos�ficos antiguos y contempor�neos a la caza de explicaciones alternativas a la de Tolomeo —a quien, por cierto admiraba— y c�mo las encontr� en Filolao, Aristarco e Hicetas, todos los cuales desplazaban a la Tierra de su privilegiada posici�n. Los nuevos principios deben haber estado claros en su mente desde �pocas relativamente tempranas, ya que el Commentariolus, en el que expone sus ideas por primera vez, se inicia con una "declaraci�n de principios" entre los que se cuentan: "2. El centro de la Tierra no es el centro del Universo sino solamente el de la gravedad y el de la �rbita de la Luna", y "3. Todas las esferas giran en torno al Sol, como si estuviera en el centro de todo, as� que el centro del mundo est� cerca del Sol". De hecho, las siete hip�tesis del Commentariolus contienen ya todos los principios del sistema copernicano; suenan tan "modernas" que al leer el resto del tratado no se puede evitar una profunda desilusi�n, pues en su intento por mantenerse dentro de la regla de movimientos circulares, Cop�rnico introduce, tambi�n, los omnipresentes epiciclos. Y nunca se librar� de ellos, ni siquiera en su obra cumbre.

En De revolutionibus orbium coelestium, Cop�rnico expande y perfecciona su sistema del mundo. Una traducci�n fiel de este t�tulo no es f�cil: se le menciona, indistintamente, como Sobre las revoluciones de las �rbitas celestes, El libro de las revoluciones de las esferas celestes o variaciones ligeramente diferentes de las anteriores. La edici�n original consta de seis "libros" —de los cuales los m�s importantes son los �ltimos dos, dedicados a los movimientos aparentes de los planetas, sus distancias al Sol y sus tiempos de revoluci�n— y de un pr�logo (no autorizado por Cop�rnico), escrito por un tal Andreas Osiander —matem�tico y te�logo luterano—, en el cual se explica que la obra es una mera hip�tesis que no debe tomarse muy en serio. El fin de este pr�logo era, desde luego, evitar fricciones con la Iglesia —para la cual la Tierra era el centro del Universo, puesto que en ella moraban las criaturas del Se�or— pero no estaba firmado, lo cual invitaba a considerarlo como el punto de vista del autor. Debido a ello, en parte, y debido a que la obra misma es particularmente oscura e ilegible, De revolutionibus no tuvo el impacto que era de esperar. M�s a�n, la pretendida "simplificaci�n" del sistema tolemaico no era tal: Cop�rnico necesitaba de 48 esferas para explicar los movimientos de los planetas, �contra s�lo 40 del modelo tolemaico en boga! Su verdadero valor astron�mico y filos�fico, el de expulsar a la Tierra de una posici�n privilegiada, habr�a de ser comprendido solamente medio siglo m�s tarde; era el turno de Kepler y Galileo.


Figura 19. En el mural de Juan O'Gorman de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria se contemplan el Universo de Tolomeo y el de Cop�rnico.

KEPLER Y TYCHO

Al igual que Cop�rnico, Kepler estaba destinado a una carrera eclesi�stica pero desvi� sus pasos hacia la astronom�a. Nacido en la peque�a ciudad de Weil—perteneciente al ducado de W�rttemberg— en 1571, estudi� teolog�a en T�bingen, donde tuvo la suerte de contar con un excelente maestro de matem�ticas y astronom�a: Michael Maestlin. En una de sus lecciones, Maestlin expon�a las razones por las que el sistema de Tolomeo era el "bueno" y el de Cop�rnico el "malo" (probablemente para conservar su puesto), pero esas "razones" no deben haber sido muy convincentes, ya que el joven Kepler fue desde entonces un ferviente copernicano. En 1594 acepta su puesto como maestro de matem�ticas en una escuela secundaria de Graz, a pesar de que a�n pensaba en terminar sus estudios y convertirse en un pastor luterano; sin embargo, el trabajo le deja tanto tiempo libre que comienza a elucubrar alrededor del sistema copernicano. La pregunta que le asalta es �por qu� las distancias de los planetas al Sol son las que son y no otras? Y de pronto, el 19 de julio de 1595 (anot� la fecha para no olvidarla), cree encontrar la respuesta: las distancias de los planetas al Sol corresponden a los radios de esferas inscritas o circunscritas en los 5 s�lidos geom�tricos regulares. La idea es fascinante, desde el punto de vista est�tico, pero tiene el problema de ser totalmente falsa; de hecho, las distancias a las que conduce dejan mucho que desear. Pero Kepler cree encontrarse ante una "revelacion sin precedentes, y en 1597 publica su teor�a en un libro —con un t�tulo largu�simo— que ha pasado a la historia como el Mysterium Cosmographicum o Prodromus, del cual env�a copias a los astr�nomos m�s famosos de la �poca (a Galileo y a Tycho Brahe, entre otros). Un a�o m�s tarde, sin embargo, se inicia en Graz la persecuci�n de los protestantes; Kepler es invitado a quedarse pero, lanzado ya de lleno a la astronom�a, prefiere aprovechar la oportunidad para emigrar a Praga a trabajar con el gran Tycho Brahe.

Figura 20. Edificio principal de Uraniborg —"El Castillo de los Cielos"—, donde Tycho Brahe vivi� y realiz� la mayor parte de sus observaciones.

Tycho (1546-1601) fue, sin duda, todo un personaje. Fatuo, codicioso y pendenciero —perdi� la nariz en un pleito �por un problema matem�tico!—, vivi� siempre rodeado de lujos, comiendo espl�ndidamente y realizando las mejores observaciones astron�micas, las m�s precisas y detalladas anteriores al telescopio. Con el apoyo de Federico II, rey de Dinamarca (su pa�s natal), construy� en la isla de Hveen su propio observatorio astron�mico, Uraniborg, al cual dot� no s�lo con los mejores instrumentos astron�micos de la �poca sino con lujos inconcebibles en sus d�as, como agua corriente en todas las habitaciones y tubos para intercomunicaci�n. A la muerte de su benefactor, y como consecuencia de un problema econ�mico (obviamente), dej� Dinamarca y acept� el empleo de "matem�tico" en la corte de Rodolfo II, archiduque de Austria, rey de Bohemia y Hungr�a y emperador del Sacro Imperio. Lleg� a Praga en 1599 y poco m�s de un a�o despu�s, a fines de 1600, Kepler se le uni�.

Desde el punto de vista de las relaciones humanas, el encuentro fue un desastre: lo �nico que los dos genios ten�an en com�n era la pasi�n por la astronom�a y el mal car�cter; pero como colaboraci�n cient�fica, en cambio fue todo un �xito: de �l habr�a de surgir el primer modelo "moderno" del Sistema Solar. Tycho, sin embargo, no habr�a de participar directamente en ese trabajo, ya que su muerte acaeci� s�lo 18 meses m�s tarde, el 24 de octubre de 1601. Libre de molestias extraastron�micas y heredero de los copiosos —y excelentes— datos observacionales de Tycho (as� como de su empleo), Kepler reinici� el trabajo que el mismo Tycho le hab�a encomendado desde su llegada a Praga: la determinaci�n de la �rbita de Marte. El trabajo era incre�blemente tedioso: consist�a en encontrar una combinaci�n de movimientos circulares (�los omnipresentes c�rculos!) capaz de reproducir la trayectoria observada del planeta, y Kepler se dedic� a ello con admirable tes�n durante cinco a�os. En una ocasi�n, obtuvo un esquema geom�trico que reproduc�a las observaciones con un error m�ximo de un �ngulo de 8 minutos de arco —que es un �ngulo peque��simo—, pero lo desech� argumentando que "la Diosa Divina nos dio en Tycho un observador tan fiel que un error de 8 minutos es inaceptable". Finalmente se convenci� de la imposibilidad de su tarea dentro de la hip�tesis de movimientos circulares, y s�lo entonces vio la luz: la �rbita de Marte era, simplemente, �una elipse! A partir de ese momento todo se simplific�; es m�s, en s�lo unos cuantos meses ya hab�a descubierto otra particularidad de la �rbita de Marte: la l�nea que lo un�a al Sol "barr�a" �reas iguales en tiempos iguales. Public� ambos resultados —�rbita el�ptica y regla de las �reas— en otro libro de t�tulo largu�simo, que conocemos como Astronom�a Nova o Comentarios sobre los movimientos de Marte (aparecido en 1609); pero lo importante, y lo que muestra el genio de Kepler, es que ambos principios —conocidos hoy d�a como las primeras dos leyes de Kepler— no se mencionan como v�lidos solamente para Marte, sino que se aplican a todos los planetas. Y, en efecto, as� ocurre.

Figura 21. Johannes Kepler descubri� las leyes fundamentales de los movimientos planetarios utilizando las excelentes observaciones de Tycho Brahe.

Un tercer descubrimiento —la tercera ley de Kepler— habr�a de aparecer en su libro Harmonices Mundi (La armon�a del mundo), tambi�n llamado, por razones obvias, la "ley arm�nica". �sta expresa el hecho de que, al dividir el cuadrado del tiempo que emplea un planeta en dar una vuelta completa alrededor del Sol entre el cubo de su distancia media al mismo, se obtiene siempre el mismo n�mero, independientemente de cu�l sea el planeta (en lenguaje matem�tico: el cuadrado de los periodos es proporcional al cubo de las distancias medias al Sol). Es curioso notar que esta ley surge de una de las caracter�sticas m�s criticadas de Kepler: su inclinaci�n al misticismo y al pensamiento "m�gico" (lleg�, incluso, a escribir la m�sica que producen los planetas en su giro en torno al Sol). A decir verdad, todo el contenido del Harmonices Mundi tiene esta particularidad, excepto la tercera ley. El caso es, sin embargo, que sus razonamientos astron�micos son sorprendentemente claros, y que a su muerte, el 15 de noviembre de 1630, nos leg� en su �ltimo libro, el Ep�tome, una visi�n del Sistema Solar fundamentalmente id�ntica a la que tenemos ahora, incluso en lo que se refiere al tratamiento matem�tico. M�s no se puede pedir.

GALILEO

Cuando Galileo se inscribi� en la Universidad de Pisa como estudiante de medicina, en 1581, ni �l ni nadie pod�a prever que su nombre pasar�a a la posteridad. Contaba a la saz�n con 17 a�os de edad; era discutidor —nunca aceptaba las dogm�ticas afirmaciones de sus maestros gratuitamente—, soberbio, fr�o y gru��n, "cualidades" que le granjearon la enemistad de condisc�pulos y profesores (sus compa�eros le apodaban "el pendenciero"). Como, adem�s, las clases de medicina le aburr�an soberanamente, comenz� a considerar la posibilidad de cambiar de carrera, actitud que vino a reforzarse con su primer descubrimiento cient�fico. Observando una larga l�mpara que se balanceaba colgada del techo, en la catedral de Pisa, crey� advertir que sus oscilaciones duraban siempre el mismo tiempo, a pesar de que se iban haciendo cada vez m�s peque�as. Cuenta la leyenda, que careciendo de reloj (a�n no se inventaba), us� su propio pulso para corroborarlo, �y result� cierto!

A partir de este momento, su decisi�n qued� tomada: estudiar�a el movimiento; ser�a un cient�fico. En un principio su padre se opuso, pero termin� por ceder y Galileo inici� sus estudios de matem�ticas que, como era de esperarse, le fascinaron. Por desgracia, la situaci�n financiera de su familia comenz� a declinar y, finalmente, tuvo que abandonar los estudios sin llegar a obtener ning�n grado. Su capacidad y su habilidad matem�tica, sin embargo, le permitieron obtener el puesto de profesor de matem�ticas en la misma Universidad de Pisa —en nuestros d�as no lo hubieran contratado por no tener t�tulo—, donde permaneci� hasta 1591. Un a�o m�s tarde lo encontramos en Padua —muy cerca de Venecia— tambi�n como profesor de matem�ticas. A estas alturas ya era relativamente c�lebre a causa de sus experimentos sobre la ca�da de los cuerpos —realizados, seg�n un famoso mito, desde lo alto de la Torre de Pisa—, de algunos ingeniosos inventos y de sus brillantes c�tedras; pero lo mejor a�n estaba por venir. En uno de sus viajes a Venecia, en 1609, Jacob Badouere, gentilhombre franc�s, le informa de la existencia de un maravilloso instrumento que permite ver los barcos lejanos como si estuvieran cerca.

Figura 22. Galileo Galilei mostrando a algunos sacerdotes lo que se pod�a observar con la ayuda del telescopio.


"O�do esto —escribe Galileo— volv� a Padua y me puse a pensar sobre el problema, resolvi�ndolo en la primera noche... Al d�a siguiente fabriqu� el instrumento. Me dediqu� enseguida a fabricar otro m�s perfecto, que seis d�as despu�s llev� a Venecia, donde con gran maravilla fue visto por casi todos los principales gentilhombres de la Rep�blica. "Galileo, en efecto, invit� al Senado de Venecia a utilizar su anteojo (el 8 de agosto de 1609), pero no lo hizo por motivos cient�ficos. El resultado, eso s�, fue el que esperaba: tuvo tanto �xito que le duplicaron el sueldo a 1 000 florines anuales y lo nombraron profesor vitalicio de la Universidad de Padua. Hay que reconocer, sin embargo, que una vez resuelto su problema econ�mico se dedic� con ah�nco a usar su instrumento para fines cient�ficos y, en particular, para estudiar el cielo. Empez� con la Luna, que, seg�n la descripci�n de Dante en el Para�so, es "lucidora, densa, s�lida y pulida, cual diamante que al Sol brilla", pero �oh desilusi�n! lo que vio fue una superficie irregular cubierta de cr�teres y monta�as; sigui� con las estrellas, cientos de las cuales, invisibles hasta entonces, se revelaron a sus ojos. Observ� despu�s la V�a L�ctea —esa banda luminosa que cruza el cielo de lado a lado— y descubri� que consta, en realidad, de miles de estrellas; y, por �ltimo, volvi� el aparato hacia J�piter, al cual le detect� �4 sat�lites! Descubrimientos tan asombrosos ten�an que darse a conocer y, para ello, escribi� un librito titulado Sidereus Nuncius (Mensajero de las estrellas), que sali� a la luz en marzo de 1610 y tuvo �xito inmediato. La barrera que separaba al hombre de los astros, considerada infranqueable hasta entonces, hab�a sido salvada; m�s a�n, si el peque�o telescopio de Galileo hab�a producido descubrimientos tan espectaculares en s�lo unos meses, �qu� maravillas no esperar�an al hombre, con toda la eternidad por delante, una vez que se construyeran telescopios m�s grandes!

Sin embargo, no todos pensaban as�: Cremonini y Libri, profesores de filosof�a en la Universidad de Padua, no s�lo impugnaban los nuevos hallazgos, sino que se negaron siempre a ver a trav�s del telescopio. "No les bastar�a —escribi� Galileo— el testimonio de la misma estrella si bajase a la Tierra y hablase de s� misma." Y a la muerte de Libri, ocurrida poco tiempo despu�s, volvi� sobre el tema: "Libri no quiso ver mis menudencias celestes cuando estaba en la Tierra; quiz� lo haga ahora que ha subido a los cielos." El rechazo de los conservadores era, empero, muy comprensible. La "imperfecci�n" de la Luna atacaba los principios mismos del dogma religioso, basado en la perfecci�n de los cielos, y lo mismo hac�an la existencia de estrellas invisibles a simple vista —para qu� est�n ah�, si Dios hizo a las estrellas para deleite del hombre— y los sat�lites de J�piter —"la Tierra es el (�nico) centro del Universo"—, que apoyaban, en cambio, la teor�a copernicana. En vista de ello, la Iglesia contraatac�: en 1616, De revolutionibus fue incluido en el "�ndice de libros prohibidos" junto con el Ep�tome de Kepler, y Galileo fue amonestado y advertido de que no deb�a ense�ar que la Tierra se mueve.

Figura 23. Manuscrito de Galileo mostrando sus observaciones de las lunas de J�piter.

Cabe mencionar que mucho antes, en 1610, hab�a descubierto que Venus presenta "fases" como la Luna —hecho que tambi�n apoyaba a la teor�a copernicana— y que el Sol tiene "manchas" —lo que tambi�n era "antirreligioso", despu�s de lo cual se hab�a mudado a Toscana. De hecho, Galileo no fue el descubridor de las manchas del Sol, pero se autonombr� como tal.

Ya en Toscana dej� pasar unos a�os, durante los cuales trabaj� en proyectos de f�sica pura que habr�an de tener una gran trascendencia, pero que no tenemos tiempo de mencionar, y despu�s volvi� a la carga: escribi� el Di�logo sobre los dos m�ximos sistemas del mundo, en el que ridiculiza la teor�a de Tolomeo en favor de la copernicana. El libro apareci� en 1630 y dos a�os m�s tarde la Inquisici�n lo llamaba a juicio. Declarado culpable de desobedecer las �rdenes de la Iglesia, despu�s de tres interrogatorios en los que se mostr� humilde y fiel creyente fue obligado a abjurar de las ideas que expon�a en el Di�logo el 22 de junio de 1633. Se dice que despu�s de emitir el juramento que se le "solicitaba", murmur� por lo bajo: eppur si muove, o sea, "sin embargo, se mueve"; pero esto no pasa de ser tan s�lo leyenda.

Aunque formalmente pas� el resto de su vida bajo arresto (en Arcetri, cerca de Florencia), pod�a recibir los visitantes que quisiera y escribir lo que deseara (pero no publicarlo). A su muerte, acaecida el 8 de enero de 1642, el gran duque de Toscana pidi� permiso para elevar un monumento sobre su tumba, pero el papa Urbano VIII no lo permiti�. Las heridas en el seno de la santa madre iglesia eran a�n demasiado recientes. Tanto as�, que hubo que esperar casi 350 a�os para que un jurado eclesi�stico, despu�s de revisar el juicio, le concediera la absoluci�n, �en 1983!

NEWTON

Uno de los atributos m�s fascinantes de la ciencia es la manera en que hechos aparentemente sin conexi�n entre s� se revelan de pronto, gracias a la inspiraci�n de alg�n genio, como aspectos diferentes de un mismo fen�meno. Un ejemplo de ello —probablemente el m�s notable— ocurri� en Inglaterra en 1666. Los hechos en apariencia independientes fueron el movimiento de los planetas y la ca�da de los cuerpos, cuyas leyes acababan de ser descubiertas por Kepler y Galileo, y el genio unificador fue Isaac Newton.

Figura 24. Seg�n una leyenda, la ca�da de una manzana inspir� a Newton su ley de la gravitaci�n universal.

Cuando se habla de Newton, los adjetivos parecen resultar insuficientes: "no est� dado a ning�n mortal el aproximarse m�s a los dioses", dice Edmund Halley (c�lebre astr�nomo, contempor�neo suyo, de quien hablaremos m�s tarde); "por el poder de su esp�ritu sobrepas� al g�nero humano", reza la inscripci�n de su estatua frente al Trinity College, y as� sucesivamente. Nacido en Woolsthorpe, Inglaterra, el 4 de enero de 1643 —el 25 de diciembre de 1642, seg�n el err�neo calendario que se segu�a a la saz�n en Inglaterra—, abandona sus aburridas obligaciones en la granja familiar a los 18 a�os de edad para estudiar matem�ticas con Isaac Barrow en el Trinity College de Cambridge, donde obtiene el grado de Bachiller en Artes en 1665. Ese mismo a�o se declara una epidemia —la peste bub�nica— que obliga a cerrar la escuela, y Newton vuelve a la casa familiar de Woolsthorpe a disfrutar de sus forzadas vacaciones. As� empez� uno de los momentos culminantes de la historia de la ciencia. En los dos a�os que dur� la plaga, Newton iba a crear "nada m�s" los cimientos de la f�sica cl�sica, del c�lculo infinitesimal y de la espectroscopia. Y todo ello �antes de cumplir los 25 a�os!

El mismo Newton, ya anciano, escribi�, refiri�ndose a esa �poca: "Esto aconteci� durante las pestes de 1665 y 1666, pues estaba entonces en el alba de mi inventiva, y me preocupaban las matem�ticas y la filosof�a mucho m�s que posteriormente." Entre las cosas que le preocupaban estaba el movimiento de los astros. Y la soluci�n al problema lleg�, seg�n una c�lebre an�cdota contada a Voltaire por su sobrina Catherine Barton. Una noche de Luna en que Newton dormitaba al pie de un manzano, al caer uno de sus frutos lo mir� pensativo; despu�s mir� a la Luna, pregunt�ndose por qu� ella no ca�a. Y, de pronto, �se hizo la luz!: la Luna s� ca�a; si no lo hiciera, se alejar�a cada vez m�s de la Tierra. �Era el "peso" de la Luna lo que la manten�a ligada a la Tierra! La importancia de este descubrimiento no puede ser menospreciada: demostraba, de una vez por todas, que los astros est�n regidos por las mismas fuerzas —por las mismas leyes naturales, en suma— que rigen en la Tierra. Las repercusiones filos�ficas de este hecho habr�an de ser tan importantes, o m�s, que las cient�ficas. En un momento de inspiraci�n, Newton hab�a sentado las bases de la ciencia moderna.

Newton estaba convencido de que el "nuevo" fen�meno, la "gravitaci�n", era v�lido para todos los cuerpos; estaba convencido de que era universal. Pero ten�a que probarlo y, para ello, necesitaba encontrar una expresi�n matem�tica que le permitiera evaluar la fuerza gravitacional entre dos cuerpos cualesquiera. Y eso es lo que hizo: aprovechando que las leyes de Kepler describ�an correctamente el movimiento de los planetas, calcul� la fuerza que se requer�a para mantener a la Luna en �rbita alrededor de la Tierra. Su resultado ha pasado a la posteridad con el nombre de "Ley de la gravitaci�n universal". Como muestra de su importancia, baste se�alar que a�n en nuestros d�as, tres siglos despu�s de Newton, sigue siendo usada para describir el comportamiento de los cuerpos que componen el Sistema Solar. Como dice Paul Couderc, "despu�s de Newton, el Sistema Solar adquiri� la apariencia de un campo de ejercicios para los matem�ticos..."

La fecundidad intelectual de Newton durante los a�os de la plaga no tiene parang�n en la historia de las ideas. Adem�s de descubrir la gravitaci�n universal, se dio tiempo para inventar el c�lculo infinitesimal y para realizar un importante descubrimiento concerniente a la naturaleza de la luz. Lo que descubri� en este �ltimo caso fue que un prisma de vidrio descompon�a la luz del Sol en un abanico de colores semejante al arco iris (Newton lo llam� "espectro", nombre que conserva hasta la fecha); adem�s, invirtiendo el experimento —o sea, mezclando los colores del arco iris—, demostr� que la luz blanca es la mezcla de rayos luminosos de todos los colores. Ni siquiera un genio de su calibre pod�a sospechar que, 200 a�os m�s tarde, este hecho permitir�a al hombre averiguar la composici�n qu�mica de las estrellas.

El resto de su vida es, en cierto sentido, un anticl�max: al extinguirse la plaga vuelve a "Cambridge, donde permanecer� hasta el fin de sus d�as como titular de la c�tedra lucasiana de matem�ticas (a partir de 1669). Pero, a partir de este momento, su actividad cient�fica comienza a declinar ostensiblemente, a la par que crece su afici�n por la alquimia. S�lo una vez habr� de volver al "buen camino", pero el resultado ser� espectacular: despu�s de casi 20 a�os de silencio, su amigo Edmund Halley logra convencerlo para que publique sus descubrimientos. Una vez decidido, trabaja incansablemente durante tres a�os para dar a luz la obra cumbre de la historia de la f�sica: la Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, m�s conocida como los Principia, donde se exponen los principios que han de regir a la f�sica durante los dos siglos siguientes. Halley mismo paga la edici�n, que sale al p�blico en el oto�o de 1687 y que pronto convierte a Newton en el cient�fico m�s c�lebre de Europa. Pero ni este resonante triunfo logra apartar a Newton de la alquimia; peor a�n, a ra�z de ciertas conversaciones sostenidas con el fil�sofo John Locke adquiere un profundo inter�s en los misterios de la Trinidad y en los problemas de la cronolog�a b�blica, y el resto de su vida habr� de dividir sus energ�as entre la Biblia y la alquimia. En raz�n a sus m�ritos, sin embargo, es nombrado director de la Casa de Moneda, en 1699, presidente de la Royal Society en 1703 y armado caballero en 1705. A su muerte, el 3 de marzo de 1727, sir Isaac Newton recibe el honor de ser enterrado en la abad�a de Westminster. Cuarenta a�os antes, Halley hab�a escrito en la oda con que prolog� los Principia: .... a trav�s de su mente Febo ha arrojado en abundancia el resplandor de su propia divinidad...". Y el tiempo le ha dado la raz�n.

Figura 25. Sir Isaac Newton.

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